Aquella tarde la fila era más larga que de costumbre. Las emergencias estaban a la orden del día en el único recinto del pueblo que curaba enfermos. Sonia, de familia acomodada, bella y soñadora, pero sin grandes ínfulas de reina, se sentó en el último banquillo. A su lado una señora comenta que de guardia estaba Manuel, un tal que era nuevo en el pueblo pero traía muy buenas referencias, se decía que era el mejor cardiólogo de esos tiempos. Manuel venía del centro del país y al parecer mandaba más que el mismísimo alcalde. Finalmente llegó su turno. Durante la consulta, la pulcritud de aquella bata blanca encandiló el ser de Sonia. Esa voz pausada, cada palabra y cada gesto, fueron la medicina perfecta para aliviar su salud pero el antídoto exacto para enfermarla de amor irremediablemente.
Manuel era hermoso, fuerte, con una sonrisa de impacto, tenía dedos perfectos, blancos, redondos y muy bien cuidados, dignos del mejor médico, sin embargo, parecían empañados por un grueso anillo que evidenciaba el serio compromiso con su presente. Por otra parte Sonia lucía en su dedo un circón brillante, su más preciado objeto, un oscuro homenaje a aquella cicatriz de marcapaso fallido que tenía en el pecho, el más cruel recordatorio de un amor moribundo, ya desvanecido.
Por lo menos una vez a la semana iba Sonia a encontrarse con Manuel en aquel pequeño espacio donde no había culpa alguna, pero síun síntoma, o mejor dicho una excusa diferente. En lugar de vino, sus largas conversaciones eran diluidas en jugo de naranja, fresco y dulce como Sonia, brillante y ácido como Manuel. Una peligrosa puerta de vidrio esmerilado los separaba del mundo real y los introducía en un sueño profundo donde las miradas eran caricias y las palabras tocaban el alma con la delicadeza de unos amantes en el preámbulo al amor. En el fondo sonaba la canción “Jardín Prohibido” de Sergio Dalma. Era tanto el deseo que se ahogaba en las entrañas que solo un torpe roce de dedos bastaba para alertar los sentidos. Ella era vulnerable a todo aquello. Él tenía el control sin tomar ventajas, ni provecho. Se contemplaban con intensidad pero con prudencia. Llegaron a amarse, amarse de verdad, como nadie lo había hecho, como no estaba escrito.
Finalmente surgió lo inevitable, mientras sus padres estaban de viaje ella preparó su maleta, eran las dos de la tarde, él se preparó paradójicamente una hora antes. El encuentro sería a las cinco en punto en el terminal de pasajeros “Damasco”. Una impetuosa y emocionada Sonia guardaba sus prendas de vestir mientras se quitaba el anillo de circón y lo dejaba en el tocador color wengue junto a una carta de despedida a sus padres y a Julio. Por otro lado, un ansioso Manuel escribía la suya sin mayor exaltación, pues así era él agudo, sereno, inteligente y un con gran control sobre si mismo.
A las 5:15 salía el bus, una retrasada Sonia llegaba corriendo al terminal, al retirar el boleto, en lugar de ello, el taquillero coloca en el tablero escandalosamente color wengue que los separaba, un sobre blanco que decía Sonia en letra cursiva y tinta roja.
- Esto tiene que ser una broma – pensó… y como quien pretender evadir un tiro a quemarropa se movió rápidamente y la abrió.
“Sonia
El amor no actúa con bajeza ni busca su propio interés, no se deja llevar por la ira, ni guarda rencor. No se alegra de lo injusto, sino que se goza en la verdad. Perdura a pesar de todo, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. El amor nunca pasará. (1Cor 13, 5-8). Mi estrella fugaz, hoy me despido de ti, no sin antes pedirte un deseo: sé feliz. Mis compromisos me superan, y aun cuando mi corazón tenga una grieta, me consuela saber que mi promesa de amor sigue intacta, perdóname. Manuel"
¡Aquel sobre blanco se levantó como una pared infranqueable entre ambos!
Sonaron las campanas aquella tarde. Ella iba camino al altar sin volver la mirada atrás, sin esperanza alguna de que Manuel en un arrebato de amor o sensatez apareciera en la puerta del templo y se la llevará para siempre. Allá en el otro extremo, al pie del altar, esperaba un impaciente y feliz Julio.
Segundos más tarde en la sacristía, el sacerdote se montaba la casulla blanca y se preparaba para impartir el Sacramento. Después de secar un par de lágrimas con el dorso de la mano, Manuel silenciosamente ofreció a Dios la felicidad de Sonia, se ajustó el alzacuellos y se dispuso a celebrar la ceremonia.
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