Desgranaba el sereno de aquella gélida mañana de mil ochocientos cincuenta, cuando una mujer se dirigía hacia el frondoso y magno árbol de cerezos. Andaba en compañía de sus hijos. Los pequeños ocultaban entre sus manos un par de pétalos congelados.
Con alegría iban a celebrar el cumpleaños de su esposo que reposaba debajo de ellos.
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