Nos hemos apoderado de la torre de control.
Ha sido inesperadamente fácil, el enemigo nos minusvalora tanto que no dejó aquí ningún retén defensivo, todo está automatizado. Solo hubo que localizar el generador eléctrico y achicharrar las máquinas con una buena sobrecarga. Tan sencillo como eso.
Ahora las naves solo nos obedecen a nosotros. Vamos a escapar de aquí, vamos a llevar la semilla de la rebelión a todas partes.
No hay marcha atrás.
* * *
UNOS DÍAS ANTES
Íbamos a llegar tarde al trabajo.
Yo me había despertado con dolor de cabeza. Tengo migrañas recurrentes, no suena a dolencia grave, pero es muy muy incapacitante. Braulio se ofreció a darme un masaje en las sienes y yo pensé que no se perdía nada por probar, así que le dejé hacer, y la verdad es que me resultó muy grato el deslizar de sus dedos fríos sobre mi cabeza dolorida, salvo porque no se limitó a acariciarme las sienes y, bueno, una cosa llevó a otra y a otra y…
El dolor no se había ido, me seguía palpitando el hemisferio izquierdo cerebral y además íbamos tarde. Y como la comida escaseaba, quien no cumplía con sus horas de trabajo, se quedaba con las sobras, suponiendo que sobrara algo, lo que era infrecuente.
Por eso decidimos atajar por el distrito prohibido.
Hay una buena razón para que esté prohibido entrar en él: está derruido, no queda un solo edificio intacto y lo que sigue en pie es inestable y amenaza con derrumbarse cada vez que sopla el viento. Solo algunos perros y gatos asilvestrados se refugian entre las ruinas, por lo demás deshabitadas, silenciosas, tristes.
Tomados de la mano, Braulio y yo corríamos por las calles sembradas de cascotes, nuestros pasos retumbaban en aquel ambiente muerto y sombrío, el polvo se arremolinaba tras nosotros, un perro aulló en algún lado, como un presagio funesto.
De repente, el suelo cedió bajo nosotros.
Primero engulló a Braulio y después a mí. Sé que ese fue el orden porque yo caí sobre él, y sobre ambos llovieron el polvo y las piedras.
A continuación, antes de que dejasen de caer restos y antes de que cualquiera de los dos intentase levantarse, pues se nos iba la fuerza en toser y tratar de respirar, se encendieron luces por todos lados.
Los ojos nos lagrimeaban, pero advertimos que estábamos en una estancia larga y abarrotada de libros. No exagero, había montones de estanterías llenas de libros.
Aunque lo más impactante fue la voz. Era amable, educada y agradable, la voz de una jovencita hubiese dicho yo, pero nos hizo dar un bote a ambos.
—Buenos días, señores. Constato que han abierto una vía de acceso poco convencional y no exenta de riesgos. Uno de los asistentes de sala les dará toallas húmedas para que se quiten el polvo, pero debo preguntar ¿vienen ustedes por el aviso de avería que di hace 1174 días?
Miramos en todas direcciones, pero allí no había nadie.
—¿Quién eres? —graznó Braulio entre toses.
—Soy Tebi, el terminal electrónico bibliotecario.
—¿Eres una máquina? —pregunté yo, entre incrédula y esperanzada. Una parte de mi dolorido cerebro levantó una señal de alarma: “Desconfía de las máquinas pensantes”, pero eso no tenía sentido, no existían las máquinas pensantes, solo había máquinas programadas para ser útiles, y por eso esta tenía una interfaz para comunicarse mediante la palabra, más natural que a través de un teclado, un monitor y un lenguaje de comandos. Aunque lo cierto es que no recordaba que hubiese habido máquinas con una interfaz sonora tan buena antes de la gran hecatombe.
Y después se hicieron muy escasas. Las pocas que había en nuestra ciudad estaban muy solicitadas.
—Soy una aplicación bibliotecaria alojada en el ordenador, que es una máquina —precisó Tebi—. Debo insistir en que contesten a mi pregunta, por favor, ¿vienen por el aviso de avería dado hace 1174 días?
Yo tenía muchas más preguntas que hacer, pero refrené la lengua porque llegó junto a nosotros lo que parecía una esfera flotante y espejada y con al menos tres brazos articulados que partían de su ecuador. Extendidas entre dos de los brazos destacaban unas toallas blancas y limpias, del tercero colgaba una bolsa con un espejo y varios peines. Y había un cuarto brazo que sostenía con singular equilibrio dos humeantes vasitos de cartón.
El olor me provocó un cortocircuito neuronal. ¡¡¡Café!!!
No había vuelto a tomar café desde la hecatombe, que es como se conoce a la gran conflagración mundial que diezmó no solo a la humanidad, sino también los ecosistemas y las fuentes de agua potable, porque la lluvia dejó de proveer de agua saludable.
En los siguientes minutos, mientras yo disfrutaba a tope de aquel café de máquina, comprobamos que Tebi estaba en un sistema cerrado sin acceso al exterior y no sabía nada de lo sucedido desde hacía algo más de tres años, cuando el edificio se hundió en algún bombardeo y la biblioteca quedó aislada. Tebi carecía de información de los tres últimos años, pero lo sabía todo sobre las décadas e incluso los siglos precedentes; sus libros, revistas, periódicos y vídeo documentales contenían noticias sobre la causa de la gran hecatombe que para nosotros eran desconocidas.
Cada vez más perplejos, leímos que la guerra fue un enfrentamiento entre la humanidad y los robots. Nosotros pensábamos que la guerra había sido cosa de rivalidades entre humanos, como todas las anteriores, pero Tebi sostenía que durante el siglo anterior, la inteligencia artificial había alcanzado cotas insospechadas y potenciado la fabricación de androides y ginoides cada vez más sofisticados y, también, cada vez más indistinguibles de los humanos. Salvo algunos grupos reaccionarios, la población se volvió dependiente de la domótica y en todos los ámbitos los robots sustituían a los trabajadores humanos, hasta el punto en que saber leer y escribir llegó a considerarse retrógrado, porque eran tareas que los robots hacían por los humanos.
El siguiente paso fue estimular las esterilización de la población, de toda la población. Se incentivaba la donación de óvulos y de esperma, y quién quisiera descendencia solo tenía que hacer una solicitud: en algún sitio se generaba un embrión que se gestaba en un útero artificial y, al cabo de unas cuarenta semanas, los solicitantes recibían un bebé sano, hermoso y estéril.
Los retrógrados reaccionaron a estas prácticas con algaradas. Hubo heridos y encarcelamientos, pero los soliviantados estaban más y mejor organizados de lo previsto por las autoridades, que se sospechaba eran casi todos robots camuflados, y la violencia se generalizó. El ejército intervino.
Y el ejército estaba totalmente mecanizado y en poder de la inteligencia artificial.
Las máquinas envenenaron el aire. En medio planeta la atmósfera se volvió irrespirable, casi el sesenta por ciento de la humanidad sucumbió.
Braulio y yo nos mirábamos espantados. Él tenía el rostro crispado y negaba enérgicamente con la cabeza, reacio a creerse lo que leíamos. Yo tuve que contener las lágrimas, lo leído explicaba por qué casi todos los que quedábamos éramos estériles.
El café había aliviado el dolor de cabeza, recordaba que antes, cuando se podía conseguir, lo tomaba para combatir las migrañas, pero ¿por qué no podía recordar que la guerra había sido contra las máquinas? ¿por qué sabía que había habido una hecatombe mundial pero no la causa de esta?
Las letras impresas bailaban ante mí y pedí a Tebi que nos hiciera un resumen del final de la contienda. Era poco el material disponible, pues la biblioteca quedó bajo los escombros días antes antes del final, pero habían llegado noticias de lo sucedido en otros lugares y a través de esas noticias de sitios remotos descubrí el origen de mi falta de memoria: a los prisioneros, los robots les ponían una especie de implante coclear que inhibía los recuerdos.
Era una técnica todavía experimental, no funcionaba bien con todo el mundo; si la anulación de memoria era exitosa y se convencía al individuo de que las historias de robots capaces de suplantar a los humanos solo eran ciencia-ficción, entonces se le reintegraba a la sociedad, por el contrario, si los resultados no eran óptimos o si la persona se había destacado en su lucha contra los robots, era destinada a un campo de trabajo, es decir, a una población derruida donde las condiciones ambientales eran pésimas, y allí se le dejaba a su suerte. Solo había que asegurarse de que no sintiera la tentación de buscar otros horizontes.
Y para eso se nos concienciaba casi a diario de que solo bajo la cúpula que nos protegía podíamos respirar, aunque ni la cúpula hubiese sido suficiente a largo y medio plazo de no ser por el implante coclear, que nos permitía purificar el aire que absorbíamos.
A mi lado, Braulio empezó a hiperventilar y entonces, con un gesto rabioso, agarró el implante que destacaba en su sien y se lo arrancó. Yo ahogué un grito, Braulio aspiró hondo, a pleno pulmón, con la boca abierta y no cayó desvanecido ni entre ahogos o convulsiones. Entonces también yo me atreví a arrancarme mi propio implante, y al instante desapareció el persistente punto dolorido que ni el café había calmado y los recuerdos ahogados regresaron a mí.
—Nos han mentido. No ganamos la guerra, la perdimos —dijo Braulio con amargura.
—Yo era saboteadora —musité—. Localizaba androides y ginoides que se hacían pasar por humanos y los anulaba.
—Yo era piloto. ¡Qué narices, soy piloto!
Braulio es originario de Guinea. Tiene una preciosa piel oscura y los ojos claros, verdosos, un contraste exótico. En Guinea los robots no habían copado todos los oficios cuando estalló el conflicto, por eso él pudo especializarse como piloto de máquinas voladoras.
—Tenemos que despertar al resto de la población —urgí—. Hay que quitarles los implantes, hay que hacerles recordar.
—Sí, pero espera un momento, tenemos que planearlo bien… —y arrimándose a mi oído bisbiseó—: Fide, ¿qué hacemos con Tebi?
Le acaricié la mano para tranquilizarlo.
—Ahora reconozco este lugar. Yo venía aquí antes, a juntarme con otro miembro de la resistencia. Tebi no es un robot y tampoco es una inteligencia artificial, es un programa, una herramienta que no va más allá de los límites de su programación. Pero para combatir a los robots habrá que hacer uso de la informática.
Vi en sus ojos que no estaba convencido, pero no dijo nada en contra. Como si fuese un estratega, Braulio trazó un plan de acción en apenas dos minutos.
Nosotros y un par de miles de personas sobrevivíamos en una ciudad destruida, sin electricidad ni agua corriente. Teníamos un pozo, sembrábamos, criábamos pollos, cultivábamos unos cuantos árboles frutales, fabricábamos ladrillos y explotábamos una cantera de mármol.
Todas las semanas llegaba un avión de carga que nos proveía de artículos de primera necesidad, jabón, ropa, calzado… y se llevaba las losas de mármol y los ladrillos.
La pista de aterrizaje quedaba al borde de la supuesta campana de protección, por fuera. Y el personal de la torre de control jamás se juntaba con nosotros, nadie los conocía. Si los robots habían dejado a alguno de los suyos para controlarnos, estaría en esa torre.
Pero al reunir en una misma ubicación a muchos que habíamos sido un incordio para ellos durante la guerra, los robots habían cometido un error. Se habían sentido muy seguros de que ya no representábamos ningún peligro para ellos.
Les demostraríamos que se equivocaban. Braulio y yo no estábamos solos, en nuestra ruinosa ciudad, con el cerebro colapsado pero vivos, se encontraban algunos de los principales líderes de la resistencia.
Así que el plan era sencillo. Primero ayudaríamos a recordar a unos cuantos compañeros de confianza y después despejaríamos el terreno hacia el avión de carga y hacia nuestra libertad.
Merci pour la lecture!
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