Detuvo el vehículo en mitad de la calzada. Unos cuantos metros por delante la carretera dejaba de existir. Sin más.
Tras el instante de estupor, la mente de Damián comunicó a la boca una larga ristra de rezongos contra los encargados de señalizar los caminos, las obras públicas, los programadores de los sistemas de orientación, el gobierno, los impuestos y su legendaria mala suerte. Y mientras lo hacía su mano manipulaba a dedazos sobre la pantalla del navegador.
Estaba muerto. No había cobertura.
Damián se preguntó cuánto tiempo haría que el puñetero trasto se había quedado en silencio. La agradable voz femenina del aparato había dicho algo al poco de tomar el desvío que lo había conducido adónde ahora estaba: perdido en mitad de un paisaje desértico de arbustos pinchosos y formaciones rocosas. Pero enfrascado en berrear a todo pulmón la canción que sonaba por los altavoces, no había hecho caso. Damián tenía una voz potente y le gustaba cantar… cuando no había nadie que escuchase, era muy tímido en algunos aspectos.
Sacó el móvil, también sin cobertura.
Intentó hacer memoria del último indicador de tráfico que había visto. Estaba seguro de que desde el desvío no había habido ningún letrero que informase hacia dónde llevaba la carretera.
Y ahora que lo pensaba, tampoco se había cruzado con ningún coche desde entonces.
Damián había tomado el desvío porque indicaba que cerca había una estación de servicio. Y sí que la había, pero abandonada; oscura, cerrada y tenebrosa como una casa encantada. Tendría que haber dado media vuelta entonces, pero en lugar de eso, decidió seguir adelante. Al fin y al cabo la carretera tenía que llevar a algún sitio, ¿no?
Pues ahora tenía la respuesta: Se acababa sin más, en un paraje desangelado donde el único sonido era el del viento. Para colmo de males, a esas alturas el depósito del coche estaba bajo mínimos y dudaba si el carburante sería suficiente para regresar a la civilización. Y el sol estaba bajo en el cielo despejado de nubes.
Salió del coche. Una luminosidad lejana, apenas apreciable entre cerros pelados y en sombra, señalaba la posición de lo que tenía que ser un asentamiento humano, quizá un cortijo rural o quizá un poblado. Caminó hasta el final de la carretera y dio unos cuantos pasos fuera del asfalto. Era peor que un camino de tierra, todo lo que había eran piedras sueltas, hoyos y desniveles, además de matojos.
Calculó que podía haber cinco o seis kilómetros hasta el cortijo intuido, una caminata saludable para abrir el apetito. Con un poco de suerte llegaría antes del ocaso, y allí tendrían teléfono o una furgoneta o algo que le permitiera salir del apuro. Por lo menos tendrían agua. Tenía sed desde un rato antes de plantearse que necesitaba parar en una estación de servicio.
Regresó al coche, recogió la mochila, apagó la música, cerró y se puso en marcha.
El viento, racheado e insidioso, se esmeraba por echarle arenilla en los ojos, las piedras se movían bajo sus pies y casi ninguna tenía cantos redondeados, al contrario, tenían aristas agudas como hachas de sílex e intentaban romperle las suelas, la maleza agitaba púas largas como dedos contra sus pantalones, moscas, avispas y otros bichos alados de nombre ignoto lo azuzaban, pero Damián siguió adelante. No tenía otra alternativa.
El terreno se elevaba, las formaciones rocosas menudeaban, erosionadas, alargadas y con capas de estratos diferenciables.
Habría recorrido algo más de dos kilómetros cuando empezó el ronroneo, un ruido monótono y continuo que no se sabía de dónde venía. Pensó que sería un helicóptero o un motor de bombeo, y buscó con la mirada por todos lados. Hacia poniente, dónde era imprescindible guiñar los ojos y hacer visera con la mano para no quedar cegado por el sol rojo del atardecer, vio elevarse espirales de polvo, tierra y piedras. Daba la impresión de que se contorsionaban en mitad del aire y volvían a caer para elevarse de nuevo, pero con cada giro se espesaban, se volvían más grandes, más oscuras, más compactas.
Una de las espirales, convertida ahora en mole, cayó sobre cuatro pezuñas y emitió un gruñido ronco.
Damián no se tenía por cobarde, pero decidió que ya había visto suficiente, se volvió hacia el noreste, dirección del ansiado cortijo perdido, y corrió con todas sus fuerzas.
A su espalda resonó un rugido seguido de otro, y otro más. Y entonces el suelo empezó a temblar.
Le hizo girarse a mirar la curiosidad, un cierto pundonor y la esperanza de que hubiese sido un espejismo lo que creía haber visto con el sol de frente y la arenilla revoloteando.
Una mole talla furgón de reparto, pero con fauces y patas terminadas en zarpas corría a saltos -o saltaba muy rápido- hacia él; lo seguía a poca distancia lo que parecía un rinoceronte con pinchos en el lomo y, un poco más lejos, un avestruz con cabeza de cocodrilo. Los tres estaban formados por piedra, tierra y puñados de matojos. Y detrás de ellos, había más remolinos a medio solidificar.
Cada vez que sus perseguidores pisaban el suelo este se deformaba y ondulaba para impulsarlos hacia delante.
La impresión hizo que Damián perdiese el paso, estuvo a punto de caer de hinojos sobre las piedras destrozasuelas, se rehízo como pudo y cambió de estrategia. Apenas lo separaban unos metros de las ansiosas fauces del ser demoníaco y no estaba por la labor de pararse a ver si lo que quería era jugar. Pasaba junto a un erosionado farallón de roca y se aferró a él con desesperación. Antes se le daba bien la escalada, no la practicaba desde hacía años, pero la necesidad le sirvió de guía y se las apañó para ascender, aunque no con la gracilidad de una lagartija, sino sonoro y desmadejado como un orangután asmático.
Estaba agarrado en precario cuando el gran búfalo con faz de felino saltó hacia él. Lo vio venir directo, lo vio tan cerca que más tarde aseguraría que llegó a vislumbrar la campanilla dentro de la garganta.
El pináculo de piedra se inclinó hacia un lado y se retorció para eludir al monstruo de piedra, que cayó de nuevo hacia el suelo del desierto. Entonces, mientras caía, otro pináculo cercano se dobló, atrapó a monstruo en una pinza y lo trituró.
Damián estaba tan nervioso que se le escapó una risita histérica. Se le resbalaban los pies, se desmenuzaba la tierra bajo sus dedos, las otras criaturas de polvo y piedras rodeaban el monolito y estiraban el cuello hacia él, en la penumbra que precede a la noche sus ojos brillaban con fulgor antinatural, y por todas partes, se levantaban espirales de matojos arrancados, tierra y rocas.
El pináculo se retorció otra vez, se deformó para proporcionarle a Damián una cornisa sobre la que sostenerse. Y también creció. Los escasos cinco metros que había conseguido escalar Damián se convirtieron en ocho, en diez, en doce. Los monstruos del desierto daban vueltas alrededor de la base, algunos se tumbaron, pero todos mantenían la cabezota alzada hacia él.
Con cuidado, cuando la piedra dejó de contraerse y estirarse, Damián giró para apoyar la espalda contra ella y observar mejor lo que le rodeaba. Algunos monstruos habían vuelto a disolverse en simple tierra, polvo, rocas y hierbas agostadas, pero otros vigilaban.
El repentino empujón le dejó sin aliento y tardó unos instantes en comprender lo que había pasado.
Estaba suspendido en el aire. Un monstruo dotado de alas lo había atrapado por la mochila y arrancado del farallón. Pero, lastrado por los setenta y ocho kilos de peso -sin contar ropa ni mochila- de Damián, el bicho en lugar de elevarse perdía altura.
En un instante de locura, o quizá de lucidez, Damián soltó los cierres de la mochila, cayó y rodó por el suelo. No fue un aterrizaje elegante, pero no se rompió nada. Se levantó a trompicones y corrió como si no hubiera un mañana. Se temía que, en su caso, fuese rigurosamente cierto, pese a que su maniobra pilló desprevenidos a los monstruos y tardaron un instante en ir tras él.
Con la remota esperanza de que el bisonte con mandíbula de tiburón que le echaba el aliento sobre el cogote se quedase atascado, pasó bajo un contrahecho arco de piedra.
Y se chocó con un árbol.
Derrumbado en el suelo, sintió que su cerebro colapsaba. Había caído sobre un lecho vegetal bastante mullido, por encima de él el ramaje de muchos árboles componía un dosel que filtraba luz solar, los pájaros cantaban y desde algún lugar llegaba un rumor de agua.
Se enderezó poco a poco, el porrazo había sido fuerte y le dolía todo, el ojo, la mandíbula, el hombro, las costillas, la cadera, la rodilla… y la nariz, convertida en surtidor de sangre. Al echar una mirada aprensiva hacia atrás, vio al bisonte-tiburón y al avestruz-cocodrillo que se turnaban para intentar atravesar el arco. De algún modo, al pasar bajo el arco, volvían a estar al otro lado y se chocaban entre ellos.
Damián lo contempló fascinado.
Al otro lado del arco, el atasco de bichos de tierra y piedra aumentaba, uno parecido a un mamut de dos cabeza embistió contra todos y chocó con el arco. Era demasiado grande, pero repitió los empellones una y otra vez, hasta que el peñasco se vino abajo. Solo quedó un montículo de piedras rodeado por vegetación y árboles; el desierto desapareció, solo se veía y solo estaba a través del vano de un arco que ya no existía.
Damián sintió un ramalazo de aprensión, pero tenía problemas más apremiantes que plantearse si había quedado atrapado en otra dimensión u otro universo. Lo primero era localizar el agua.
Fue fácil. Un arrollo cantarín discurría entre árboles, allí donde la vegetación era más espesa y exuberante. Bebió hasta saciarse, lo que no fue sencillo debido a la nariz sangrante, se limpió lo mejor que pudo y luego se tendió sobre la hierba a esperar que se cortase la hemorragia.
Así fue como lo encontraron los nativos de aquel lugar, tumbado y con una mano metida en la corriente porque había oído que eso funcionaba con las hemorragias nasales.
—¿Quién eres tú? —preguntó una voz ronca.
Se sentó de un bote y un nuevo goterón de sangre cayó sobre la sudada camiseta.
Cerca de él había cuatro personas. Vestían con un estilo que quizá hubiese sido plena moda en la Roma imperial, pantalones ceñidos que cubrían hasta poco más abajo de las rodillas, túnica corta y manto, pero llevaban botas en lugar de sandalias, y un bastón largo y estrafalario que hubiese encantado a Gandalf. El que había preguntado tenía el pelo verde, y otro de ellos lo tenía rosa.
—Me perseguían unos monstruos —balbució Damián—. Y entonces pasé bajo un árbol y me choqué con un arco, o sea, al revés…
—El portal está destruido —informó otra voz. Una mujer de larga cabellera negra se sumó a los presentes—. ¿Ha sido cosa tuya? —espetó, ceñuda, a Damián.
—¡Lo hizo un mamut! —se apresuró a aclarar—. Bueno, tenía dos cabezas y además era de tierra, pero parecía un mamut y… se cargó el arco, ¿vale?
Otra mujer apareció detrás de la primera. Era más joven y tenía la mitad del pelo azul y la otra mitad amarillo. Sonrió tranquilizadora y apuntó a Damián con su largo bastón. Y resultó que de verdad era un bastón de mago, porque su nariz no solo dejó de sangrar, sino también de doler.
Los desconocidos musitaban entre ellos.
—Un bimamut —dijo el de pelo verde—. ¿Estás diciendo que has visto un bimamut?
—Yo solo quería llegar al cortijo, pero empezaron a surgir bichos de la tierra y las piedras, uno que parecía un cruce entre oso cavernario y tigre gigante, otro que debía ser pariente de un tiburón, otro con pinchos por todos lados, uno con alas inmensas… Me perseguían… Y entonces pasé bajo un arco y llegué aquí, pero ninguno de ellos pudo pasar y el mamut se enfureció…
La chica de pelo bicolor le tomó la mano y le hizo tocar el bastón.
De inmediato este se encendió como un castillo de fuegos artificiales y empezó a soltar chispas y a cambiar de color, pasó por toda la gama del arco iris, ida y vuelta. Y a la misma vez, Damián empezó a sentirse mejor, más relajado, más seguro, a lo que sin duda contribuyó el hecho de que los desconocidos, que hasta entonces lo miraban con cierto recelo, ahora lo contemplaban como si estuviesen ante un prodigio.
—¿Qué sitio es este? —se oyó preguntar.
—Es un lugar seguro —respondió la joven bicolor, que lo miraba como se miraría a alguien con alas en la espalda y aura resplandeciente—, pero discúlpame, has sobrecargado el bastón y tengo que soltar ya mismo el exceso.
Corrió entre los árboles con la soltura de la práctica, casi sin ruido, apuntó el bastón ante ella y una catarata de destellos azules, verdes y blancos se proyectó hacia delante, impactó sobre los restos polvorientos del arco y estos volvieron a alzarse para formar otro más grande que el original y mucho más elegante, de piedra azul brillante y adornado con figuras de unicornios. Y aunque estaban en medio de un bosque, a través del arco se vislumbraba apenas un paisaje desértico en el que reinaba la oscuridad de la noche y cantaban los grillos.
Todos los ojos se volvieron hacia Damián, como si pensasen que aquello era cosa suya.
—¿Qué sitio es este? —volvió a preguntar.
—Lo llamamos espejismo —explicó el del pelo verde—. Porque está escondido. Ocultarlo consume muchísima energía, que tomamos del sol y del calor, por eso el desierto es un lugar ideal para nosotros, no solo hace que el mecanismo de ocultación funcione a la perfección, sino que con el excedente se consigue que casi nunca sea noche cerrada y que los bosques crezcan sanos.
—¿De qué os ocultáis?
—De los devoradores de magia que te perseguían. —Esta vez contestó la mujer de pelo negro—. No pueden entrar aquí, el mecanismo de defensa es tal que solo quien puede hacer uso de la magia puede atravesar un portal. Pero construir uno básico requiere el trabajo de muchos magos durante mucho tiempo, y tú has hecho uno extraordinario en un momento.
—No he sido yo, ha sido ella.
—Lo he hecho con tu poder —respondió la aludida, que posó el bastón sobre ambas manos y se lo ofreció.
—¿Esto es una broma?
—Los devoradores han erradicado la magia del mundo, solo subsiste en escondites como este, pero se dice que cuando nace un mago poderoso ahí fuera, la magia se las apaña para encaminarlo a su destino —dijo ella, como si eso explicase algo.
—No sé quien eres, pero bienvenido a tu casa, hermano —concluyó el de pelo verde.
Merci pour la lecture!
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