hana-miyoshi Hana Miyoshi

Keila es una chica que sueña con ser una gran escritora de romance. Dana y Lucero, sus amigas, escuchan de ese sueño desde que eran niñas, aunque aún no ha logrado terminar ninguna novela y la apoyan a pesar de eso. Ella no tiene ningún interés en una relación seria con nadie, aunque conoce a dos chicas, Milagros y Camila. Milagros es un adolescente con serios problemas de autoestima. Camila se acaba de cambiar al edificio donde vive Keila, con quien tiene una aventura, al tiempo que inicia una nueva etapa en la Universidad, donde conoce nuevas personas y sensaciones. Dentro de estas personas conoce a Esther, con quien comienza una amistad, aunque ella es heterosexual y no sabe las tendencias homosexuales de Keila.


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Capítulo I: Primera cita

Tenía que formular de nuevo la pregunta, pero sus grandes ojos negros mostraron nerviosismo y se quedó callada. Se mordió los labios. Y, por unos minutos, el ambiente se volvió hostil.

«—Kei, ¿por qué te volviste escritora?»

La respuesta más común que podría encontrar era por desamor. Es decir, si lees las entrevistas de otros escritores casi siempre ese el factor. Un amor que te haya marcado a tal nivel que todos tus libros la tienes que incluir, no porque aún ames a esa persona, sino porque te enseñó algo o te quito el ensueño de amor al estilo cuento de hadas.

Pero en mi caso no lo era. Nunca comprendí del todo qué era enamorarse, porque no sentí ese éxtasis por alguien, desde la adolescencia y en la juventud. Aún era un enigma para mí qué era amar a alguien. Aún no encontraba a esa persona.

Era nuestra primera cita y esta chica estaba indagando a una velocidad impresionante. Callada. Ella estaba mirándome con sus ojos curiosos y tímidos.

—Me gusta la literatura.

Le dije la segunda mejor respuesta que tenía. Hablar de mis sentimientos y experiencia en una primera cita no me parecía una alternativa atractiva. Era relevar mucho de mi intimidad a una persona que quizá no vuelva a ver.

Ella parecía complacida por la respuesta. De forma discreta miré el reloj de pulsera en mi muñeca. Había estado conversando con Milagros desde hace media hora.

Me cubrí los labios con la mano para disimular un bostezo.

La jovencita estaba mirándome de lo más entretenida, sonreía de vez en cuando y me parecía encantadora, pero aburrida.

Era el tipo de mujer que quería parecer interesante, pero no tiene nada que ofrecer para serlo, por lo menos para mí, no era más que sexo.

La falda le ajustaba de forma exquisita los muslos y desde mi posición podía ver los pequeños pechos a través del escote del polo. Milagros era la mujer ideal para invitar un par de copas en un bar, como lo estaba haciendo en aquel momento, o departamento, hablar de cualquier vanidad y comenzar a tocarla como si nunca hubiera tocado a una mujer.

—Keila, Keila —dijo, mirándome con cierta picardía—. ¿Mi escote te aparece atractivo?

Milagros tocó mi rosto con cariño, tomó mis manos en un apretón un tanto fuerte y apoyó su cabeza en mi hombro. El alcohol que estaba haciendo efecto en su cuerpo. Ella templó un poco cuando la tomé de la cintura y la besé en la coronilla.

—Excitante.

Ella soltó una risotada jovial. Su rostro se mostró más aniñado de lo normal, y estaba cada vez más convencida que ella no tenía los veintidós años que decía tener.

Milagros era la tercera chica que me mentía en su edad, queriendo ser mayor cuando aún no era consciente de «los peligros» que acarreaba salir con una mujer de 23 años, que aunque tenía poca experiencia en romance, era de mundo.

Comenzamos a coquetear hasta que el deseo sexual estaba en la cima.

La lleve hasta el estacionamiento, donde estaba mi auto, subimos y comenzamos a besarnos, con hambre y deseo. Ella estaba un poco temerosa, como si fuera la primera vez que va a tener relaciones. Posiblemente lo era.

Milagros a mis ojos era un chiquilla de sus apenas 17 años; el frágil cuerpo, sus pequeños pechos y estreches a la hora de penetrarla con los dedos hablaba mejor de ella misma.

Me gustaron sus gestos, su pasividad y las sutiles caricias que ella, en raras ocasiones, se acordaba de darme en el coito. Lo más apasionado fue sus besos, con cierto cariño y ternura. Despertaban mi lado adolescente, donde era más importante ser tierna y delicada que el sexo en sí.

Milagros tenía un brillo especial en los ojos cuando terminamos de intimidar.

—Tengo que irme — dijo, malhumorada—. Mamá tiene un obsesión de castigarme si llego después de la medianoche.

Sonreí.

Relacioné sus palabras con el clásico cuento infantil de la cenicienta. La frágil y hermosa jovencita maltratada por sus horrendas hermanastras y madrastra, que al final encuentra su príncipe azul y se va a vivir con él a un palacio deslumbrante.

Milagros no estaba en un cuento de hadas con un final prometedor. Ella había aceptado salir conmigo porque le fue mal salir con hombres. El último fue la más grande decepción. Un novio de un tres años, que incluso pensó que podría casarse con él, resultó ser un mujeriego calculador. Milagros era la tercera amante que tenía; la segunda era una universitaria que los vio salir en una cita, estaban cariñosos; la primera era la madre de los hijos de ese sujeto, a quién en una ocasión golpeó a milagros, cuando la vio con su pareja.

Milagros cayó en depresión. Y en una de esas aplicaciones de citas, de las que rara vez uso, le hablé. Ambas estábamos muy distantes cuando empezamos a tratarnos. El tiempo hizo lo suyo con la confianza, ella de a poco comenzó a contarme su vida, sus amores e ilusiones hasta el doloroso desenlace.

La primera cita, esta primera vez que nos vimos en persona, ya no en fotos. Se sentía muy natural verla y al mismo tiempo ajeno. Saber muchas cosas de ella y al mismo tiempo no reconocerla como una persona cercana.

Ella necesitaba sentirse amada, buscaba eso de la primera persona que le mostrara interés. Yo le tenía interés, de las personas se aprende muchas cosas, pero no romántico. Ella era un elemento nuevo qué investigar.

La dejé en la puerta de su casa, como la cría que era. Milagros estaba muy feliz, como si hubiera encontrado un billete de 20 dólares en el piso. Ella se empinó y me besó en los labios, con cierto miedo. La rodee de la cintura y la acerque a mí.

El ruido de pisadas en la puerta hizo que me separada de ella. No esperé a ver a sus padres, no quería enfrentar la mirada desconfiada de nadie.

Me alejé de la puerta de la casa, de Milagros y sus problemas de autoestima.

5 Mars 2018 02:04 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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