La semana de trabajo en el estado de Virginia Occidental no había sido muy productiva para Bruce Donovan y las ventas habían sido más bien escasas. Como viajante de comercio para una empresa de seguridad, Bruce estaba siempre desplazándose de un lugar a otro del país buscando potenciales clientes. Pero las ventas a puerta fría habían caído en picado en los últimos años. En la actualidad resultaba algo intrusivo entrar en una tienda de pueblo para intentar colarle al propietario un sistema de cámaras de vigilancia por un valor de varios miles de dólares. Bruce llevaba más de veinte años trabajando en la misma empresa, sin embargo, los últimos tres habían sido una lenta agonía. Se había divorciado y casi no veía ya a sus dos hijos, Janet y Steve. La relación con su ex mujer era pésima, sobre todo desde que ella se estaba planteando mudarse con los niños a Europa por cuestiones de trabajo. Al constante estrés se añadía un insoportable dolor de lumbares crónico debido al hecho de dormir demasiadas noches en camas de moteles baratos. Bruce tenía cuarenta y cinco pero aparentaba unos diez años más. Canoso, piel arrugada, bigote y dientes amarillos por el humo, un metro noventa y tres aunque el ligero encorvamento debido a su problema no lo hiciera parecer tan alto. Lo de la espalda realmente lo estaba matando. Le costaba conducir, estar mucho tiempo sentado o de pié era un infierno y últimamente tenía problemas hasta para dormir. Su médico, después de muchas terapias y medicamentos que no habían surtido prácticamente ningún efecto, antes de salir de viaje para Virginia Occidental, le había recetado unas pastillas de codeína muy potentes para poder sobrellevar el dolor. Ya llevaba un par de días tomándolas y parecía encontrarse algo mejor.
Bruce Donovan aparcó su coche delante de un viejo motel de carretera poco distante de Charleston y alquiló una habitación para una noche. Después de pegarse una ducha, se tumbó en la cama. No tenía nada de hambre. Encendió un cigarrillo y se perdió con la mirada entre las grietas del techo de la habitación. Luego de una acurada reflexión consigo mismo, llegó a la conclusión que lo único que podía levantarle el ánimo era la compañía de una mujer y unas cuantas cervezas. Bruce había dejado de beber siete años antes, cuando nació su segundo hijo, el pequeño Steve. Nunca había tenido problemas con el alcohol pero sí que en su juventud se había tomado unas cuantas juergas en la universidad con sus compañeros. Un par de minutos después, se encontró contemplando ardentemente el minibar de la habitación. Solo una, se dijo. Que daño me puede hacer tomar una sola cerveza. Luego de pensar eso, Bruce abrió la pequeña nevera y se tomó un botellín de Budweiser acompañado por otro cigarro. La vibración de su móvil en la mesilla de noche interrumpió el silencio. Era un mensaje de su ex mujer. Estaba enfadada por varias razones y le pedía dinero para el mantenimiento atrasado de los niños. Bruce borró el mensaje. No tenía ganas de ponerse con aquello en ese momento. Empezó a ojear perfiles de chicas en Facebook y luego en una página con anuncios de escorts. Hacía meses que no estaba con una mujer y empezó a notarse algo cachondo. De repente volvió a levantarse de la cama. Decidido a olvidarse de sus problemas, su ex mujer y sus dolores crónicos salió a comprar otra cerveza en una gasolinera que estaba a un par de minutos andando, con el pretexto que allí le saldría más barata que la del minibar. Además aprovecharía para tomar algo de aire y quizás consiguiera despejar un poco la mente. Llegado a la gasolinera se cruzó una mujer que repostaba un SUV. Era rubia, sobre los cuarenta y con muchas curvas. Bruce se quedó un buen rato mirándole las tetas, hasta que la mujer le devolvió una mirada inquisidora. Bruce notó un principio de erección entre las piernas y entró rápidamente en la gasolinera sin mirar atrás. Salió con un pack de seis latas de cervezas y volvió al motel.
Lo que pasó después son imágenes muy borrosas en la memoria de Bruce. Unas horas más tarde se despertó en una completa oscuridad debido a unos ruidos provenientes de la habitación contigua a la suya. Estaba en la cama y podía oír golpes desde la pared detrás de su cabezal. Al principio dudó que se tratase de alguien teniendo relaciones sexuales. Se oyeron gritos acompañados de golpes mucho más fuertes. Luego nada. El silencio absoluto. Bruce intentó incorporarse pero notaba como le faltaban las fuerzas. No podía recordar cuántas cervezas había tomado, pero estaba seguro que la mezcla de alcohol y las pastillas de codeína que le había recetado su médico estaban produciendo sobre él un efecto terrible. Decidió volver a cerrar los ojos. Volvió a despertarse varias horas después. Las cortinas cerradas filtraban una luz que trazaba una fina línea dorada en el suelo que parecía estar cubierto de una mancha de algún líquido que aparentaba ser vómito. Se sentó lentamente en la cama. Se sentía mareado y notaba como si alguien estuviera tocando un solo de batería dentro de su cabeza. Sin embargó consiguió levantarse y llegar a tientas hasta el interruptor de la luz. Lo que vio a continuación fue un escenario dantesco. El cuerpo de una mujer yacía en el suelo rodeado por una pequeña mancha color vino tinto. Entonces empezó a recordarlo todo.
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