Andrés se levantó presuroso al oír la voz de su madre llamándolo. Desde hacía muchas semanas la situación se repetía una y otra vez y él casi no lograba dormir.
Se hallaba día y noche en un estado de cuasi consciencia en el que no lograba diferenciar claramente, la realidad del sueño.
Su madre, una joven mujer de treinta años, agonizaba lenta y dolorosamente, mientras que su cuerpo invadido por la enfermedad iba consumiéndose poco a poco. Su piel ya grisácea exhalaba un olor almendrado que se confundía con los olores del ambiente, aromas que Andrés nunca más lograría olvidar y que lo acompañarían hasta el día de su muerte.
— ¡Me duele!— la voz, era casi un susurro— ¡ay me duele… ! ¡¿Andrés?!, ¡hijo!…
— ¡Voy mamá!— respondió el niño, mientras encendía un pequeño farol de kerosene con la calma impropia de un chiquillo de su edad.
Se colocó una capa fina para protegerse de la incesante lluvia de otoño, que desde hacía varias horas arreciaba las ventanas, y salió, en plena noche, en busca de la medicina, que nada podría hacer por la vida de su madre.
La última dosis, se la había colocado él mismo hacía unas pocas horas, pero hacía varios días que había notado que no hacía efecto en el maltrecho cuerpo, que irremediablemente, se hallaba condenado a terminar sus días en esa cama. En la calle, sus pequeños pies calzados con viejos mocasines se hundían en el barro. Sin embargo, él no sentía el frío que lo rodeaba, era imposible sentirlo, porque desde que comprendió lo que estaba sucediéndole a su madre, un frío mil veces mayor se había cimentado en su interior y tardaría varios años en aplacarlo.
Continuará...
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