A
Augusto Salvador


"Realmente es lamentable esta obsesión, amigos míos— dijo el famoso novelista Luciano Avril..." Álvaro Retana Ramírez de Arellano fue un escritor, periodista, dibujante, modisto, músico, libertino y letrista de cuplés español.1890-1970


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I


Realmente es lamentable esta obsesión, amigos míos—dijo el famoso novelista Luciano Avril, siguiendo con la vista las espirales grises que salían de su cigarro turco—; pero no puedo sustraerme a ella. Desde hace dos semanas vivo en perpetuo sobresalto, oprimido por la horrible angustia de ese peligro contra el cual todas las precauciones son inútiles, y que cada hora siento más cercano. Reconozco la insensatez de mi conducta; trato de ridiculizarme ante mis propios ojos y procuro ahuyentar de mi cerebro este absurdo temor; mas lucho en vano. Desde la noche en que la vi, hoy hace quince días, he perdido el reposo. ¡Parece que fué ayer! Estaba yo solo en mi despacho, corrigiendo las pruebas de mi libro próximo a publicarse, cuando un leve rumor como el de alguien descorriendo cortinajes y removiendo telas me obligó a volver la cabeza. En la estancia no había nadie; pero en la enorme luna que ocupa casi todo el testero que yo tenía a mis espaldas, distinguí claramente, pálida entre los pliegues de su túnica negra, dejando asomar únicamente su calavera de marfil, donde los ojos fosforecían como dos luciérnagas, la imagen de la MUERTE, rebuscando con sus manos descarnadas y amarillas, ávida y sonriente entre los atavíos de un miserable alquilador de trajes, un disfraz con que desfigurarse totalmente. ¡Pesadilla arbitraria! ¿No es cierto? ¡LA MUERTE—una muerte de cuento de Grim o de dibujo de Beardsley, con su cabeza pelada como un huevo, su sonrisa escalofriante y el esqueleto oculto bajo la clásica envoltura negra y mate—buscando un nuevo traje entre las percalinas de colores de un establecimiento vulgarísimo, donde sólo van horteras y criadas a procurarse los disfraces con que bailar frenéticos en los días de Carnaval! ¡Casi me avergüenza confesar que he sido víctima de tan ridícula alucinación! Sin embargo, aquella visión grotesca e infantil ha sacudido mi alma entera como en vendaval siniestro y me ha colmado de inquietud; porque yo estoy seguro, segurísimo, de que si la Muerte en aquella ocasión recurría a un disfraz, era para venir en mi busca disimulada y alevosa, a fin de que yo, desprevenido y confiado, no pudiese evitarla ni burlarla.

Y el novelista dejó de hablar, marcándose en su frente la arruga de un invencible horror.

Su amigo inseparable, Enrique Fontanar, que le escuchaba atentamente, no pudo contener un estremecimiento que le recorrió de pies a cabeza, y el famoso doctor americano James Grey, que también le escuchaba interesado, puso al alcance de su mano un cenicero de plata para que él depositase la ceniza del cigarrillo turco, cambiando unas miradas furtivas con la mujer del escritor entre las sombras de aquel crepúsculo de Octubre, demasiado sombrío, que iba convirtiendo la estancia en una mancha negra.

—Toda mi habilidad de artista descriptivo se estrellaría si intentase dar idea de mi espantosa situación—prosiguió el joven novelista, contemplando dichoso a su mujer, que causaba la impresión de una serpiente roja modelada por una funda de terciopelo grana, con los ojos redondos, verdes y brillantes como esmeraldas engarzadas en aquel rostro inquietador, que sonreía ambiguo, mostrando una dentadura aguda y reluciente como la de un lobo.—Dominado por la convicción de que ELLA me acecha disfrazada y traidora, no me atrevo a salir solo a la calle. A cada instante me parece que ELLA va a aparecer de improviso dispuesta a hacerme su víctima, y tiemblo como un chiquillo a la sola suposición de que pueda llevar a cabo su terrible designio. Yo he creado en mis libros situaciones macabras, pero ninguna tan angustiosa como la mía. El ruido de una hoja desprendiéndose de un árbol, me hace volverme rápidamente como un reptil hostigado, temiendo que sea el roce de su insospechable vestido; el rumor del viento me aturde y me enloquece, porque no sé si es SU voz llamándome atrevida; y si al cruzar de un lado a otro de la calle, un transeunte me roza casualmente, tengo que contener un grito de terror, creyendo que son los cinco huesos de su mano los que intentaron cogerme. Más de una vez, de madrugada, he despertado a Cecilia lleno de pánico, porque me ha parecido escuchar que ALGUIEN avanzaba sigilosamente por los pasillos arrastrando una guadaña. ¡Esto es insoportable, amigos míos! ¡La gloria y la fortuna me sonríen; amo a Cecilia con locura y soy amado por ella; nada me faltaba para ser feliz, y esta obsesión maldita se ha empeñado en martirizarme? Por culpa de ella mis nervios de hombre joven que aún no ha mucho rebasó los treinta, se hallan aniquilados, mi cerebro se resiste encarnizadamente a producir, y mi temperamento, de ordinario apacible y cariñoso, se torna en agrio y desabrido...

Enrique Fontanar le dirigió una mirada llena de compasión dolorosa; Cecilia levantóse para encender la luz y arreglarse ante el espejo la encendida cabellera rojiza que aureolaba su rostro de esfinge impenetrable, y el médico, con voz un tanto hueca y funeraria, voz de muñeco o de fantasma, que quería ser afectuosa e insinuante, pero hacía escalofriarse instintivamente a Fontanar, contestó:

—Creo sinceramente, amigo Avril, que el exceso de trabajo que usted se ha impuesto es el causante de este desequilibrio que le agobia. Desde que le conozco, he reprochado a usted ese modo incesante y entusiasta que tiene de laborar. Demasiado comprendo que usted disfruta extraordinariamente tejiendo sus novelas y goza lo indecible viviendo la vida de sus personajes, por lo cual procura estar con ellos en relación continua; pero este esfuerzo de imaginación tenía que resentir su cerebro en algún momento, y este momento ha llegado. Es preciso que por una larga temporada abandone sus papeles y renuncie usted a escribir ni leer. Depure su alimentación, que no ha de ser copiosa, y si no le es posible, cambie usted de aires. Un viajecito con Cecilia a su casa de Avila le sería muy conveniente.

—Allí debe hacer un frío atroz en esta época—interrumpió Enrique.

—Eso no le hace—replicó Cecilia con naturalidad, mirando fijamente al doctor.—Todo se reduce a encender una buena chimenea y como, además, no íbamos a salir de casa... Sitio más reposado que aquel, no encontraríamos...

—El caso es que tengo tanto trabajo por entregar—afirmó el novelista—que no quisiera ausentarme todavía de Madrid.

—Mira—dijo Cecilia, decidida—opino, con el doctor, que por encima de tus compromisos editoriales está la salud. En la semana próxima nos marchamos a Avila para que descanses hasta primero de año, y verás como esa neurastenia desaparece.

—¡Qué buena eres y cuánto me quieres!—exclamó el joven escritor, abandonando su butaca para estrechar las manos de Cecilia, que le recibió tiernamente. Y al fijarse en las miradas febriles del americano, añadió con aire triunfal:—Vamos, amigo mío, que ya haría usted algo por tener una mujercita tan cariñosa como la mía.

James Grey no respondió; pero contemplando aquella escena de bienestar y dicha conyugal, aquella envidiable identificación de marido y mujer, sus pupilas metálicas relampaguearon con extraño fulgor, que no pasó inadvertido para Enrique Fontanar.

¡Cuán desagradablemente impresionaba al amigo inseparable de Luciano Avril la mirada implacable de aquel doctor venido de Norteamérica hacía un año y al cual rodeaba una aureola de misterio que él mismo parecía acentuar con la palidez de su rostro frío y duro, que apenas se contraía al hablar, y más que un rostro humano, parecía el de una estatua por su hierática inmovilidad!

James Grey era el verdadero tipo de héroe de Conán-Doyle. ¡Aquella silueta de lebrel afinada por un traje negro que al ceñirse, remarcaba la dureza de sus líneas! ¡Aquel perfil de ave de rapiña, agravado por la mirada insultadora de una pupilas negras con reflejos de acero! ¡Aquella boca sin labios, que semejaba una cortadura bajo la afilada nariz entre dos grandes arrugas en forma de paréntesis! ¡Y luego, aquellas manos rígidas, pero que al ser estrechadas resbalaban como la cola de un reptil!

De James Grey se sabía que era hijo de padre inglés y madre española, que había hecho la carrera de Medicina en Nueva York y que su especialidad era el tratamiento de las enfermedades nerviosas. Había llegado a España envuelto en el prestigio de curas maravillosas realizadas en Francia, y se le atribuían facultades sobrenaturales. En sus viajes por la India, había adquirido conocimientos extraordinarios que le permitían aparecer como un verdadero taumaturgo, y se decía que en su clínica podían encontrarse los remedios a los casos más desesperados.

A los seis meses de su entrada en la corte, James Grey era temido y admirado por toda la alta sociedad madrileña. Le hacían admirables sus curas prodigiosas; pero causaba malestar su silueta enigmática. Detrás de aquellos ojos crueles, la gente creía adivinar el secreto de algún drama tenebroso, e instintivamente el mundo reconocía en él un ser temible. Se admitía su ciencia; pero se sospechaba que alguna vez podría emplearla mal. Se admiraba al médico; pero se rechazaba al hombre.

Hizo más alarmante la silueta de James Grey, la indiscreción de un criado despedido, que, en su furor, hizo correr toda clase de fantasías y variadas calumnias que, naturalmente, favorecían poco al doctor. Se aseguró que James Grey era un profesional del opio y que en su clínica guardaba plantas desconocidas y extravagantes que provocaban ojeras profundas y palideces macabras, como la que él exhibía, y flores no menos peligrosas, que tenían la rara propiedad de nacarar con su perfume la piel de las mujeres. Pero estas últimas despedían aromas de muerte y, por aspirarlos, varias doncellas del doctor habían perecido, envenenadas de languidez.

Todo esto se decía en voz muy baja del médico famoso, sin que nadie se atreviera a desmentirlo ni a afirmarlo. Sin embargo, no por eso disminuía su clientela. El hombre no acababa de anular al sabio, y ante una curación casi milagrosa, la opinión se rendía, concluyendo por comprender que James Grey era una víctima de la maledicencia y de la envidia.

—¡Le calumnian sus enemigos!—exclamaban algunos partidarios suyos.—¡James Grey es un hombre de ciencia maravilloso, y el despecho de sus rivales es quien intenta perjudicarle! ¡James Grey es incapaz de hacer daño a una mosca!...

Uno de sus más grandes defensores era Luciano Avril. Fiaba en su talento ciegamente y una irresistible simpatía le acercaba al hombre muy temido y admirado. Y aquella mirada que a otras personas causaba malestar, diríase que magnetizaba al escritor, esclavizándole con irrompible yugo. La amistad entre el médico y el novelista aumentaba de día en día, y aquella prevención de su mujer en el primer momento contra James Grey, desaparecía, siendo substituida por un afecto que no desagradaba a su marido.

Quizás gran parte de la admiración y simpatía que el matrimonio profesaba al doctor fuera debido a que no le creyesen del todo inocente. Pero una atmósfera de espanto y de interés envuelve a las personas culpables y hasta sus ojos parecen centellear con resplandores fascinantes que sirven de aureola a su figura. Luciano y su mujer estimaban al médico; pero en su estimación influía grandemente la equívoca reputación de James Grey. El enigma de su encanto emanaba tal vez de su mismo crimen.

A Enrique Fontanar impresionaba bien opuestamente el misterioso americano. Su presencia le producía un ligero escalofrío, y nunca se dejaba cautivar por aquella diabólica sonrisa. Pero como la única vez que manifestó a Luciano Avril el sentimiento de antipatía y repulsión que James Grey le inspiraba, el novelista se enojó muy seriamente y su mujer le defendió con tenaz bizarría, no volvió a insistir, para evitar una escena desagradable.

Cuando sonaron ocho campanadas en el reloj Renacimiento que elevaba su esfera sobre la biblioteca, Enrique Fontanar y James Grey se despidieron del matrimonio.

El novelista y su mujer los acompañaron hasta la puerta, y mientras Fontanar recomendaba a Avril un viaje a su finca de Avila, James Grey, complacido, murmuraba al oído de Cecilia:

—Afortunadamente, la cosa marcha bien.

31 Mai 2018 23:49 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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