Enero, 1670
El ruido de unas fuertes pisadas hizo eco en el silencio sepulcral. Nadie se movió, en los ojos de algunos se reflejó el horror y en los de otros brillaba la arrogancia pura. La maldad de aquellas pérfidas almas salió a relucir a través de miradas infames. Un cálido rayo de sol golpeó el anillo engarzado en una aceitunada mano lanzando destellos plateados. El hombre vestido con ropas de seda negra se plantó sobre la proa. Fregó la sangre de su sable con un limpísimo paño blanco que se tornó grana, enfundó aquel acero tan afilado, escudriñó todo el barco con su fría y pétrea mirada.
—Para algunos de ustedes soy el azote de dios —tronó su fortísima voz, sonrió mostrando los incisivos—. Y para otros sólo soy el fin del camino —terminó arrojando el paño ensangrentado.
—¿Qué procede, capitán? —inquirió Frank, una cínica sonrisa se asomó en sus gruesos labios.
—¡Ah! ¡Hoy me encuentro indulgente! —sonrió ladino, con un ágil salto cual felino descendió de la proa.
Baptiste y Lion sonrieron complacidos, jalonearon y llevaron a los sobrevivientes junto al castillo de popa. Una docena de hombres en total esperaban su ejecución o la oportunidad de vivir atados a la voluntad de un proscripto. Los hombres se irguieron ante aquellos bandidos sintiendo aquel miedo que atenaza las entrañas. El capitán se paseó frente a ellos, los observó con calma.
—Tú y... Tú —señaló a dos hombres—. Un paso al frente.
Los aludidos hicieron lo ordenado, el capitán les dio una mirada despectiva. Les otorgaría la decisión de morir o vivir. No le complacía reclutar a estas personas, pero había tenido bajas y algunos heridos. De igual forma, dudaba que alguna de esas ratas lograra vivir más de un mes en aquellas actividades.
—Perdonaré cuatro vidas, ya he señalado a dos, sin embargo, la decisión es de ellos.
—Agradezco su indulgencia, capitán —aceptó uno tan rápido como su torpe lengua se lo permitió.
—Yo nunca seré parte de los crímenes contra la corana —rezongó el segundo, sin titubear—. Mi alma no se ha de condenar por los actos de un bandido.
En un habilidoso movimiento tomó su revólver y clavó una bala en la cara del hombre. Una explosión carmesí voló en los aires pintando los maderos del barco, el cuerpo inerte cayó al piso con un sonoro crujido.
—Bien, quedan tres lugares libres —señaló el capitán, como si no hubiera pasado nada.
—Señor, yo me uno a su tripulación —habló uno dando un paso al frente, otros dos hombres hicieron los mismo.
—Capitán —llamó uno de los hombres aun formados—. Sé que sólo ha dado cuatro indulgencias, no me importa morir, puesto que, ¿quién soy yo? Pero le ofrezco mis servicios como escribano a cambio de mi vida.
—Déjeme a ver si he entendido —dijo el capitán, sin siquiera mirar al hombre—. ¿Quiere que perdone su vida a cambio de sus servicios como cuenta cuentos? —soltó una sonora carcajada, y sus compinches le siguieron.
—No, capitán, le ofrezco mis servicios como biógrafo —objetó el hombre con elegancia—. Después de todo, la historia del noble castellano convertido en un temerario corsario inglés es de interés público.
El capitán clavó una mirada lacerante a su intrépido interlocutor. Los demás se quedaron a la espera del deceso de aquel insolente escribano que osaba hablar de la vida de uno de los hombres más temidos de las Antillas.
—Los tienes bien puestos, ¿eh? —indicó al escribano—. El escribano también gozará de mi buena fe, ahora desháganse del resto —comunicó con fastidio.
El agua se llenó de tablas del barco castellano. Algunas telas hechas jirones flotaron en las aguas azules y la sangre se disolvió en la inmensidad marina. Al menos una decena de hombres pereció en aquel enfrentamiento.
Hipo se sintió satisfecho al saberse vivo y con una historia por la que cualquier novelista mataría. Después de tanto arriesgar la vida al fin dio con aquel hombre, su primera impresión fue demoledora. No era como muchos otros lo describieron, no era ni un gigante ni una aberración. Tenía una estatura media, cuerpo estrecho y gallardo, piel curtida por las inclemencias del astro rey, cabellera larga y tostada atada en una media coleta y un rostro angelical de ojos castaños enmascarado por una barba cuadrada. Cuando se le escuchaba hablar con esa voz atronadora no cabía duda de que era peligroso.
—¿Cuándo podré ver al capitán? —preguntó a un negro ciclópeo.
—Cuando él diga —respondió el negro, haciendo una mueca desdeñosa—. Debería situarse en algún rincón, aquí sólo estorba a quienes trabajamos.
—¡Eah! ¡Deo! —llamó a la distancia un mancebo—. Hombre, haciendo de las tuyas como siempre —soltó una carcajada, acercándose—. Intimidando al huésped del capitán.
—Calla, crío —resopló Deo—. Tacio, sólo estaba dando unas amables recomendaciones al escribano —dijo dándose la vuelta y se marchó.
—El capitán lo espera —indicó Tacio a Hipo.
—Vaya, ya han pasado horas —resopló Hipo—. Creí que nunca me llamaría.
La verde mirada de Tacio se tornó fría y bufó irritado. —El capitán tiene cosas de mayor gravedad que atender en comparación de lo que un cuentista vale —rezongó poniendo en su lugar a aquel incordio de hombre.
—¡Oh! Lo siento —se disculpó apenado y un leve rubor le cubrió las mejillas, debía andar con más cuidado si no quería terminar en el fondo con los demás.
—Ahora venga conmigo.
La habitación era iluminada tenuemente por un farol de velas y adornada con ricas alfombras traídas de oriente. El mobiliario de ébano decoraba ostentosamente el amplio camarote, en el fondo, detrás de un escritorio se hallaba el capitán sentado en una gran silla y muchos papeles frente a él.
—Capitán —llamó el joven—. Aquí está el escribano.
—Dile a Deo que volvemos a Port Royal.
El muchacho asintió, miró secamente a su acompañante y se marchó dejándolo en la entrada del camarote.
—Adelante, pase y tome asiento —ordenó el capitán con voz serena.
Hipo caminó con todo el aplomo que pudo reunir y se situó frente al capitán. Quien concentrado en los papeles no le dirigió ni una mirada, se sentó en una fría silla de madera.
—Primero que nada, hábleme un poco de usted —mandó el capitán alzando la vista.
—Mi nombre es Hipomenes Xanthopoulos, pero todos me conocen como Hipo de Xantho, soy originario de la isla Morea.
—¡Ah! Qué maravilla, un griego escribano, ¿por qué no me sorprende encontrar uno en ultramar? —preguntó lanzando una mirada despectiva.
—Mi oficio es muy perseguido, soy cuentista, novelista, dramaturgo y demás cosas, para sobrevivir soy escribano, tengo un título —defendió su labor, mucho le había costado lograr obtener cierta experiencia y su familia lo había despreciado por ser un cuentista de poca monta.
—Algo me dice que ha venido de tan lejos por algo, ¿qué es? —le retó el hombre.
—Usted, señor —respondió resuelto—. He escuchado muchas historias donde hablan de un noble castellano convertido en corsario, dicen muchas cosas y me propuse a encontrarlo para poder relatar la verdad.
—¿Qué ha escuchado? —preguntó curioso, un remedo de sonrisa se formó en sus finos labios.
—Que tiene la estatura de un gigante, que lleva un collar hecho de huesos humanos y una colección de corazones vertidos en formol…
Al escuchar tremendas tonterías el capitán soltó sonoras carcajadas interrumpiendo la descripción del escribano.
—¡Ah! Las personas tienden a deformar las historias para hacer a los villanos grotescos y dar a las víctimas un aura de tormento —sonrió de oreja a oreja—. Lo del collar de huesos pertenece a un viejo amigo que se crio entre antropófagos del Darién, me adjudican cosas demás —soltó otra carcajada.
Que le achacaran una característica de Talena le causaba muchísima gracia, nunca creyó que lo confundirían con la leyenda del Darién. Le alagaba saber que su nombre era sinónimo de maldad y aberración. Aquello era bueno para su negocio.
—He venido de tan lejos para desmentir aquellas calumnias y descubrir al hombre detrás de la leyenda —dijo Hipo envalentonado.
—¿Qué gano yo? —inquirió el capitán, meditabundo.
—Que la historia se cuente tal y como es —respondió resuelto.
—¿Y si no quiero? No me importan los chismorreos, y me alaga que mi nombre sea ensalzado de esa manera —sonrió abiertamente—. Que mi fama sea lisonjeada con tales aberraciones causa el temor de mis víctimas. Al fin he conseguido fama y respeto, me temen y, amigo mío, en el mundo en que vivimos son cartas que bien jugadas nos dan el poder sobre la vida de otros.
—No obstante, como usted ha dicho, le adjudican cosas que no le pertenecen… la historia ha sido distorsionada y es mejor enderezarla.
El capitán sonrió, Hipo de Xantho no le convencía en nada, le parecía demasiado soso y estúpido, pero lo pondría aprueba y si no le agradaba su trabajo lo haría morir lentamente.
—Muy bien, le contaré la verdad del pasado y el origen de tanta hablilla —los ojos grises de Hipo brillaron de emoción—. Pero si no me gusta su trabajo lo despellejaré vivo y haré que se trague su propio cuero.
Hipo tragó saliva con esfuerzo, el hombre era directo y todo lo dijo sin tapujos, no mostró ninguna señal de agresividad. Su voz sonó afable y su mirada cálida, sin embargo, estaba seguro de aquello sólo era un cruel ardid.
—No lo decepcionaré, capitán —respondió sin apabullarse, no debía mostrar temor—. Mi prosa no lo avergonzará ni ensalzará con zalamerías, narraré las cosas tal cuál usted me las relate.
—Ah, muchacho. La vida es absurda, su esencia es ser efímera y sin un sentido en concreto. Mi vida ha estado llena de caos, mi crianza no corresponde a lo que soy hoy en día. Provengo de un linaje ancestral, no obstante, un sinfín de hechos me han traído hasta aquí. Mi historia en estas aguas comenzó cuando yo tenía dieciséis años. Desde entonces mi existencia se basa en el mar y el poder que tengo sobre la vida de otros —el capitán se detuvo y sonrió con descaro—. Recuerdo mi pasado como si hubiera sido un sueño concebido en instante de demencia. Esa misma demencia me motivó a buscar el poder sobre los otros.
Merci pour la lecture!
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