En las ciudades y en los pueblos se habla de las orillas y de la periferia, pero sólo aquéllos que vivimos en la última calle sabemos de esa línea delgada que divide la oscuridad de la luz. De aquel lado está la sombra, lo que en la noche se torna desconocido, el monte; de este lado, las farolas, el ruido, las tienditas de la esquina y todo lo que da la certeza de que pertenecemos a algo, a un pueblo, quizás. Mi casa es la última casa de la última calle. En la sala tenemos mi cama y la de mi hermana. Mis papás duermen en otro cuarto, a lado de la cocina. Aquí hay una ventana que, cuando hace calor, mantenemos abierta. Cuando el viento entra por ahí refresca toda la casa y, al estar acostado, hace que uno se cubra con la cobija, en lugar de cerrar la ventana. Un gusto adquirido.
La otra noche escuché ruidos afuera. No es de extrañarse: los perros se pelean, las ratas buscan su agujero. Siempre se escucha algo, pero esta vez fueron pasos. La ventana da hacia el cerro y mi rostro da hacia la ventana. Mis ojos ven hacia la tela contra bichos y por eso pude ver que alguien afuera estaba mirando hacia adentro de la casa, allá en la oscuridad. Era posible verlo porque la luna era una enorme farola. Él no me veía; tenía su mirada perdida; estaba como idiotizado. ¿Qué es lo que quiere ese hombre? Su rostro mostraba una expresión enfermiza, como si se excitara con lo que veía. Estaba sonriendo y mirando a la nada. Pronto se fue. Al día siguiente no quise contar a nadie de todo esto. Pensé que tal vez había sido un sueño. Pero estaba equivocado.
Regresó la noche siguiente. Me incorporé un poco para ver si captaba la atención del vigilante. Pero nada. Él estaba muy atento, observando hacia un punto fijo de la sala. Miré hacia el mismo punto, buscando algo que ameritara su atención, pero sólo había una pared.
Al día siguiente vino mi abuela de visita. Cuando mamá salió a comprar lo de la comida le platiqué lo que había visto.
—Es uno de los hombres que observan —dijo con una tranquilidad casi religiosa.
—¿Y ellos qué? —pregunté.
—Son inofensivos. Pero no los sigas porque te pierdes en el monte. Déjalo que vea lo que quiera. Al rato se va a aburrir y se va, vas a ver.
—¿De dónde vienen?
—Son hombres de la sierra. Los espíritus del monte. No te apures. Son de buena suerte.
La noche que siguió esperé para verlo. Y asistió. Me levanté de la cama y, muy cerca de la tela, lo miré. Mi aliento rebotaba en la trampa contra insectos. Hasta mí llegaba un olor a metal húmedo. Él no me miró.
Ya no podía dormir. Esperaba la noche como quien espera la hora del castigo. El miedo que al principio me inspiró su expresión desorbitada se transformó en un temor diferente. Llegué a pensar que ese hombre podía ver y oír algo que asechaba dentro de mi casa, quizás el diablo o un muerto. Me producía más terror la posibilidad de que el hombre viera algo peor que él mismo; algo o alguien que nadie más veía. El vigilante llegaba cuando el sueño ya había atrapado a todos, menos a mí. ¿Por qué no me miraba? ¿Por qué no ponía sus ojos en mí y me decía, de una vez por todas, lo que ocultaba? Tenía que saber quién era o qué quería.
Hundido en una desesperada incertidumbre, salí de la casa. Cuando estuve a pocos metros de él, cerró los ojos y dio media vuelta. Se echó a caminar dando unas zancadas tan largas que yo empecé a trotar para mantenerme cerca. Los perros empezaron a ladrar. Miré hacia atrás. Las luces del pueblo se alejaban. Él seguía caminando. No pude reconocer por dónde andaba. Las rocas, los árboles, incluso las estrellas eran diferentes. El pueblo quedaba allá, despidiéndome. Él detuvo su paso. Yo también. Me quedé viendo su espalda. Así pasó el tiempo, no sé cuánto. Pensé en todo, en mi familia, en la seguridad de lo conocido, en las atroces palabras de mi abuela. Me maldije por estúpido. ¿Para qué lo había seguido? ¿Qué quería confirmar? Él volteó lentamente su cabeza. Me miró con su inmutable sonrisa y con sus ojos abiertos, inexpresivos. Parecía desafiante, esperando una amenaza, pero en vez de eso lanzó una advertencia muda. No habló, aunque por su expresión supe que se preocupaba por mí. “No me sigas”. Ésa era la frase que volaba entre nuestras miradas, que se posó en mi nariz y predijo que moriría si daba un paso más. Siguió su camino e inmediatamente regresé a casa.
Ha vuelto cada noche. Se para en mi ventana y mira hacia adentro. Pero desde aquella vez, pasa que en ratos lo sorprendo viéndome. Y cuando cruzamos nuestras miradas, inmediatamente posa su vista en la pared. Quizá cuando yo me haya ido de la casa él de verdad se aburra y deje de venir.
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