Las noches en Madrid suelen ser bastante frías, sobre todo cuando se acerca el otoño. Aquel frío no penetraba en la Biblioteca Nacional de España, donde trabajaba Alan alegremente con todos los libros. Su vida transcurría sin muchas complicaciones, una rutina que para él era más que suficiente.
Tenía las aspiraciones de cualquier chico de veintisiete años: tener trabajo estable, conseguir novia, salir a tomar algo de vez en cuando… y ya era viernes, así que estaba dispuesto a darse un capricho saliendo a su bar de copas favorito.
Con suerte, a lo mejor conocería a la chica de su vida, aunque Alan no era de aquellos que creen que puedes llegar a conocer a tu media naranja mientras te tomas una copa.
Ya eran cerca de las nueve de la noche, así que tocaba cerrar la biblioteca. Recorrió los pasillos una última vez para asegurarse de que nadie se quedara rezagado leyendo, y casualmente en la sala principal de lectura pudo divisar a un señor mayor.
Lo había visto en otras ocasiones allí, pero nunca le decía nada porque no producía ni un solo sonido, así que simplemente lo ignoraba y seguía trabajando.
En esta ocasión, viendo que iba a llegar tarde a casa, decidió acercarse a aquel hombre para indicarle que debía irse. Caminó con paso firme, bajando a la sala principal, ya que Alan se encontraba en el piso superior. Aquel hombre siempre se sentaba en la misma mesa, así que fue bastante fácil localizarlo. Alan se puso detrás de él y se aclaró la garganta.
—Disculpe, caballero, pero son las nueve. La biblioteca tiene que cerrar ya —dijo suavemente—. Mañana puede volver si lo desea. —El hombre no se inmutó; lo intentó una segunda vez— ¿Caballero?, siento insistir, pero debe marcharse ya. Yo recogeré el libro que esté leyendo.
Alan empezó a alargar el brazo para posarlo en el hombro de aquel señor, y justo cuando se encontraba a escasos centímetros de tocarle, de repente, el anciano aún sin girarse para mirarlo, carraspeó la garganta.
—¿No te parece increíble lo que un buen libro puede llegar a conseguir?, hace que incluso a veces te olvides que tienes una familia que te espera en casa.
Alan apartó la mano rápidamente, sobresaltado por la voz tan ronca y profunda de aquel señor que podría estar cerca de los setenta años, amplificada por el eco que se producía en la biblioteca, teniendo en cuenta que ya solo quedaban ellos dos.
—¿Qué...? —preguntó sin entender del todo la situación.
En ese instante, el anciano se levantó despacio de la silla donde se encontraba leyendo, y dándole la espalda a Alan, esta vez produjo lo que el chico creyó que era una pequeña risa ahogada, o eso le parecía.
—No, nada, son cosas de viejos. Gracias por todo, te encargo el libro.
Lo cerró suavemente, y Alan pudo observar cómo sus manos estaban cubiertas por unos finos guantes de cuero negro. Le dio unos toques con los dedos a la portada del libro, y aún sin mirarle, comenzó a caminar hacia la salida de la biblioteca.
«¿Pero qué demonios...?», pensó para sí mismo, extrañado por lo que acababa de ocurrir. Decidió no darle más vueltas al asunto, aunque algo le decía que volvería a encontrarlo allí a la mañana siguiente.
Ya en su casa, se dio una buena ducha, se puso una de sus camisas de cuadros favorita de color verde oscuro, unos vaqueros negros ajustados y unos zapatos color mostaza. Su pelo era rizado, y eso era una ventaja, ya que no tenía la necesidad de peinarse demasiado, además al ser de color negro, nadie notaba cuando estaba muy despeinado. Terminó por ponerse un poco de desodorante y sus gafas para estar listo.
Alan se sentía contento con él mismo, no porque fuera egocéntrico, más bien porque tenía la suficiente autoestima como para apreciarse.
Era risueño, disfrutaba su vida lo mejor que podía e intentaba aspirar a algo más si se le presentaba la oportunidad. Sin perder mucho más tiempo y mirándose una vez más al espejo de la entrada de su casa, cogió las llaves y tomó rumbo a su bar favorito, dispuesto a pasar una noche lo más agradable posible, quizás en compañía de alguna chica.
Merci pour la lecture!
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