anneaband Anne Aband

Irene es enfermera, tiene 38 años y un gran desengaño a sus espaldas. Por eso, irá a vivir a un pueblecito de la costa. Allí conocerá a un grupo de mujeres maravillosas que se convertirán en sus mejores amigas y a dos hombres, Pedro, pediatra y compañero, y Daniel, un padre soltero, dueño de un restaurante. Ella no quiere abrir su corazón, pero ¿se dejará llevar por la suave brisa marina que trae el amor hasta su puerta?


#75 dan Romance #20 dan Contemporain Tout public.

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Cap. 1 La llegada

Irene se dirigió por la calle que serpenteaba hasta el consultorio médico. Demasiado puntual, como era ella, pero no le importaba. Ese día empezaba su nueva vida.

Un pueblo costero, turístico, pero no demasiado. Pequeño, pero no minúsculo, tranquilo, pero no muerto. Eso es lo que le había dicho su amiga Carmen, que ya vivía allí desde hacía cuatro años, cuando se casó con su pareja actual.

Se sentó por unos minutos en un banco que se asomaba a un mirador, en lo alto del pueblo y desde donde se veía la zona más turística, con los hoteles y hostales, restaurantes, el corto paseo marítimo, como lo llamaba orgullosamente su amiga, y la playa. A un lado, el puerto de pescadores, donde no había ya barcos, suponía que todos estaban faenando.

Sí, el lugar prometía y para aquellas personas que deseaban comenzar una nueva vida, alejadas de un exnovio que nunca quiso comprometerse en serio y que ahora iba a ser padre, era perfecto.

Suspiró molesta. Diez años aguantando al mismo tipo, los tres últimos viviendo juntos, haciendo planes para el futuro. Ella no es que desease ser madre de forma inmediata, pero no le hubiera importado. Según su propia progenitora, a los treinta y ocho ya era tarde, pero eso eran cuentos de anteriores generaciones. Aunque eso era lo que menos le preocupaba en ese momento.

Había dado un paso muy grande, arriesgado. Dejar su piso, su ambiente, sus amigos que, después de tantos años eran compartidos, sí, y su trabajo como enfermera en el hospital, donde había posibilidades de ascender… para venirse a ese pequeño lugar y trabajar en el área de pediatría de un pequeño consultorio, vamos, del único que había.

—¿Y qué iba a hacer? —se dijo mientras seguía caminando por las calles empedradas. Las casas eran blancas, con altos balcones que empezaban a cubrirse de flores, anunciando que la primavera estaba cerca.

No, no podía hacer otra cosa. Sus propios amigos tendrían que elegir, incluso en el hospital, donde su ex trabajaba, también de enfermero, habría malos rollos. Lo mejor era retirarse a un lugar y empezar de nuevo. Nunca le había asustado demasiado y cuando Carmen le dijo que había una plaza libre y que en varios meses no se había cubierto, se dijo que era una oportunidad.

Y aquí estaba.

Entró en el consultorio saludando a los que estaban en la fila para hacerse los análisis. En su ciudad solía haber filas de veinte personas o más. Aquí, solo había cuatro. La enfermera, una señora que parecía a punto de jubilarse, la saludó.

—Soy Irene García, la nueva enfermera.

—Estupendo, Irene, soy Beatriz. Por favor, cámbiate y vente para aquí.

Irene se sorprendió, pero bueno, no le importó. Como todos los centros de salud eran similares, enseguida encontró el vestuario y se cambió. Acudió a la zona de análisis. Ahora había unas ocho personas. Beatriz estaba trabajando eficazmente con las difíciles venas de una señora mayor. Le indicó el puesto y ella, después de higienizar sus manos, comenzó el trabajo.

Cuando terminaron, Beatriz la acompañó a la sala del café. Allí había dos médicos, hombre y mujer. El hombre, bastante joven, diría que recién salido de sus prácticas y la mujer, de una edad intermedia.

—El doctor Pedro Sanz, pediatra y Teresa López, médico general. Hay algún otro médico más, pero está de vacaciones. Tú y yo somos las únicas enfermeras del centro.

—Me alegro mucho de tener una enfermera por fin —dijo el amable médico. Irene lo miró sorprendida. ¿Qué hacía un hombre como él allí? Parecía el típico que encontrabas en los grandes hospitales, alto, atractivo y con una gran sonrisa.

—Puede que te necesitemos en cualquier otro momento —dijo la doctora—, aquí solemos hacer todos de todo.

—No hay problema —dijo Irene—, para eso estamos.

—Bueno, en diez minutos empezamos la consulta —dijo el pediatra y salió de la sala. La doctora lo siguió y Carmen le invitó a un segundo café.

—Aquí no hay nada extraño, eso sí, en verano, cuando se llena de turistas, seguramente tendrás que hacer más horas de lo normal, pero las pagan. Los médicos son agradables. Pedro lleva pocos meses aquí, no sabemos por qué, igual que tú, que no sé por qué has venido de una gran ciudad aquí.

—¿Te vale si te digo que un gran desengaño amoroso? —contestó Irene sabiendo que tenía que decirle algo.

—Ay, lo siento, Irene. Yo estoy divorciada y en verano me lo paso muy bien, esto se llena de turistas alemanes jubilados y no veas la marcha que tienen. Seguro que encuentras con quién…

—Déjalo, Carmen. Ahora mismo, no quiero saber nada de hombres. Bastante he tenido con el lastre que he dejado atrás.

—Vale, pues a trabajar.

Irene se dirigió hacia la consulta de pediatría. Estaba algo descuidada y los dibujos que había colgados en la pared, se veían algo viejos. Se dijo que, como a ella le encantaba pintar y no se le daba mal, que preguntaría al responsable del centro si le dejaba decorar alguna pared con colores alegres, quizá dinosaurios o animalitos.

Entró en su consulta y revisó todo con precisión. El anterior profesional había dejado todo bien preparado. Revisó los pacientes que tenía para ese día y había media docena. Unos puntos de una caída, alguna vacuna de bebés, y luego, los que vinieran sueltos. Iba a ser un trabajo tranquilo.

El doctor entró en su consulta para ver si necesitaba algo y ella dijo que no, que todo estaba bien. Quiso ver en sus ojos un deje de tristeza, pero él enseguida sonrió. Irene no le dio importancia, pero le intrigó.

Se asomó a la sala de espera, donde había una niña de unos seis años, con su padre.

—¿Aitana? —dijo y la niña saltó de su silla. El padre se levantó y ella observó curiosa su aspecto. Era un tipo bastante alto y de hombros anchos. Llevaba el cabello corto e iba bien afeitado.

—¿Es usted la nueva enfermera? —dijo el hombre.

—Sí, me llamo Irene.

—Hola, soy Aitana y este es mi padre, Daniel. ¿Tienes novio?

—Aitana, por favor —dijo él algo sonrojado—, perdónela, es muy curiosa.

—No se preocupe —se giró hacia la pequeña que ya se había sentado en la camilla y mostraba su pierna, con un apósito bastante grande—. No tengo novio, ya que lo preguntas. ¿Y cómo te hiciste esta herida?

Irene destapó el apósito y descubrió que llevaba al menos doce puntos en su delgadita pierna. Le debió de doler mucho.

—Porque me subí en los columpios de pie, aunque mi yaya me dice que no lo haga mil veces, pero es que quería ver si podía dar la vuelta. —Miró a su padre que estaba muy serio—, pero no lo volveré a hacer más. Lo he prometido.

—Sería una faena que te cayeses y te rompieras algo y tuvieras que estar escayolada todo el verano, Aitana —dijo Irene y la niña abrió los ojos y se quedó pensativa.

Una mujer entró en la consulta con el rostro sonrojado por la carrera. Ella era morena. Irene se quedó mirando a ambos. Aitana era rubia y con ojos azules. No se parecía a ninguno de los padres.

—Esme, no hacía falta que vinieras —dijo Daniel incómodo.

—Quería acompañaros, ya sabéis —dijo ella acariciando el cabello de Aitana que no le hizo ningún caso.

Irene siguió curando los puntos sin decir nada.

—Hay un punto que me preocupa porque no se está cerrando bien. Mamá o papá deberían mirártelo todos los días.

—Ella no es mi mamá —dijo la niña tan tranquila.

—Ah, lo siento. Bueno, si queréis, podéis traerla por la mañana, aunque no tengáis hora, la atenderé, porque ese punto no se está cerrando bien. No vaya a ser que se infecte.

—Si no la puedo traer yo, por el trabajo, la traerá mi madre —dijo Daniel—. Y muchas gracias.

Los tres se marcharon, Aitana saltando tan feliz. Se notaba que era una niña movida y que deberían estar muy vigilantes con ella. El padre se veía preocupado, aunque le daba la impresión de que no era la primera vez que le ocurría, pero tenía algo y su novia, estaba claro lo que era, no parecía conectar con la pequeña… claro que podrían ser imaginaciones suyas.

La mañana transcurrió más o menos tranquila y pronto se hicieron las tres. Irene salió a la calle, satisfecha por el trabajo realizado y como primer día y porque básicamente no tenía nada en la nevera, se dijo que iba a dar una vuelta por los restaurantes de la zona y darse un pequeño homenaje. Había alquilado un pequeño apartamento cerca de donde vivía Carmen y por la tarde, cuando ella saliera de trabajar en su oficina, habían quedado para ponerse al día.

El aire marino trajo un olorcillo agradable y no había demasiado jaleo por la playa. Quiso descalzarse y caminar por la arena, algo que pronto haría. El mar se veía tranquilo al fondo y algunos jubilados paseaban por la playa.

Siguió paseando hasta los restaurantes, había varios, que todavía atendían a los españoles que comían tarde, los europeos ya terminaron, así que preguntó a un amable camarero y se sentó en la terraza, entre sol y sombra y con unas vistas maravillosas al mar.

—¿Quiere probar nuestra paella de marisco, señora? —dijo un hombre de unos cincuenta, alto y fuerte.

—Sí, gracias, está bien. Y una copa de vino blanco.

Pronto le sirvieron la copa de vino y unas olivas para esperar y suspiró. No sabía si vivir allí iba a ser demasiado tranquilo, pero de momento, estaba de maravilla. Su madre le envió un mensaje para saber qué tal su primer día y ella le respondió, enviándole una foto del lugar. Ella le prometió visitarle en cuanto tuviera vacaciones.

Le sirvieron la paella y en cuanto Irene probó la primera cucharada, cerró los ojos y se quedó quieta. El camarero se acercó a ella, preocupado.

—¿Está bien? ¿Se encuentra bien?

—Oh, sí, sí. Es que… nunca había probado un arroz tan delicioso.

El hombre se echó a reír.

—Me había asustado. Pensé que lo mismo tenía alergia a algo. Se lo diré a mi hermano, que es el cocinero. Siempre se agradece.

—Pues sí, le puede decir que jamás he probado un arroz tan suelto y con tanto sabor. Acabo de mudarme aquí, y creo que vendré más de una vez —sonrió ella.

El hombre lo agradeció de nuevo y se fue para la cocina. Al poco rato, un hombre, vestido con chaquetilla blanca y gorro de cocinero, se acercó a la mesa.

—Quería saber quién era la persona a la que le había gustado mi arroz —sonrió—, y veo que es usted, Irene.

—Oh, Daniel, pero no me trate de usted, por favor.

—Está bien. Me alegro de que te haya gustado.

—Más que eso, eres un artista de la cocina —dijo ella, haciendo que él titubease—, oh, perdona. Es que me encanta comer, bueno, comer bien, claro, y cuando pruebo algo que es bueno de verdad, me entusiasmo.

—Claro, claro —dijo él con una amplia sonrisa que hizo que a ella le palpitase un poco más fuerte el corazón—, si te gusta el cocido, suelo hacer una vez cada quince días.

—Vendré a menudo, desde luego, aunque ya puedo ir a hacer deporte —rio ella.

—Hay una ruta de senderismo que sube a una ermita. Es todo cuesta arriba, pero el paisaje merece el esfuerzo. Y si te gusta, tienes carril bici.

—De momento no tengo bicicleta, pero probaré la ruta, gracias, Daniel.

—A tu servicio.

El hombre se metió en la cocina e Irene continuó disfrutando de la comida. Qué lástima que estuviera comprometido. Le había parecido un tipo estupendo y encima, cocinero. Todos los buenos estaban pillados.

Se despidió tras una pequeña discusión debido a que no le dejaron pagar por ser su primera comida, pero lo agradeció prometiendo volver.

Se descalzó y caminó por la arena, sintiendo la humedad en sus pies, la suave brisa que revolvía su cabello ondulado y cada vez más convencida de que había tomado la decisión correcta.

16 Février 2023 12:05 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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