Un coche enorme se paró frente a la sede de la Corporación. De color negro metalizado, cristales tintados a prueba de paparazzis entrometidos y blindaje de aleación anti descontentos con un doctorado en explosivos. Prácticamente era un tanque sin orugas.
El chofer, con un uniforme plagado de cordeles, las mangas decoradas de cenefas y una gorra de plato para muchos comensales, se apresuró a salir del vehículo para abrirle la puerta a su único pasajero.
Del interior asomó un hombre de mediana edad luciendo un flamante traje de alta costura, zapatos de importación, un reloj de oro macizo y una incipiente alopecia que intentaba inútilmente disimular con el típico peinado de “código de barras”.
El chofer le hizo una reverencia, pero el tipo del traje negro ni lo miró a la cara, se encaminó hacia la gran entrada del edificio con paso decidido y la espalda inclinada hacia atrás para contrarrestar el peso de su gran barriga.
El director general de la Corporación tenía muchos enemigos y toda precaución era poca, durante el corto recorrido que lo separaba de la recepción, aparecieron de la nada una docena de guarda espaldas que formaron un muro humano a su alrededor.
Ya en el interior de la planta baja, los lacayos acordonaron un amplio perímetro de seguridad, permitiendo a su amo una mayor libertad de movimientos.
Algo falló en el dispositivo, algo que alguien pagaría con un despido fulminante y la segura imposibilidad de volver a encontrar trabajo en el ramo por el resto de su vida.
La joven se plantó delante del mandamás. Se cubría la cabeza con un gorro de lana negro, que bien podía tratarse de un pasamontaña, y vestía una cazadora de cuero plagada de cremalleras, pantalones estilo militar a rebosar de bolsillos y botas también de hechuras marciales.
Tenía el pelo muy largo, liso y negro y resguardaba sus grandes ojos castaños tras unas gafas de montura gruesa.
Repasó de arriba a abajo al jefazo con mirada miope y, con un tono de desprecio mayúsculo, hizo una afirmación tajante.
—Eres un imbécil.
No tuvo tiempo de decir nada más, una turba de matones se abalanzó sobre ella y en menos de lo que tose un tuberculoso la sacaron en volandas del edificio.
El tipo apenas se inmutó por el suceso, mientras subía al ático del rascacielos, imaginó la paliza que le propinarían los de seguridad antes de ponerla en manos de las autoridades.
La estúpida niñata lo había llamado imbécil, imbécil ella, que mucho hay que serlo para tamaña impostura, a sabiendas de las posteriores consecuencias.
Ya en su oficina, llamó a su secretaria nueva para darle el visto bueno y pidió por el interfono a la recepcionista que nadie lo molestara durante la siguiente media hora.
El affaire apenas duró tres minutos, pero hay que guardar las apariencias. El resto del tiempo estipulado lo empleó en someterla a todo tipo de humillaciones, amenazas y “recomendaciones”.
Cuando la recepcionista la vio salir con los ojos inundados en lágrimas apartó la mirada e intentó bloquear su mente. También ella pasaba el “control de calidad” de forma periódica, aunque se alegró de que el jefe tuviera un juguete nuevo y de esa forma los propios encuentros serían más esporádicos.
John Dreyfus pasó el resto del tiempo aburrido mirando pornografía en su ordenador y fisgando en las páginas de contactos. Las horas, cuando no tienes nada que hacer, aparte de firmar algún que otro documento de vez en cuando, pasan muy despacio.
Se metió en el baño para soltar lo que el cuerpo había transformado, de un opíparo y delicioso desayuno, en un enorme, duro y grueso cagarro. Era la parte del día que más temía, una tarea complicada y dolorosa debido a sus abultadas hemorroides.
Mientras se lavaba las manos se miró en el espejo su oronda cara, sobre la papada y debajo de su nariz aguileña, fue tomando forma una amplia sonrisa de satisfacción.
—¡Eres la hostia! — Se dijo a si mismo mientras se señalaba con el dedo y guiñaba un ojo.
Pasada la jornada, el chofer lo llevó de regreso a su mansión.
A las ocho y media, como cada día sin retrasarse un minuto, el servicio le puso la cena.
La devoró sin apenas masticar.
A las nueve se tumbó en su butacón preferido, encendió el enorme televisor de plasma y empleó el resto del día en ver sus series de pago favoritas.
Escuchó unos pasos a su espalda y se giró sumamente enojado, sus órdenes eran muy claras y todos en la mansión las conocían, nadie, bajo ningún concepto, debía de molestarlo mientras veía la televisión, salvo por motivos de causa mayor, como, por ejemplo, que la casa estuviera ardiendo.
Cuando la vio llamó a gritos al personal de seguridad.
Aunque iba disfrazada de sirvienta, con su delantal blanco, uniforme negro y el pelo recogido debajo de una cofia, la reconoció enseguida. ¿Cómo narices había conseguido entrar?
—No grites imbécil. Solo quiero ayudarte.
“¡Seguridad, seguridad, seguridad!” Vociferaba lo mismo que un loro con un dueño demasiado vago para enseñarle ninguna otra palabra.
La muchacha de las gafas de montura gruesa se le echó encima inmovilizándolo en el sillón y cubriéndole la boca con la mano.
—Shhhh, deja de gritar gilipollas.
John abrió los ojos como platos temiendo por su vida, se preguntaba el cómo era posible que aquella terrorista se hubiera colado en la mansión y el por qué los de seguridad tardaban tanto en llegar.
—Escucha imbécil, voy a quitarte la mano de la boca. Si gritas te patearé los huevos. Asiente con la cabeza si estás de acuerdo en quedarte calladito y oír lo que tengo que decirte.
Así lo hizo, pero apenas la joven apartó un poco la mano retomó los berridos pidiendo auxilio.
La amenaza se cumplió, la terrible presión sobre sus testículos le cortó la respiración quedando mudo.
La allanadora volvió a cubrirle la boca y buscó por el salón algo próximo que le fuese de ayuda.
Un calcetín sobre el sillón parecía fuera de lugar, aún después de comprender cual había sido su función, lo cogió, no sin cierta aprensión, y se lo metió hasta la tráquea.
—Parece que no puedo confiar en tu palabra, no me has dejado otro remedio. Escucha con atención, te voy a hacer unas preguntas muy sencillas, asiente o niega con la cabeza. ¿Entendido?
Movimiento afirmativo.
—Muy bien imbécil, ahora quiero que me digas si sabes quién soy.
Negación.
—Mírame bien y piensa tu respuesta. ¿Estás seguro?
Ante la nueva negativa, la muchacha le presionó la entrepierna con su rodilla izquierda.
Con el calcetín prácticamente incrustado en su garganta, John apenas pudo soltar un quejido semejante al sonido de un fuelle.
—¡No me jodas! hemos trabajado juntos los últimos tres años, tú me has enseñado todo lo que sé.
¿Trabajado juntos? ¿De qué coño hablaba aquella loca? ¿Trabajar con una arrabalera muerta de hambre?
Intentó recordar si había requerido sus servicios en alguna ocasión. De no ser una de tantas prostitutas con las que se había acostado, no imaginaba que otra relación podía haber tenido con ella.
—Piensa imbécil. — Insistió. —¿Qué sabes tú de balances, de acciones, de negocios y opas hostiles?
La última pregunta lo dejó perplejo, no podía responder con la cabeza. La desconocida intuyó la duda en la mirada de él.
—Voy a quitarte el calcetín pringoso de la boca, es tu última oportunidad, si gritas, te mueves o protestas, te arranco los testículos de cuajo. ¿Si?
Agarrándolo con el pulgar y el índice en modo pinza, lo fue retirando poco a poco.
Respiró aliviado cuando el oxígeno regresó a sus pulmones sin pasar por el desagradable filtro.
La muchacha sacó una herramienta de la riñonera que llevaba a la espalda y se la enseñó, no era una llave grande, así que, el que no pudiera utilizarla como arma, lo tranquilizó.
—¿Sabes qué es esto?
No necesitó pensarlo, la respuesta salió de su boca casi como cuando los niños recitan de forma mecánica las tablas de multiplicar.
—Es una llave dinamométrica.
—¿Y qué es lo que nunca hay que hacer con una llave dinamométrica?
—Solo hay que utilizarlas para apretar un perno o un tornillo, nunca para aflojarlos.
—Y ahora aclárame, como todo un presidente de la mayor industria farmacéutica del planeta, puede saber eso y no tener ni idea de lo que es una opa hostil.
Mírate, eres un “panchito”, tienes un embarazo cervecero de ocho meses, almorranas y estás calvo. ¿Cómo alguien como tú ha podido alcanzar el rango más alto en una sociedad de blancos anglosajones racistas y clasistas?
La mas desconcertante de las preguntas era esa que aludía a sus hemorroides. ¿Cómo podía saber aquella extraña un dato tan privado?
—No me mires con esa cara. ¿Qué he de hacer para que lo entiendas, para que recuperes la puta memoria? Quizás deba de darte una buena paliza, con suerte traeré de regreso al hombre bueno que eras y mandar al carajo al imbécil en el que te han convertido.
La joven lo liberó y el aturdido John se sentó en el butacón humillando el rostro y llevándose las manos a la cabeza.
—Estoy confundido. Han debido de drogarme, seguro que es eso, drogaron la comida y por eso no puedo aclarar las ideas. — Alzó la mirada clavándola en la joven, por más que la miraba no podía ubicarla, era una total desconocida. —¿Qué demonios quieres de mí? No te conozco, no sé de qué hablas. ¡No sé nada de nada! Lo único que sé, es que quiero que me dejes tranquilo.
Vete por favor, no llamaré a los de seguridad, regresa por dónde has venido.
—Cecilia.
—¿Qué?
—Mi nombre, me llamo Cecilia. ¿Sigues sin recordarme?
Lo caviló, se concentró tanto como pudo, pero no halló nada que lo relacionara con la muchacha.
—¿Tampoco recuerdas el tuyo?
—¡Sé perfectamente como me llamo! ¿Por qué te empeñas en confundirme?
—No, no lo sabes. Tu nombre es Manuel, Manuel García Bermúdez. Hasta hace apenas un mes vivías con tu madre en un apartamento, mi padre es amigo tuyo, por eso me conseguiste un trabajo en mantenimiento, en los intestinos del rascacielos de la Corporación. — Le sujetó la cabeza entre las manos y lo obligó a mirarla, se vio reflejado en los cristales de las gafas de ella, la cabeza le dolía horrores y seguía sin comprender cual era el propósito de la desconocida, de sus locuras sin sentido.
El ajetreo llegó a sus oídos desde las escaleras, por el estrepito, debían de ser muchos los que subían de forma apresurada.
—No sé que te han hecho ni lo que pretenden, pero lo averiguaré. Juro que te traeré de vuelta.
Antes de que pudiera reaccionar, la muchacha lo besó en la frente y saltó por la ventana. Cuando se asomó ya había desaparecido.
¡Jodida niñata! Si era cierto que trabajaba en el edificio la encontraría y la pondría de patitas en la calle. Durante el trayecto a la oficina no dejaba de darle vueltas al modo de vengarse por el mal rato que le hizo pasar la noche anterior.
Al llegar al rascacielos no salió a su encuentro el ejército de guardaespaldas, en su lugar lo recibieron agentes de todas las agencias gubernamentales habidas y por haber, conocidas y secretas, que rápidamente lo esposaron y lo introdujeron a empujones en un furgón delante de una gran aglomeración de fotógrafos, periodistas y curiosos.
Medios independientes habían sacado a la luz aspectos más que reprochables en muchas de las operaciones de la multinacional, sobre todo en países del tercer mundo dónde la palabra “infamia” casi sonaba como un eufemismo.
El juicio se retransmitió en directo por infinidad de medios, tanto nacionales como internacionales. Testimonios desgarradores de sus empleadas, que reafirmaban al acusado como un auténtico monstruo, amoral y miserable capaz de las peores mezquindades.
Abuso de poder, acoso sexual, experimentos inhumanos a los que dio carta blanca de su puño y letra, fraude fiscal… La lista de acusaciones parecía no tener fin.
La opinión pública clamaba exigiendo culpables y el pobre John, o Manuel, según convenga, desconectado como estuvo del mundo, nada sabía de los tejemanejes de "su" empresa. Sin embargo, respondía a todas las preguntas con convicción, dando datos concretos que lo inculpaban y sin intentar defenderse en ningún momento, como quien se exonera de una pesada carga confesando sus pecados.
Incontables documentos se mostraron en el juicio y, sin excepción, todos apuntaban a un único responsable.
Desde el primer momento se declaró culpable de todos los cargos y tras la sentencia lo encerraron de por vida en una cárcel de máxima seguridad.
Un año más tarde nadie asoció las extrañas muertes y desapariciones de ciudadanos anónimos que se sucedieron. Se dio constancia de algunas de ellas en pequeñas columnas de la sección de sucesos en diarios de escasa tirada y de reputación sensacionalista.
Una anciana que murió en su apartamento abandonada por su hijo, un oficial de mantenimiento al que no pudieron encontrar o un chofer al que arrolló un camión mientras estaba estacionado en una recta amplia de excelente visibilidad. Tampoco el internamiento en una institución mental de las dos empleadas que testificaron en contra de Manuel despertó ninguna sospecha, achacando los médicos su enajenación a un trastorno post traumático por las terribles experiencias a las que fueron sometidas por su jefe.
Cecilia seguía trabajando en mantenimiento, oculta en las vísceras del gran rascacielos, se sabía un cabo suelto y vivía con el alma en vilo.
Dejar su ocupación atraería sobre ella las sospechas, las ramificaciones de la Corporación alcanzaban todos los estamentos, tanto políticos, civiles o militares, intentar escapar u ocultarse era un suicidio, solo le quedaba la opción de una huida hacia delante.
No fue capaz cumplir su promesa, pero aún podía desenmascarar a los verdaderos culpables, que remedio, tarde o temprano la descubrirían y debía de anticiparse a ellos.
Había conseguido una muestra de la droga que alteraba la percepción de las cosas, el compuesto estrella de la Corporación por el que pujaban las naciones de medio mundo y que era capaz de embrutecer la mente, de remodelarla, de reiniciarla, introduciendo datos nuevos al capricho del comprador.
Pero la muestra no era suficiente, tenía que hacerse con documentos que los incriminaran, y eso sería mucho más complicado que colarse en los laboratorios.
Pobre Manuel, él le enseñó todo lo que sabía del oficio: como utilizar una llave dinamométrica, a redistribuir el vapor de las calderas, a controlar una fuga de gas o la forma de bloquear las alarmas, provocar un cortocircuito y que una sucesión de desafortunadas coincidencias desencadene un auténtico infierno.
FIN.
Merci pour la lecture!
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