criandomalvas Tinta Roja

El hombre blanco es una plaga que arruina todo lo que toca, está matando a la madre tierra y a sus hijos sin darse cuenta de que todos somos hermanos. Nosotros ya no luchamos para preservarla, tampoco luchamos para prevalecer. Luchamos por qué no nos dejan otra opción. Y ahora dime... ¿Por qué luchas tú?


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La hija del Caos. / El renegado.

La hija del Caos.


Los truenos la despertaron, nunca antes había escuchado una tormenta tan intensa. Estaba asustada y buscó con la mirada a su madre por la pequeña tienda. La vio, también ella parecía atemorizada mientras recogía apresuradamente todas las pieles que hallaba. Se percató de que la pequeña la observaba.
—Ven con mamá, preciosa. — La niña corrió a su lado.
—No tengas miedo, solo son truenos. ¿Tú siempre haces caso a mamá, verdad Kao? — La pequeña asintió con su cabecita.

La mujer la agarró con suavidad de la muñeca y la dirigió de forma apresurada al centro del tipi.
—Quiero que te tumbes aquí. — La niña obedeció sin rechistar y su madre la cubrió con el montón de pieles, asomó la cara por debajo y le clavó sus enormes ojos interrogantes en espera de respuestas.
—No te muevas de aquí pase lo que pase, espera que mami regrese, y por lo que más quieras, no salgas de la tienda. — El tono de su madre pretendía ser tranquilizador, pero la niña notó su inquietud. —¿Lo has entendido cariño?

Kao asintió de nuevo moviendo como pudo la cabeza entre los fardos de pieles.


En realidad, no entendía nada. ¿Cómo podía hacerlo? Tan solo era una niña de seis años.

La mujer la cubrió por completo con una última pieza de cuero curtido.

Quedó a oscuras y el calor era asfixiante. Permaneció acurrucada hecha un ovillo durante largo rato.

La tormenta parecía que se acercaba rápidamente, los truenos sonaban más fuertes, próximos y constantes a cada minuto.

No pudiendo soportar por más tiempo el sofoco ni la incertidumbre, escapó de su improvisado y tosco escondrijo.

A través de la tela del tipi pudo ver los destellos de los relámpagos. El ruido era ensordecedor y junto a los truenos escuchó gritos y el inconfundible traqueteo que producen los cascos de muchos caballos.

Se quedó plantada durante unos segundos frente a la abertura que daba al exterior de la tienda, unos segundos que se hicieron eternos.

Por fin, la curiosidad y la necesidad de reunirse con su madre, fueron más poderosas que el miedo y salió al exterior.


La noche era oscura, pero había muchas hogueras iluminando el poblado. El olor a quemado la molestó y el humo la ahogo e hizo que se le irritaran los ojos.

No comprendía lo que estaba pasando, todos corrían de un lado a otro sin que nadie pareciera saber a dónde dirigirse, era un completo caos.


Vio a un grupo de guerreros armados con sus lanzas marchar hacia el lugar desde el que parecía que provenían el mayor número de truenos.

Los destellos intermitentes de los relámpagos la cegaban, estaba muy confusa. Incapaz de decir nada, su único deseo era el de reunirse con su madre.


El poblado estaba irreconocible. Aturdida, eligió una dirección con la esperanza de que el azar la dirigiese al lugar donde se encontraba mami.

No había recorrido más que unos pocos metros cuando se encontró de frente con el monstruo.

Al principio le pareció un hombre, tenía brazos y piernas como los hombres, pero su rostro estaba cubierto de pelo al igual que la cara de los perros. Se le antojó enorme como el caballo que montaba. El monstruo la miraba fijamente, la niña quedo petrificada a causa del terror, incapaz de mover un musculo. Tan solo sus ojos se movían y observaban al cara de perro. Este le sonrío y algo brilló entre sus dientes.

Kao no podía articular sonido alguno. Hubiera deseado gritar, pero permanecía muda e inmóvil frente al jinete de pelo rojo como el fuego y extrañas ropas.

El monstruo azuzó a su montura y comenzó a cabalgar hacia ella. El enorme caballo la aplastaría y ni tan solo era capaz de cerrar los ojos, veía como se acercaba rápidamente, no podía dejar de mirar aquel extraño rostro.

Intentó gritar, pero nada salió de su garganta, quiso llamar a su madre, mami vendría en su auxilio, mami la cogería en brazos y la haría despertar de aquella pesadilla.

Ya era inevitable, mamá no vino, ahora si cerró los ojos e intentó proteger cabeza y cuerpo haciéndose un ovillo y esperó a que la arrollasen.

Notó sus pies abandonar el suelo y como unos fuertes brazos la rodeaban. Al abrir los ojos estaba de pie, un guerrero muy joven la empujó tras de sí protegiéndola con su cuerpo.

El cara de perro había pasado de largo, detuvo a su montura estirando violentamente de las riendas y la hizo girar hacia ellos. La niña asomó curiosa la cabeza tras la espalda de su salvador intentando ver lo que ocurría. El monstruo permanecía quieto a una docena de metros observando al guerrero, su cara irradiaba odio. El muchacho empuñaba un cuchillo y le mantenía la mirada desafiante.

La niña agarró con su manita la de su joven salvador. Mientras, el monstruo empezó a sacar de una funda un extraño palo y señaló con él al muchacho.

De la punta salió fuego al tiempo que sonó un trueno ensordecedor. Un nuevo destello cegó a la niña.

La mano del joven se soltó de la de ella. Quedó inerte a sus pies, le faltaba media cabeza y de la herida manaba un torrente de sangre.

Ahora era un enorme cuchillo lo que desenfundaba lentamente el monstruo, parecía que el tiempo se había detenido alrededor de ellos.

Reinaba la confusión, pero era como si tan solo ellos dos existieran.

Kao había comprendido al fin que aquello no era una tormenta, ahora sabía que es lo que producía los truenos y los relámpagos.

El cara de perro, empuñando el largo sable, hizo el ademan de espolear su caballo. La pequeña quería correr, escapar del monstruo todo lo aprisa que las fuerzas le permitieran, pero el terror lastraba sus piernas con un peso abrumador.

Por fin pudo gritar, un aullido agudo y estridente que quedó ahogado por el fragor de la batalla.

El cara de perro abrió los ojos de forma desmesurada, parecía que se le saldrían de las orbitas, soltó el sable y se llevó las manos al cuello. Una flecha le había atravesado la garganta, se desplomó y quedó inerte en el suelo.

Kao por fin fue consciente de lo que pasaba a su alrededor, consciente de todo aquel horror.


Habían muchos otros monstruos, los guerreros intentaban inútilmente hacerles frente, pero los cara de perro les señalaban con sus palos, sonaba un trueno y hombres y mujeres dejaban de existir en un suspiro.

La pequeña quiso regresar a su tienda. Mami se enfadaría mucho con ella si se enteraba de que la había desobedecido.

No sabía el camino de vuelta, se había perdido entre la oscuridad y el caos. Todo ardía, los demonios de las historias habían venido a llevárselos a todos consigo, es la única explicación que podía plantearse la pequeña. ¿Pero por qué? ¿Qué habían hecho ellos para enojarlos?

Corrió sin rumbo buscando inútilmente a su madre, vio muchos cadáveres en su huida hacia ninguna parte.

Los truenos cada vez eran más espaciados, la resistencia de los suyos llegaba a su fin.

Kao perdió la esperanza de reencontrarse con mami, ahora debía de encontrar un escondrijo.

Lejos de los tipis ardiendo, en un lugar oscuro, vislumbró un montón de fardos amontonados y se refugió entre ellos.

Ahora prácticamente solo se escuchaban los gritos de júbilo de los monstruos. No quería saber lo que estaba pasando, solo quería despertar de aquel mal sueño.

El agotamiento finalmente pudo al terror y la pequeña se durmió.


El zumbido de las moscas y los rayos del sol la despertaron. Notó un olor nauseabundo.

Se frotó los ojos y los mantuvo cerrados largo rato, tenía la esperanza de que al abrirlos se encontraría en su tienda junto a mami, que todo habría sido una pesadilla, pero temía equivocarse.

Sintió sobre todo su cuerpo el desagradable tacto de las patas de los insectos. Tenía mucho frio, no podía estar en casa.

Por fin se decidió a enfrentarse con la realidad y abrió los ojos. Un auténtico enjambre de asquerosas moscas la rodeaban. Lo que por la noche confundió con fardos, eran en realidad una pila de cadáveres y sobre ellos moscas y buitres se daban un festín.

Aquello era más de lo que nadie podía soportar, un adulto habría quedado traumatizado ante el dantesco espectáculo y ella tan solo era una niña pequeña.


Corría hacia un lugar y se detenía en seco para virar de rumbo en un quiebro sin orden ni concierto. Gritaba, llamaba a mami, pero solo los graznidos de los cuervos le respondían.

De los tipis solo quedaban cenizas y lo que fue su poblado ahora era un desolado campo sembrado de cuerpos mutilados.

Las lágrimas recorrían abundantes las mejillas de la pequeña y su nariz estaba llena de mocos

Entonces lo vio, era un guerrero imponente el que la observaba. Desde la distancia la miraba y con la mano alzada hacia ella la invitaba a reunirse con él.

Kao se limpió las lágrimas con la manga, sorbió hacia adentro los mocos y se acercó despacio hacia el recién llegado.

La pequeña sentía que, de alguna forma, aquel extraño la había protegido la noche anterior.

Al llegar a su lado pudo contemplar toda su majestuosidad, era enorme, debía de medir más de tres metros (al menos es lo que a ella le pareció). Intentó agarrar su mano, pero apenas fue capaz de rodear su dedo meñique con la suya.

El guerrero la miró, en sus ojos no había ternura. Su voz sonó poderosa.
—No llores niña. No temas, nunca más tendrás miedo.


Ambos se alejaron del poblado, Kao dejo atrás todo lo que había amado hasta ese momento.



El renegado.


Nunca antes se había fijado en el cielo de aquella forma. Sus ojos estaban cansados y su visión no era la misma de cuando joven, quizás era precisamente eso, el asumir la propia decadencia lo que le empujaba a meditar sobre algo a lo antes no le había dado más importancia de la que los chamanes y sus majaderías místicas decían sobre los espíritus que lo habitan.

No se necesitaba la vista de un águila para comprender lo pequeños, lo insignificantes que eran los hombres bajo aquel manto azul que lo cubre todo. Imponente, ajeno a las disputas y tribulaciones de quienes se arrastran por el suelo. El cielo seguirá en su sitio cuando todos hayan muerto, cuando no quede un solo bisonte en la pradera.

El cielo prevalecerá, incluso al hombre blanco y a su codicia.


El hedor de la pólvora quemada era asfixiante y las flechas zumbaban al rededor como un enjambre de mosquitos asesinos.
Allí estaban las siete tribus unidas como una sola.

Hunkpapas, sans arc, pies negros, miniconjou, brule, cheyennes y oglala, aullando como demonios, cabalgando de frente, mostrando sin miedo el pecho al enemigo.

Los soldados habían formado un círculo, sacrificaron a sus caballos para parapetarse tras ellos. Disparaban sus rifles modernos apuntando a todo lo que se movía tras la neblina de polvo que formaba la caballería piel roja y sus propios disparos.

Sintió que no había perdido el orgullo, que solo lo había mantenido aletargado en las entrañas en espera de que llegara este momento.

Custer y su séptimo escuadrón iban a pagar el precio más alto por haber despreciado el valor y la fuerza de sus oponentes.

Habría alzado los brazos junto a sus gritos de guerra más temibles, lo habría hecho orgulloso de pertenecer a la indómita tribu de los arapahoes. Lo habría hecho... de no estar en el bando equivocado.

Intentó consolarse pensando, que, de algún modo, él había guiado a los soldados a su perdición. Qué, en su condición de explorador, había colaborado en la inminente victoria de la coalición piel roja.

¡Que necio! Temiendo por su vida, él y los otros exploradores indios habían hecho todo lo posible por convencer a Custer de que esperase al resto del contingente de guerreras azules.

Él no merecía pertenecer a los arapahoes, cómo tampoco sería aceptado nunca por los blancos. Él ya no tenía una tribu, él no tenía un lugar ni entre los vencedores ni entre los vencidos. Él, siquiera podía seguir considerándose un hombre.

Se puso en pie, cerró los ojos y esperó en vano. Incluso la muerte parecía rechazarlo.

Así permaneció, estático, con los brazos en cruz y el rostro hacía el sol, hasta que se hizo el silencio. Solo entonces se atrevió a abrir los ojos de nuevo.

Solo él y un caballo seguían en pie. Que ironía, aquel jamelgo, propiedad del mismísimo Custer, se llamaba Comanche.

Todos los demás habían caído acribillados. Los vencedores rodeaban los despojos de lo que fue el orgullo de la caballería americana.

Sobre sus monturas lo observaban, de tan inmóviles y silenciosos, parecían estatuas.

¿A que esperaban? El odio hacía que los ojos de sus hermanos ojos brillaran como el mismo sol, tanto, que sintió que le quemaban.

Su arma reglamentaria no había sido desenfundada durante el combate. Él era un traidor, pero no dispararía contra los suyos.

Traidor y cobarde. ¿Hay algo más despreciable?

No se enfrentaría al suplicio que sin duda le reservaban. ¿Qué otro motivo podía haber para que aun continuara con vida?

Presionó con el cañón del colt sobre su sien y acarició dubitativo el gatillo.

Las filas de los pieles rojas se separaron y entre ellas si abrió paso un jinete. El tocado de plumas dejaba en evidencia su condición de jefe y su edad avanzada que no se trataba de un guerrero.

Lo reconoció cuando estuvo más cerca, prácticamente al alcance de una lanza.

El propio Toro Sentado vino para despreciarlo.

El explorador bajó el arma, aceptaría el castigo fuese cual fuese, les demostraría, que, si bien no merecía que lo siguieran considerando un arapahoe, aún no había dejado de ser un hombre.

—Hoy los espíritus nos han sido favorables. — Comenzó a decir el líder espiritual de los Lakota. —Temo que nuestra victoria será efímera. Mañana vendrán más soldados y nosotros somos pocos. Los días del búfalo se acaban para dar paso al tiempo del caballo de hierro.

El hombre blanco es una plaga que arruina todo lo que toca, está matando a la madre tierra y a sus hijos sin darse cuenta de que todos somos hermanos.

Nosotros ya no luchamos para preservarla, tampoco luchamos para prevalecer. Luchamos por qué no nos dejan otra opción. Y ahora dime... ¿Por qué luchas tú?
El explorador no supo que responder.

Todos quieren tu muerte, pero yo les he dicho que no se puede matar a quien ya está muerto. Ahora vete y que los espíritus decidan lo que hacer contigo.


Los pieles rojas se apearon de sus caballos y comenzaron a saquear los despojos de los caídos. La mayoría de los cadáveres fueron mutilados.


Al cabo de no mucho tiempo se retiraron, dejando los cuerpos desnudos a merced de los buitres que comenzaban a sobrevolar aquel buffet libre que la providencia les brindaba.

El rastreador quedó solo en medio de aquel desolador panorama. "No se puede matar a quien ya está muerto". Se repetía constantemente sin acabar de entender a lo que se refería Toro Sentado.

Finalmente decidió que no esperaría a que la sed hiciese el trabajo que se habían negado a hacer sus hermanos.

Comanche seguía allí, tranquilo, como si nada de aquello fuese con él.

1 Juillet 2023 19:14 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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La fin

A propos de l’auteur

Tinta Roja ¿A qué viene todo este teatro? No expondré el por qué, el cómo ni el cuándo. Condenado de antemano por juez y jurado, me voy caminando despacio hacia el árbol del ahorcado. Mira el verdugo la hora y comprueba la soga, que corra el nudo en lugar del aire. Se hizo tarde y el tiempo apremia por silenciar mi lengua. Y ahora ya sin discurso, ni me reinvento ni me reescribo, solo me repito. Y si me arrepiento de algo, es de no haber gritado más alto.

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