Julia era una joven escritora de novelas negras que acababa de recibir una oferta de una gran editorial de Barcelona para publicar su próximo libro. Quería escribir una gran historia, así que todas las tardes salía con su libreta siempre a mano para tomar apuntes sobre todo lo que veía. Situaciones, lugares, personajes interesantes... Se pasaba horas escribiendo en los cafés o pateando las calles del casco antiguo de la ciudad en busca de ideas. Una tarde mientras iba por el Barrio Gótico se cruzó con una amiga que la invitó a cenar. Julia le habló de su proyecto, tomaron unos cuantos vermuts y finalmente se le hizo bastante tarde. Cerca de medianoche, Julia se despidió de su amiga y se fue andando hasta la Rambla para coger el metro. De repente notó que alguien la seguía a unos metros de distancia. No había nadie más a su alrededor, ni ningún establecimiento abierto a la vista. Pocos pasos después, el hombre la agarró por un brazo y la puso con fuerza de espaldas contra la pared. Entonces le tapó la boca con una mano y empezó a tocarle la entrepierna con la otra. Julia entró en pánico. Le costaba respirar. Puso instintivamente la mano en el bolsillo para buscar el móvil. Sin embargo, lo primero que encontró fue su estilográfica de acero inoxidable Faber-Castell. Julia la extrajo del bolsillo y se la clavó violentamente en el cuello a su agresor. Dos, tres, cinco veces. El hombre empezó a derrumbarse y Julia le dejó caer contra la pared. Lo observó durante un par de segundos, luego levantó la mirada. No había nadie asomado ni ninguna luz encendida en las ventanas. Julia guardó su bolígrafo en el bolsillo. Sabía que lo iba a necesitar pronto para escribir su propia historia.
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