El barco Suivre l’histoire

El viaje es una imagen clásica de la literatura, un tópico, un género en sí mismo. Sirva este ejemplo: una de las más antiguas narraciones de la historia, la Epopeya de Gilgamesh, es un gran viaje a un mundo que se encuentra más allá del nuestro. ¿Y qué decir de la Odisea?, ¿La Eneida?, ¿La Divina Comedia?, ¿El Quijote? El viaje es una oportunidad para comenzar una historia, para desarrollarla, para cambiar su rumbo, para cerrarla, incluso. ¿No es una sensación hermosa cuando terminamos un libro y el protagonista, que es ya nuestro amigo, emprende un último viaje que nos separa de él? ¿Acaso no tenemos que retener las lágrimas cuando leemos cómo se aleja de nosotros mientras leemos las últimas palabras?

Es fácil comprender porque el viajar es tan atractivo para los escritores. Los paisajes, la gente, la patria, el amor, el dolor, la vida, la tristeza... todo desaparece y solo nuestra voluntad de volver puede resucitar aquello que hemos abandonado.

Cuando emprendemos el camino, el árbol que teníamos frente a nuestros ojos se empequeñece hasta convertirse en algo tan insignificante como las motas de polvo que levantamos al caminar por un sendero de tierra y que volverán a posarse de nuevo con pereza en el mismo rincón del que las habíamos arrancado con nuestros pasos. Ese árbol madurará en verano, agonizará en otoño, dormirá en invierno y renacerá de nuevo al llegar la primavera. Pero nosotros no estaremos ahí para verlo. Ese mundo que queda a nuestras espaldas permanecerá inmutable en nuestra memoria.

Ahora, a bordo de este barco, mientras dejo vagar los pensamientos sobre el tema del viaje, siento que todo queda atrás, como aquel árbol. Mis sentimientos, mi vida, lo que he sido, lo que seré. Todo se hace tan pequeño como aquel faro en lo alto del acantilado, esa mole tiránica de cemento y hierro, que ahora es poco más que un alfiler clavado sobre una montaña de piedras que cabe sobre la palma de mi mano. Lo veo tan minúsculo que cuesta creer que la brisa marina no sea capaz de arrancarlo de cuajo.

Ah, huele a mar, a sal, a mi propia piel tostándose bajo el sol. Las gaviotas graznan sobre mi cabeza, incapaces de silenciar el arrullo de las olas que acarician la barcaza. Lo reconozco, estoy tentado de cerrar los ojos y disfrutar de mis otros sentidos, pero ansío ver como la costa se torna poco a poco en un azul tan pálido que se pueda confundir con el cielo y con el mar hasta desaparecer frente a mi.

Ya ha desaparecido la costa. No hay nada en el horizonte, solo un manto glauco que se extiende hasta el infinito, más allá de mi vista. Decido caminar con paso alegre hasta la proa. El viento alisio besa mi rostro con la dulzura de una madre cuando recibe a su hijo, tal vez cuando lo despide, y levanta suaves ondas que mecen la embarcación.

Cuando me aferro a la barandilla de proa, el mar parece lo único que hubiese sobre el mundo. Solo unas tímidas crestas de espuma perlada rompen la paleta de azules de este abismo. Ahora sí, cierro los ojos. Me concentro en el olor del mar, en su música y dejo la mente en blanco.

Cuando vuelvo a abrir los párpados, el sol desciende justo frente a mí. Está tan cerca que parece que sea el destino final del viaje que acabo de emprender. Su luz mortecina pinta el cielo de tonos lilas y rosados, el enorme disco anaranjado se esconde tras las olas, tan lento como el movimiento de este barco que me lleva a una tierra nueva, a un puerto desconocido al que muchos otros antes que yo han arribado.