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Xavier Molina


Esta novela está inspirada en las políticas y acciones que aplican en la actualidad los servicios sociales que dicen proteger a la infancia. En un futuro muy similar al presente, en teoría democrático y progresista, el Estado emplea a los niños para controlar a los ciudadanos. Los Barnavernets constituyen la policía especializada en rescatar a los menores de sus procreadores.


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Noventa y nueve

"Al más pobre de los pobres, hasta a aquel que carece de lo básico, siempre le puedes quitar algo de valor : sus hijos"


La sección primera del escuadrón de barnevernets se dividió en dos columnas antes de iniciar el sigiloso avance por los laterales de la calle. Al final de la misma se suponía que se hallaba la menor secuestrada, en una pequeña casa de dos plantas que nunca habían visto pero cuya simulación tridimensional conocían de memoria.

Con el ascenso por la suave pendiente se iban adentrando en una urbanización de las afueras condenada a desaparecer, asentada en terrenos que en el pasado fueron robados a la montaña. Estaba formada por pequeñas villas unifamiliares de aspecto austero, todas diferentes entre sí, distribuidas sin orden ni lógica, donde dos o tres de ellas se apretujaban como si faltara espacio para dar paso de repente a grandes y largos solares cubiertos de arbustos que anunciaban ventas de parcelas que ya no se iban a llevar a cabo.

Las mayoría de las casas eran de una fealdad extrema. Contaban con dos alturas y escaleras exteriores que unían las dos plantas, además de raquíticos jardines o huertos improductivos y apariencia de haber sido rematadas sin el concurso de un arquitecto, siquiera de un albañil cualificado. Salpicaban sin plan urbanístico los márgenes de carreteras mal asfaltadas — que luego llamaron “calles” — construidas cortando de raíz bosques vírgenes antes de que se excavaran los primeros cimientos y mucho antes de que siquiera existieran los servicios básicos de agua y electricidad. Carreteras que morían como pistas forestales con calzadas de tierra allí donde el terreno se volvía agreste y demasiado empinado para el aprovechamiento humano. La barriada en su conjunto se mostraba sucia, descuidada y decadente.

Algunos árboles sobrevivientes del antiguo bosque talado habían quedado atrapados por las cercas que bordeaban las casas. Al principio los pretendieron rodear de jardines aprovechando la sombra que proyectaban las copas, si bien ahora los escasos terrenos que reservaron para tal fin semejaban trasteros al aire libre donde se acumulaban vehículos y enseres inútiles abandonados. Ni rastro de los parterres, flores o fuentes decorativas que antaño planearon colocar.

Un buen número de viviendas mostraban los estragos del abandono. Tejados hundidos y los cristales de las ventanas rotos, mostrando la orfandad más desvalida. Todas, aun habitadas o esperando ser demolidas, se habían edificado sobre parcelas diminutas con enorme esfuerzo y paciencia por los mismos moradores, humildes trabajadores que les habían dedicado el poco tiempo libre del que dispusieron durante la juventud y madurez, mucho más del que pudieron ofrecer a su familia o a si mismos. Gente ya extinta que levantaba la obra con sus propias manos y la inquebrantable fe de poder disfrutarla los fines de semana. Para cuando la habían terminado se resignaban a poder vivir en ellas una vez jubilados, como una última esperanza que daría sentido final a sus vidas.

Aquellas agrupaciones anárquicas de chalets iban desapareciendo a medida que los constructores morían o se veían forzados a mudarse a la ciudad. Cuando llegaba la vejez se les negaba con premeditada maldad la asistencia sanitaria de proximidad y el transporte público era tan escaso que solo podían resistir los que gozaban de una salud inquebrantable o, a falta de esta, de vehículo propio. Hasta que al fin alguna enfermedad invalidante, con todo su espanto, llamaba a la puerta.

A continuación se producía la renuncia forzada por haber dejado de ser primera residencia. Tampoco era extraña la desaparición física de los propietarios y, ya fuera que una cosa u otra llegaba en primer lugar, en virtud de la Nueva Ley de Protección del Medio Ambiente, las parcelas se expropiaban, los herederos perdían todo derecho sobre las propiedades a cambio de míseras indemnizaciones, las edificaciones eran derruidas, las carreteras arrancadas y los árboles restituidos. Mientras quedara alguien viviendo en la urbanización no se tocaba un ladrillo de lo construido. Se dejaba en cambio que todo se degradara escatimando en el mantenimiento, contemplando con regocijo los apuros de los viejos para seguir viviendo con un mínimo de dignidad.

Las casas vacías colapsaban. Las líneas eléctricas no se reparaban. Los baches volvían impracticables las aceras. Un vendaval arrancaba las tejas que yacían esparcidas por doquier sin visos de ser repuestas. De aquella manera tan cruel, los avejentados habitantes que resistían contemplaban como la ruina los cercaba con la misma rapidez con que su tiempo se agotaba.

Cuando por fin el último vecino moría, aquel que había resistido la más insoportable soledad, se aceleraba la destrucción. En pocos meses todo lo que aun restaba en pie quedaba triturado con maquinaria pesada y sobre la tierra suelta se sembraba la lenta desmemoria de pinos, alcornoques y encinas. Como si nunca hubiera existido.

Tras el borrado se prohibía, sin barreras ni policía ni vigilancia, solo sermoneando de forma incesante a la ciudadanía, el acceso al nuevo bosque alegando respeto al entorno natural y el constante peligro de incendio forestal, esgrimido como una amenaza terrible y abstracta que portarían los visitantes, de alguna manera no descrita, y que en caso de desatarse se cerniría sobre generaciones venideras a las que, de persistir el egoísmo de las actuales, se condenaría a no poseer mas que un recuerdo simbólico de lo que era un bosque. Así el verdor regresaba para ser contemplado en la distancia por los ciudadanos con actitud casi reverencial de manera que el deseo de visitarlo, ya no digamos de disfrutarlo, se convertía en un sentimiento culpable.

A pesar de la cautela con que se movían los barnevernets era imposible no levantar un rumor de botas pisando el suelo, de respiraciones aceleradas, de escudos de color negro mate que rozaban el uniforme con el bamboleo del brazo que los prendía. Cubiertos por un incómodo chaleco antibalas, portando la pistola eléctrica, la porra extensible al cinto y el casco de kevlar con visera abatible, la columna de hombres y mujeres semejaba un ejército medieval dispuesto a asaltar de madrugada un castillo inexpugnable.

De repente el Jefe de Sección alzó el brazo y todos se detuvieron para hincar de inmediato una rodilla en el suelo, conteniendo la respiración. En uno de aquellos chalets, con un breve jardín de tres palmos de ancho que se interponía entre el muro que lo separaba de la calle y la fachada, se acababa de encender una luz. Pudieron ver la silueta masculina de un tipo barrigudo que tras el estor que cubría una ventana del piso inferior se dirigía a la cocina y colocaba un vaso bajo el grifo. Luego lo alzó para beber con tranquilidad en unos segundos que parecieron una eternidad. Al cabo de un rato, saciada la sed, ascendió al primer piso y después de meterse en la cama, apagó por fin la última luz. El Jefe, molesto por la prolongada interrupción, ordenó proseguir el avance.

Aquel tipo de imponderables eran los que más temían los barnevernets. Farolas que iluminaban más de lo deseable. Un perro del cual no habían informado los rastreadores y que con sus ladridos alertaba al vecindario o, aún peor, al criminal. Una simple lámpara abierta en un hogar que iluminara desde la ventana la columna de barnes desvelando la posición, cosas en apariencia insignificantes pero capaces de desbaratar el rescate.

Durante las noches de verano la gente que remoloneaba por las ventanas, terrazas y jardines huyendo del calor de las sábanas se sorprendía con la llegada de los barnevernets, preguntándose asombrados quién se había atrevido a quebrar la confianza que el Estado había delegado en un núcleo conviviente estable para la tutela de un menor. Murmullos que especulaban que los infractores debían ser procreadores puesto que era habitual que aquel tipo de personas actuaran con un egoísmo ya caduco al considerar al niño como un ente que les pertenecía por el solo hecho de guardar relación biológica con el mismo. Aun quedaban muchos procreadores que seguían despreciando todo lo bueno que había traído a la sociedad el Bienestar Supremo del Menor. Que seguían denominándose a sí mismos “padres” o “madres”. Que hablaban de “familia” e “hijos”.

A menudo la gente, aquellos concienciados con la labor de los barnevernets y los valores del Nuevo Sistema, trataba de guiar a los barnevernets hacia el hogar donde sospechaban que se encontraba la víctima y el Jefe, con amabilidad y mucha resignación, les suplicaba silencio y que por favor regresaran al interior de sus viviendas para no entorpecer la labor de rescate, que sabían perfectamente dónde y cómo tenían que actuar.

En otras ocasiones se formaban grupos espontáneos que al encontrarse con los barnevernet aplaudían y vitoreaban destruyendo el factor sorpresa. Tampoco se les podía culpar. La propaganda que los ensalzaba como héroes que salvaban a los niños maltratados, secuestrados o violados se repetía docenas de veces a lo largo del día. No había informativo en televisión o radio que no destacara a diario una heroica intervención en defensa de la infancia por parte del grupo policial. Y si no la había, rememoraban pasados rescates al modo de efemérides, como si no hubiera otras noticias frescas a relatar.

Encontrarse con un barnevernet en la calle provocaba el mismo efecto que tener frente a ti a un personaje famoso. A pesar de la banalidad que ello implicaba, parecía digno de ser mencionado ante terceros. Cualquier ciudadano quería tener uno como amigo, vecino y ya no digamos familiar. En las colas les cedían la posición entre miradas de admiración y cabeceos de asentimiento. Los restaurantes y los bares les invitaban a las consumiciones de menor valor y aunque todas aquellos favores debían ser rechazados, según marcaba el reglamento, no se podía evitar que la vanidad de algunos miembros del cuerpo acabara imponiéndose sobre la exigida humildad. Había barnes que fuera de servicio tardaban más de lo normal en cambiarse a ropa de civil y la mayoría “olvidaba” la insignia del cuerpo colgando del cuello, por fuera de la ropa, como si se tratara de una distracción involuntaria.

No todos los ciudadanos respondían de igual manera. Los negacionistas, los obstruccionistas, los que creían y propagaban teorías conspiracionistas acerca de lo que se hacía con los niños que se les retiraba por incapacidad parental, los que aún se aferraban a un Viejo Sistema que jamás volvería, todos ellos veían en los barnes el brazo ejecutor de un Estado opresor que se habían inventado para justificar su fracaso como procreadores. Decían que la democracia no existía, ni la libertad de prensa, ni el libre albedrío o la protección que brindaba el Estado a los más desfavorecidos. Mucho menos colaboraban en el rescate de menores maltratados, en realidad ayudando a menudo en su ocultación. A pesar de ello nunca retiraban la mano a la hora de recibir subsidios del Estado por cualquier peregrina razón. El mismo que les oprimía y hacía tan infelices.

Después de avanzar pegados a los márgenes de la calle durante unos trescientos metros, encorvados para no sobresalir por encima de los setos y verjas que delimitaban las parcelas, llegaron al pequeño chalet que divisaban por primera vez aunque lo conocieran como si lo hubieran construido ellos. Se encontraba aislado, entre dos descampados donde se acumulaban restos dispersos de materiales para la construcción y montañas de ladrillos abandonados. Allí, si la información recibida era cierta, se debía ocultar la mujer que había secuestrado a la menor tutelada por el Estado. No sabían su nombre ni las motivaciones que la habían conducido a cometer el delito, solo les constaba que sustrajo la niña aprovechando que se le permitía una visita de cuarenta y cinco minutos cada treinta días por parentesco biológico. Un fallo del sistema que a veces expresaba demasiada generosidad hacia los procreadores.

Estaban también informados del nombre de la menor. Se llamaba Aisling. Era el mínimo imprescindible que necesitaban saber por si debían buscarla a gritos.

En el interior de la casa no había luces ni se percibía movimiento alguno. Tampoco parecía una propiedad abandonada. No estaba demasiado deteriorada, la puerta no acumulaba correspondencia y la acera permanecía bastante limpia, señales que indicaban que allí aún vivía alguien. Era noche cerrada aunque tras el perfil de las colinas en las que se encaramaba la urbanización ya se percibiera la tímida claridad del sol naciente. Se ordenó a los miembros del escuadrón que se ocultaran en las sombras, a esperar. Advirtió, moviendo las manos suavemente de arriba a abajo, con las palmas vueltas hacia el suelo, que el asalto tardaría en producirse.

Era el peor momento para Eamon. La espera. La tediosa espera. Hubiera preferido lanzarse de inmediato al rescate ahora que la adrenalina hacía palpitar las sienes. En lugar de eso se sentó en el suelo resignado, encogiendo la pierna para evitar que quedara en una zona iluminada. Ajustó el barboquejo, tocó la empuñadura de la porra extensible que colgaba del cinturón y comprobó que la pistola eléctrica estaba conectada. Luego deslizó con cuidado el brazo fuera de las correas de cuero del escudo de policarbonato para dejarlo apoyado contra la pared de piedra que tenía a su espalda comprobando que no se largara rodando calle abajo ayudado por la suave pendiente. Miró entonces hacia atrás.

A lo lejos, en el solar desde el que habían iniciado la marcha, iluminado por una solitaria farola de luz amarillenta rodeada de un enjambre de insectos, se encontraba aparcado el vehículo acorazado con ruedas de tractor en el que se había desplazado el escuadrón y a su lado, insignificantes, los dos funcionarios de Gaia dispuestos a intervenir en cuanto el niño fuera rescatado. Habían llegado al lugar por sus propios medios. El hombre y la mujer, pues el equipo psicosocial de intervención siempre estaba formado por personas de sexo biológico opuesto, vestían una muy inapropiada bata blanca que parecía brillar en la noche. De repente, en el justo instante en que Eamon los miraba, como si los hubiera movido con la mente, comenzaron a ascender con parsimonia en dirección a la posición que ocupaban la sección. Era probable que los policías se vieran obligados a esperar con impaciencia a que alcanzaran el lugar para iniciar la operación de rescate. Se necesitaba el visto bueno de la Gaia para todo, hasta para ir al baño. Los funcionarios anduvieron el camino con la calma de un paseo.

Mientras alcanzaban la posición, Eamon fue posando la vista en los compañeros. No podía ver los rostros ocultos tras la impenetrable visera del casco, ni los sentimientos que reflejaban. Algunos, de cuclillas, mantenían el equilibrio apoyando el borde inferior del escudo contra el suelo, dispuestos a dar un brinco en cuanto el Jefe lo indicara. Eamon sabía que eran novatos, si bien no ridiculizaba su conducta. En realidad los utilizaría para reconstituir la postura de asalto en cuanto iniciaran cualquier movimiento sin tener que estar mirando hacia el Jefe de forma constante.

Los veteranos yacían sentados como él, imaginaba que ensimismados en cualquier pensamiento, cercano o lejano, o tal vez somnolientos. Atendían de reojo y solo de vez en cuando al sargento por si hacía algún movimiento. Hubieran deseado disponer de un sistema de radio con el que recibir las órdenes pero en lugar de ello se seguía prefiriendo el viejo sistema de gestos militares, empleando los brazos y las manos, herencia de los antiguos escuadrones de caballería de la policía de los cuales procedían los barnevernets. Absurdas tradiciones justificadas en que ninguna escucha electrónica desbaratara la operación, como si aquellos infelices, asustados, irreflexivos y llenos de odio que robaban niños, fueran capaces de tal cosa.

Aquella iba a ser la intervención número cien de Eamon. Ello no suponía ni haber superado una marca mágica ni reconocimiento de ningún tipo, salvo la experiencia acumulada en los noventa y nueve rescates anteriores. Un número redondo, eso era todo. Vivir tantas actuaciones no había resquebrajado su fe en el sistema. Al contrario. Le habían preparado tanto para cumplir su labor como para prever flaquezas en la fe. "Te dirán que...", "al cabo del tiempo creerás que..." y las dudas, expuestas por los psicólogos de Gaia antes de que se produjeran, eran resueltas explicando que se trataba de sugestiones que debían solucionarse con protocolos muy concretos, sin dejarse engañar por los sentidos. Lo que veían no era real, necesitaba ser interpretado a través del análisis de la psicología tal y como la Gaia enseñaba, siguiendo en todo momento los dictados del Bienestar Supremo del Menor.

Era comprensible que cualquier barnevernet se sintiera abrumado por las experiencias vividas. Eran humanos y si no hubieran contado con preparación psicológica para sobre llevar las situaciones extremas se habrían derrumbado. Los gritos, el desespero que se reflejaba en los rostros de los menores y los captores, la lucha por fundirse en un último abrazo que debían separar para regresar al menor a un entorno seguro, eran situaciones que los barnevernets debían manejar sin vacilar. No podían surgir dudas en aquellos tensos instantes, hubiera podido ser peligroso para el menor. Los captores podían confundir a los rescatadores y en un momento de indecisión de los mismos, quitar la vida al niño. No era algo fuera de lo común, en especial cuando se sentían acorralados. Por ello los barnes aprendían a no dejarse engañar por las apariencias, ni por las súplicas o por razonamientos de cualquier tiempo. Eran entrenados para realizar con eficacia y sin dilación el rescate. Localizar, neutralizar y extraer en el menor tiempo posible. Eso era todo.

La Gaia explicaba que si el menor lloraba y pataleaba pidiendo regresar a los brazos de su captor era debido a que sufrían secuestro emocional, el cual subvertía el auténtico rol del criminal que los había capturado.

La Gaia también decía que era posible querer, que se podía amar a quien te había secuestrado. Incluso a quien te maltrataba. Se justificaba como una defensa con la que el menor intentaba protegerse de la ira del captor.

Tampoco se debía hacer caso a nada de lo que verbalizaran los menores. Mentían. Eran inducidos a ello. Por muy horrible que fuera lo que dijeran acerca del lugar a donde iban a ser retornados, no se les debía prestar atención. Podían ser muy convincentes, así que se debía tener cuidado en no caer en semejantes trampas.

Si una desconsolada tristeza parecía invadir al menor al instante siguiente al rescate era importante llevarlo inmediatamente a los funcionarios de la Gaia que sabrían cómo tratarlo. En caso de que aquello no fuera posible porque los funcionarios no estaban presentes — a veces ocurría, en rescates con inminente peligro que no admitía demora — los barnevernets debían suministrar al menor la medicación a la que estaba habituado hasta el momento en que el secuestro la interrumpió, o si no estaban siendo medicados, algún sedante. El perceptible decaimiento de algunas víctimas — parecido pero no igual a ese sentimiento que llamamos tristeza — se debía a un síndrome de abstinencia leve, eso era todo. Para los que recibían el sedante, se trataba de disminuir el nerviosismo y la ansiedad. En realidad todos eran felices por ser rescatados, solo que todavía no lo asimilaban.

En la práctica no había ninguna situación que no hubiera sido protocolizada hasta el más mínimo detalle. Cada reacción del niño o del criminal, cada cosa que pudiera ocurrir, por muy inverosímil que pareciera, ya había sido prevista por los equipos psicológicos de Gaia y redactada la manera en que los barnevernets debían responder, pautada de forma perfecta en un manual que se les obligaba a memorizar pero que muchos llevaban siempre encima.

Se trataba de un libro diminuto, a modo de breviario, con las cubiertas de plástico flexible, encuadernación barata, el cual tras una decena de intervenciones y por estar guardado en un bolsillo del pantalón militar, olvidado a veces al lavarlo, se solía encontrar en un estado lamentable y prácticamente ilegible. Cuando surgía una duda los barnevernets solían palparlo a través de la tela como si el contenido pudiera leerse a través de la punta de los dedos. Si juraban cualquier cosa, aunque fuera intrascendente, instintivamente llevaban la mano en un gesto breve y rápido hacia el librito, allá donde lo guardaran, indicando que el juramento era sagrado. Lo mismo hacían, para infundirse valor y desearse suerte, cuando iniciaban un rescate. Lo llamaban BSM, acrónimo de Bienestar Supremo del Menor, aunque en realidad no contuviera dicha Ley, solo una enumeración de situaciones posibles a las que se enfrentarían los policías resueltas en la línea siguiente de una manera que no provocara duda alguna.

No obstante el BSM no era capaz de solucionar los conflictos éticos de los barnes, sobre todo cuando se mezclaban con los personales. Era difícil no proyectar en aquellos niños desvalidos a tus propios hijos o empatizar demasiado con disputados divorcios donde el litigio se centraba en un menor que uno de los procreadores se había llevado considerándolo suyo. Los barnes se divorciaban igual que cualquier otro núcleo conviviente y por supuesto también poseían descendencia. Para tratar estos asuntos más delicados los policías contaban con soporte psicológico continuo desde la misma Gaia, aunque muchos de ellos estimaban que tal ayuda estaba en realidad más orientada a la vigilancia dogmática. Reuniones que se presumían pacíficas entre barnes y psicólogos habían acabado en altercados graves cuando los resultados de los tests se exponían como si el policía implicado estuviera a punto de perder la razón y a este, tal absurdo diagnóstico, le hubiera parecido merecedor de desenfundar la pistola eléctrica.

Eamon nunca se cuestionó el objetivo de su trabajo. Tenía claro que los menores necesitaban ser protegidos. A menudo recordaba con emoción los rescates de menores sucios, temblorosos, llorando de felicidad por, según la interpretación del BSM, poder escapar del encierro al que habían sido condenados. Nadie le podía decir que su labor era inútil o que carecía de un propósito noble.

Estar orgulloso del trabajo que desempeñaba no implicaba que Eamon no se hiciera preguntas sobre la táctica. Le costaba entender el exagerado despliegue que se llevaba a cabo en operaciones de rescate que representaban nula peligrosidad. Con las actuaciones contra los pederastas lo entendía. También cuando se dirigían a pueblos o barriadas con un porcentaje elevado de obstruccionistas. No en vano para tratar con gente tan peligrosa se había formado un grupo de élite que en teoría estaba englobado en el cuerpo de barnevernets pero que en la práctica poseía cuarteles separados y realizaban los asaltos con armas de fuego en lugar de la panoplia intimidante pero hasta cierto punto inocua que empleaba el escuadrón de Eamon.

Aquel día los catorce integrantes de la primera sección del escuadrón iban armados de chalecos antibalas, armas eléctricas, escudos, porras y cascos, además de haber sido conducidos hasta el lugar a bordo de un vehículo acorazado de seis ruedas dotado de cañón de agua, inservible e inútil, pero conservado para dar la apariencia de operatividad. Costaba trabajo averiguar en la distancia si se trataba de la enorme boquilla de una manguera o de una ametralladora pesada. Mientras no escupiera agua, y desde luego no podía, la duda atemorizaba a los delincuentes.

Sobre sus cabezas, a seiscientos metros de altura, un pequeño y silencioso dirigible de helio con la panza pintada de negro, equipado de cámaras de alta resolución, apuntaba hacia la casa objeto del asalto. Los cuatro motores silenciosos colocados en las esquinas del aparato emitían inaudibles chorros de aire para mantener la perfecta perpendicularidad en lucha contra la brisa nocturna.

En tierra el sargento miraba la pantalla donde recibía la imagen infrarroja que le llegaba del cenit. Veía las manchas redondeadas rojizas con los bordes violetas, una por cada miembro del escuadrón. Las farolas dejaban una mancha difusa de color amarillento. El resto era azul oscuro casi negro, frío y muerto.

Superponiendo sobre la imagen cenital el mapa de la urbanización, el sargento comprobó que de la casa no escapaba ni un aliento de calor comprendido entre los treinta y cinco y los cuarenta grados.

Eamon no dejaba de preguntarse si todo aquello era necesario para una sola mujer que había huido con su descendiente biológico. En la reunión previa realizada en la Sala de Estrategia uno de los novatos había expresado la misma duda en voz alta. Porque era eso, un novato. El resto de veteranos puso los ojos en blanco apretando la espalda contra el respaldo de la silla, esperando que el sargento fuera benévolo con su paciencia. Estaban hartos de escuchar la misma historia que siempre desgranaba cuando escuchaba cualquier palabra que sonara a "exagerado", "desproporcionado" o "innecesario". Por desgracia, no fue así.

Había sucedido en el pasado, cuando la Gaia aún no se había fundado y mucho menos el cuerpo de barnevernets. En aquel entonces eran los jueces los que decidían el futuro de los menores, generalmente cuando el daño ya estaba hecho y los Servicio Sociales, poblados de funcionarios escaqueados, tenían la responsabilidad de vigilar y actuar, casi siempre de forma muy torpe. Los niños eran secuestrados. Los niños eran violados. Los niños morían a veces a manos de sus secuestradores, de sus propios procreadores, sin que nada o nadie hubiera previsto la forma de evitar, siquiera prevenir, tales salvajadas. Era cierto que los valientes psicólogos luchaban para solucionar todas aquellas terribles situaciones pero en aquel tiempo aún se encontraban maniatados por el Viejo Sistema.

Un delator anónimo había avisado a Servicios Sociales que una niña se encontraba en un puesto ambulante en horario escolar. Jugaba tras el tablero improvisado a modo de mostrador donde los padres de etnia gitana vendían ropa de segunda mano. Sucia y con el vestido roto, añadió el informante con maledicencia cuando encontró cierta renuencia – más bien pereza — al otro lado de la línea telefónica.

Un par de funcionarios se personaron. Se dio la circunstancia que aquel día encontraron de guardia a seres comprometidos con su deber hasta el extremismo, de esos que lloran apenados cuando ven a niños desnutridos en el noticiero de la televisión de la noche mientras largan una bolsa de patatas fritas a sus hijos a modo de nutritiva cena.

Primero informaron a los padres de que una ley obligaba a escolarizar a los menores. Éstos, concentrados en atender a las compradoras, primero alegaron molestos que la niña estaba enferma y luego, cuando se les indicó que si tal era la causa del absentismo escolar aquel no era el mejor de los sitios para sanar, que una súbita recuperación les había puesto en el brete de llevarla a escuela a media mañana o traerla al trabajo. La insistencia empezó a irritar a los procreadores que en algún momento argumentaron que las leyes de los payos, para el pueblo romaní, eran de cumplimiento optativo y que de no largarse en breve iban a llamar a toda su familia para explicarles lo que de verdad pensaban sobre "su preocupación" y la manera en que los de su raza "despreocupaban" a los entrometidos.

De forma prudente se retiraron preguntándose qué podían hacer. Frustrados por su propia cobardía se refugiaron en un portal cercano, a salvo de la riada de compradores, y desde allí siguieron de hurtadillas a la niña con mirada insistente, como si fueran depredadores, intercambiándose entre ellos la inquietud que les embargaba.

No parecía enferma y además los clientes del improvisado puestecillo la saludaban por su nombre, como si fuera una vieja conocida. No debía ser la primera vez que se ausentaba de la escuela. Los funcionarios se fueron impacientando. Inquirieron a un transeúnte a qué hora finalizaba el mercadillo y éste largó un "ahora mismo" antes de desaparecer en el gentío.

Vislumbraron entonces en la distancia dos guardias municipales que iban advirtiendo de forma amable a los vendedores que en breve debían desmontar los tinglados para que las brigadas de limpieza adecentaran la calle. Por alguna razón insensata pensaron que aquellos dos hombres que bromeaban con los que regentaban las paradas podrían ser aliados. Decidieron actuar por su cuenta. Podrían haber esperado al día siguiente, averiguar el nombre de la niña, personarse en la escuela, entrevistar a los vecinos, asegurarse en definitiva de conocer la verdad. En lugar de empezar un fatigoso expediente, envalentonados por la cercana presencia de la pareja policial, cegados por la soberbia, se dirigieron de nuevo hacia el puesto.

En el justo momento en que la patrulla saludaba cordialmente al gitano y señalaba con el dedo índice la esfera del reloj de muñeca, los funcionarios exigieron llevarse a la niña. Los procreadores se negaron ofendidos por la desfachatez de la petición, por muy respaldada que estuviera por la Ley. Se produjo un intercambio de gritos entre las miradas asombradas de los compradores que una vez entendieron de qué iba aquello apoyaron de forma rotunda a los vendedores porque era más fácil empatizar con ellos que con dos personajes que derrochaban arrogancia.

Uno de los funcionarios “ordenó” a la patrulla que actuara y éstos, que habían permanecido hasta el momento en silencio, lo miraron de una manera menos amable que la dispensada a los vendedores. Le indicaron que aquel no era horario escolar y el funcionario replicó que la menor llevaba allí desde hacía horas, saltándose las clases. El policía miró a la niña, preguntó la edad y cuando la madre respondió que cinco años, soltó con desdén que "seguro, se habrá perdido trigonometría". La gente que hacía corrillo alrededor se empezó a carcajear. El gitano agradeció el apoyo de la patrulla y envalentonado conminó a los dos hombres a que se largaran por donde habían venido. Para mostrar que iba en serio adelantó el cuerpo en dirección a ellos y uno de los policías, temiendo que aquello se convirtiera en algo físico, interpuso el brazo para evitar males mayores mientras movía la cabeza en gesto de negación.

Aprovechando la confusión el otro funcionario se deslizó hacia la parte de atrás del tendal para agarrar por la muñeca a la niña prometiendo que la iba a llevar a un lugar donde había muchos caramelos. Ella, acostumbrada a tratar con desconocidos que le dedicaban carantoñas y le solían traer pequeños regalos, no receló. A escondidas, con la complicidad de la menor que creía que todo era un juego, aprovechando que su compañero concentraba la atención, la llevó hasta el vehículo que estaba aparcado en una calle aledaña.

La patrulla, calmados los ánimos, continuaron con la ronda aconsejando con expresión severa al funcionario que pusiera distancia con aquella gente tan enfadada lo antes posible. Luego doblaron la esquina y el hombre empezó a recular sin atreverse a dar la espalda. Acababa de ver, antes que nadie, que la niña había desaparecido y que los procreadores estaban a punto de percatarse. Se encontraba todavía demasiado cerca y empezó a sudar copiosamente.

Tal y como temía, al darse cuenta de la ausencia de la niña, explotaron en un tremendo jaleo, alzando los brazos y chillando que aquellos payos habían robado a su niña. La masa de gente aún sin disolver del anterior tumulto, de nuevo enfurecida, empezó a rodear al solitario funcionario y éste no tuvo otra ocurrencia que intentar escapar por un hueco sin esperanza del anillo de miradas de odio que le rodeaba.

Fue un recorrido realmente corto. Una vez lo zancadillearon, o cayó por su misma torpeza, la turba pateó el cuerpo del hombre bajo acusaciones de secuestrador y pedófilo. Tal vez, si le hubieran dado una oportunidad, habría confesado el paradero. Ni eso le permitieron. Reducido en un instante a a un picadillo de carne sanguinolenta, la gente ya buscaba al "otro" que sería, y no se equivocaban, quien había raptado a la niña.

Ignorando el destino del compañero, acomodaba a la niña en el asiento trasero con cuidado, sobre una silla especial para el transporte de menores que siempre llevaba en el maletero por si se daba una circunstancia como aquella. Le contaba un cuento de un parque lleno de niños y golosinas y la niña, confiada, balanceaba las piernas deseando marchar al paraíso prometido. Si hubiera prescindido de la seguridad vial y de la fábula tal vez se habría podido salvar. Por la esquina apareció la riada de gente y al tipo, que estaba intentando arrancar el coche, le entró un temblor que le impidió siquiera encajar la llave. En un segundo se vio rodeado por una manada que llamaba a la secuestrada con palabras amorosas mientras zarandeaban el coche destrozando los cristales del vehículo ante la imposibilidad de abrir las puertas. Extrajeron con cuidado a la ahora llorosa y asustada niña, que voló de brazo en brazo hasta llegar a los procreadores y luego hicieron lo mismo, ya sin miramientos, con el tipo paralizado de miedo y que con el rostro destrozado fue extraído por un hueco indecentemente pequeño del parabrisas.

También lo patearon con tal saña que permaneció casi un año hospitalizado, como si la paliza hubiera sido calculada de forma milimétrica a modo de recordatorio, cuando lo fácil habría sido matarlo. Los otros funcionarios, los perezosos, los que creían que la intervención había sido una temeridad, visitaron al par de infortunados en el hospital durante un año entero, hasta que los médicos, anunciando que nunca se recuperarían, ni física ni mentalmente, no tuvieron más remedio que firmar la jubilación de ambos por gran invalidez. Las visitas, protocolarias y breves, no fueron en balde. En lugar de infundirles valor, a considerar que la protección de los niños merecía cualquier sacrificio, les sirvió para que no olvidaran jamás lo que ocurre a aquellos que toman una iniciativa en apariencia legítima pero sin los medios adecuados ni calibrar contra quién se aplicaba. La paliza en realidad afianzó su intención de seguir vegetando en el puesto de trabajo tal y como habían hecho hasta ese momento, sin alardes heroicos ni los problemas que se derivan de estos.

Nunca se volvieron a tener noticias de aquel puesto ambulante ni de la niña sin escolarizar. Los que patearon a los hombres, al haber actuado en masa y sin testigos ni cámaras que recogieran el crimen, quedaron impunes. Aquella vez la Justicia no pudo amedrentar ni dividir a la masa enviando notificaciones individualizadas. Un tipo que recibe una notificación judicial es un tipo asustado al que se aísla y deja solo. Muchos tipos a los que no se puede notificar resulta en una Justicia que da el caso por sobreseído, por muy flagrante que sea el delito cometido.

Cabía añadir, como un epílogo que el Jefe parecía haber olvidado pero que por irónico merecía ser escrito, que cuando un ciudadano anónimo delataba a niños gitanos, o de cualquier etnia o grupo social que se rigiera por sus propias leyes, estuvieran en igual o peor condición que aquella niña del mercadillo, una repentina desidia atacaba a los siempre eficaces servicios sociales, lo suficientemente prolongada para que el mercadillo ambulante se trasladara a otro pueblo o ciudad y con él, el problema.

Por fin llegaron los funcionarios de Gaia. Sudando y resoplando, como si hubieran corrido la maratón. Se quedaron estáticos, en medio de la calle, con sus destellantes batas blancas, tratando de recuperar el resuello, despreciando el camuflaje del escuadrón. Igual que marcianos que hubieran aterrizado en un escenario que les fuera ajeno.

El Jefe los miró y cabeceó. No sentía gran aprecio por ellos y cuando cometían estupideces como aquella, todavía menos. Envió con un gesto apremiante a un barne a que los metiera a empellones en un lugar de la calle donde no se les viera. Tal vez no advirtió que lo hiciera con amabilidad. Es difícil expresarlo sin palabras pero se da por supuesto. A pesar de ello el expeditivo barne encargado de la tarea no fue censurado por la brusquedad empleada. De paso, que le dijeran si debían iniciar el asalto o esperar aún más. El barne, tras aventarlos como si fueran objetos inanimados, con una sonrisa de satisfacción, hizo un gesto afirmativo. Por fin se iniciaba el asalto.

A un gesto del Jefe, el Ingeniero del escuadrón apuntó el receptor de infrarrojos hacia las ventanas de la casa. Era un artefacto con forma de tubo que se apuntaba como un fusil, solo que en lugar de disparar proyectiles captaba el calor que desprendían los seres vivos. El dirigible no había mostrado ninguna traza sospechosa desde el aire por lo que se necesitaba un detector más cercano y unidireccional. Tal vez dormían al amparo de una estructura que impedía la detección desde el aire.

Cualquier abertura de la vivienda podía delatar un ser vivo que se hallara en el interior. La temperatura medida permitía diferenciar de qué se trataba. La de los perros se situaba entre los treinta y siete y los treinta y nueve grados. Las aves enjauladas se movían entre los cuarenta y los cuarenta dos grados. De la fauna doméstica corriente, aunque en este caso no consentida, solo los ratones mostraban una temperatura similar a la humana. Una rejilla de ventilación, una ventana entreabierta, hasta una juntura pobremente sellada de la fachada servía para radiografiar el interior térmico de la vivienda y saber hacia dónde se debían dirigir para minimizar los daños al menor. Cada minuto que se demorara el rescate las posibilidad de que el secuestrador le hiciera daño aumentaba de forma exponencial.

Si el receptor de infrarrojos no funcionaba podían emplear sensores acústicos adosados a las paredes exteriores, capaces incluso de detectar la respiración humana. Trataban de evitarlos. Acercarse demasiado podría ser interpretado como un allanamiento de morada cometido sin permiso judicial. Un error que encantaba a los abogados que defendían a los criminales si para adherir el micrófono los barnes debían rebasar alguna verja o límite no definido de la propiedad. Pero aquella no era la única razón. La razón verdadera para evitarlos era que solo se permitía asaltar una vivienda sin mediar el permiso de un juez si el menor se hallaba en peligro inminente. Si en ese momento no estaba a punto de ser asesinado, ni se le estaba maltratando, ni chillaba o ni siquiera lloraba, la grabación sonora de un sueño plácido habría destruido la coartada de la Gaia para intervenir sin refrendo judicial. Por el contrario, una imagen térmica, de contornos indefinidos, podía ser explicada como conviniera.

El sensor de infrarrojos barrió las ventanas del piso superior. Nada. Luego, despacio, pasó a la planta inferior. El barne detuvo el enfoque del cañón en cada una de las ventanas durante dos minutos y otro periodo igual en la puerta. Tampoco nada. Cabeceó una negativa hacia el Jefe. El gesto fue captado por los expectantes compañeros y la frustración recorrió las filas. Aflojaron las piernas y los hombros, propagándose un rumor silencioso de desánimo.

El Jefe colocó la mano desnuda frente al sensor para comprobar que funcionaba. La pantalla se tiñó de un rojo furioso. Luego se apartó para reguardarse con un movimiento rápido, hasta cierto punto ridículo, tras un poste eléctrico, como si temiera que le fueran a disparar desde el interior de la casa. Extrajo del bolsillo un plano de la vivienda y localizó el dormitorio de la planta inferior para luego indicar al ingeniero que enfocara constantemente hacia allí. Transcurrieron cinco interminables minutos. Ya iban a abandonar, seguros de que allí no había nadie, cuando de repente en la pantalla del visor apareció una pequeña mancha rojiza, alargada, diminuta, insignificante. Se desvaneció en un instante.

— Un ratón. —susurró el ingeniero.

El Jefe miró la pantalla y retrocedió la grabación. La traza de calor había durado tres segundos exactos. Reprodujo la secuencia a un sexto de la velocidad normal. El borrón anaranjado surgía de la nada y permanecía inmóvil. Al cabo de un segundo se hizo algo más grande, no mucho más, para luego desaparecer.

El Jefe miró a su alrededor, hacia las copas de los pinos cuyos troncos se inclinaban sobre la calzada apoyados en el filo del muro de contención como si este hubiera detenido un avance inexorable. Se acababa de levantar una brisa que agitaba suavemente las ramas de los árboles. En la forma que había adquirido el trazo de calor había creído adivinar alguna parte de un cuerpo humano tendido sobre una cama. Casi hubiera jurado que se trataba de la suave curva de un muslo femenino. A continuación revisó los datos recibidos desde el dirigible cenital y los sincronizó en el tiempo con la breve aparición. En el justo momento en que la mancha de calor se había mostrado de forma fugaz una inesperada ráfaga viento había forzado a los servomotores del silencioso motor de aire a re situar el dirigible sobre la vertical de la casa.

— Han colgado toallas empapadas en agua helada en la ventana. Cuando ha soplado el viento las ha movido y el sensor ha captado el calor. — musitó con satisfacción — Están ahí. — aseguró dando dos palmadas en el hombro del Ingeniero mientras hacia un gesto para que dos barnes, equipados con un pequeño ariete, se adelantaran a derribar la puerta.

A la vista del ariete avanzando desde el final de la columna hacia la cabecera el resto de barnes, sin esperar la orden, se recompusieron. Eamon prendió de nuevo el escudo al antebrazo y arrodillando una de sus piernas tensó la otra contra el suelo para salir disparado en cuando empezara el asalto. La adrenalina volvió a fluir.

El Jefe se acercó a la puerta, hasta una proximidad casi íntima con un interior invisible. Parecía que iba a hablar con alguien apostado de la misma manera al otro lado de la madera. Cuando los barnes del ariete ya habían apuntado a la cerradura hizo un gesto con la mano para que estuvieran a punto.

— ¡Barnevernet! ¡Abran la puerta de inmediato! — gritó y su voz resonó en el silencio de la madrugada como un cañonazo.

Esperó treinta segundos a que respondieran, según marcaba el protocolo. Silencio. Miró hacia atrás. Comprobó que sus hombres estaban listos para el asalto. Los de la Gaia observaban expectantes desde una retaguardia segura. En algunas casas próximas se abrían luces. En breve se asomarían los vecinos, todavía aturdidos por el sueño. Un perro ladró, sorprendido por el grito. Se levantaron voces lejanas en la urbanización. El experimentado oído del Jefe captaba un rumor en el interior de la casa. Imaginaba a la secuestradora vistiendo a la menor, rogándole silencio, tratando de escabullirse por la parte de atrás. Todo sería inútil. Había apostado tres hombres al otro lado a pesar de que no había salida alguna por la parte trasera. Aún así temía que trataran de saltar por una de las ventanas de la parte posterior. Cerró los ojos y tragó saliva imaginando que la menor se hacía daño al caer. Malditos treinta segundos. Malditos protocolos. ¿De qué servía tanta cháchara sobre el daño que el captor podía infringir al menor si se le daban treinta segundos de margen? Estúpida Gaia con sus estúpidas contradicciones. Veintiocho. Veintinueve. "¡Entramos!¡Apártense de la puerta!".

El ariete golpeó la puerta con tal fuerza que ésta cayó a plomo hacia el interior de la vivienda, arrancando las bisagras y parte de los listones del marco. Una de esas puertas de contrachapado, igual de barata que el resto de la vivienda.

Entraron los cuatro primeros barne desenfundando las pistolas eléctricas y cantando a gritos las posiciones que ocupaban mientras desde atrás un potente foco portátil iluminaba el interior. Al fondo del pasillo de la planta baja, bajo el marco de la puerta que conducía a la cocina, una mujer de mediana edad en pijama, descalza, pálida y asustada, sujetaba en sus brazos a una niña de unos tres años que daba la espalda a los policías y que se aferraba a la secuestradora con la fuerza con que algunas crías de primates quedan soldadas a las madres. La luz las había cegado y solo los perfiles oscuros y sin detalles de los barnes que las asaltaban permitían un descanso a las doloridas pupilas.

Ambas permanecían inmóviles y lo mismo hicieron los barne así allanaron el vestíbulo. Unos frente a otras, detenidos en el tiempo. Cuando comprobó que iba desarmada, que no blandía ningún cuchillo ni amenazaba con dañar a la menor, el Jefe ordenó al barne que grababa la escena que dejara de hacerlo. Si la mujer tampoco se iba a resistir el vídeo no poseía gran valor para la Gaia . Era mejor que el juez no tuviera acceso a un vídeo que solo mostrara violencia por parte de los barnevernets en caso de que el asalto se judicializara. Prefería decir que la cámara se había averiado antes que negar al tribunal la existencia del archivo con la filmación. Ya había mentido demasiadas veces y solía hacerlo bastante mal.

— Tranquila, no te vamos a hacer nada — susurró el Jefe —, deja a la niña en el suelo...Ven, cariño, ven con nosotros — se dirigió hacia la menor aprovechando que esta había girado la cara para mirar a los intrusos aunque era improbable que las dulces palabras de un hombre enfundando en una armadura negra la motivaran a separarse de la secuestradora. No se movió un ápice, excepto para retirar el rostro y clavarlo en el hombro de la mujer a la que se agarró aún con más fuerza, como si aquel fuera un lugar cálido y seguro donde cobijarse.

Eamon permanecía fuera, con el resto del escuadrón, a la espera de órdenes. Si el grupo de cabeza hubiera avanzado por el interior de la casa su misión habría sido ocupar la estancias de la planta inferior que le habían asignado hasta encontrar al menor secuestrado. De momento esperaba algún avance de los que le precedían.

Aquella vez le había correspondido cocina. A veces los secuestradores escondían a los niños, si estos eran muy pequeños, en los armarios del menaje pidiéndoles que ni hicieran ruido ni se movieran. Pero si disponían de tiempo y la suficiente pericia, creaban escondrijos aptos para menores de cualquier edad. Podían ser dobles fondos, el hueco de una escalera, una habitación cuya entrada se había ocultado tras una estantería o incluso una caja estanca enterrada en el jardín. ¿Qué pretendían? Si los barne no los encontraban y los secuestradores callaban la localización de la madriguera, el menor no podría sobrevivir por si solo. No era extraño que los niños, atemorizados por el secuestrador, permanecieran en silencio aunque tuvieran miedo, sed, hambre o frío y pese a escuchar a los barnes suplicándoles a gritos que revelaran dónde se ocultaban.

Cuando la vivienda contaba con sótano era el primer lugar donde los barnes buscaban. Los criminales estaban dominados por la falsa sensación de que podían disimular el acceso y negar la existencia del mismo. A pesar de que no hubiera planos de la construcción el escuadrón contaba con sensores sísmicos y acústicos que eran capaces de detectar el latido de un corazón o el roce de una mano con algún objeto aunque se produjera a diez metros de profundidad. Pero la tecnología a veces fallaba o los escondites estaban hechos con tal maestría que era imposible hallarlos a menos que se movilizara maquinaria pesada para excavar la zona o el secuestrador confesara mostrando por fin algo de piedad. En contadas ocasiones, a pesar de todos los esfuerzos, el hallazgo del menor solo servía para certificar el fallecimiento. Asquerosos asesinos. Pensar en todo lo malo, en todo lo que podía fallar, seguía provocando que Eamon sintiera una angustia que los noventa y nueve asaltos previos, todos coronados por el éxito, no conseguían mitigar.

Ahora no sabía muy bien qué ocurría. Si el protocolo se estaba cumpliendo la procreadora habría sido localizada e inmovilizada. A veces hasta se conseguía reducirlos apelando a la sensatez. La simple presencia de los barnes, con su indumentaria militar excesiva, convencía a los delincuentes de que la resistencia era en vano. Que aquel era el final de la escapada. La mayoría, movidos por un residuo de instinto protector, antes que una lucha pudiera dañar a los niños preferían entregarlos dócilmente. Por desgracia no todos llegaban a la misma conclusión.

El silencio que emanaba de la casa era reconfortante y Eamon, confiado, relajó la postura. Sintió entonces la mano firme de alguien que le agarraba por el hombro para apartarlo de malas maneras. Dio un respingo. Los dos funcionarios de la Gaia se abrían paso entre los barnes como si su presencia les molestara. Sin siquiera dirigir una petición amable o educada. Cuando cruzaron el umbral de la puerta empezó el griterío dentro de la casa.

Eamon no sabía muy bien por qué se había roto la paz pero desenfundó la porra y levantó el pequeño escudo circular. Aguzó el oído. Oía una voz femenina negándose a entregar la niña a "ellos". Era consciente de la capacidad enervante que poseía la gente de la Gaia, de manera que no se extrañó. Siempre suspicaces, siempre mostrando desconfianza hacia los procedimientos de los barnes que ellos mismos habían condicionado y nula empatía siquiera para disimular que las promesas hechas a los criminales se debían mantener al menos lo que durara la cesión del menor. Nadie del cuerpo policial los soportaba, por muy concienciado que estuvieras con la labor desempeñada. Cualquier otro tipo de aprecio hacia ellos hubiera estado en contra de la lógica.

Después del escándalo verbal se produjo un fuerte forcejeo, golpes, caída de muebles. Se luchó, durante unos breves instantes. De repente todo se calmó. Debían estar esposando a la mujer porque su voz sonaba asfixiada, en el suelo, aplastada bajo el peso de algún barne.

Al cabo de unos segundos aparecieron por la puerta los funcionarios de la Gaia. Despeinados, con el rostro descompuesto, contemplados con menosprecio invisible por los barnes que tras la opaca visera podían expresar cualquier emoción de forma anónima.

La funcionaria había envuelto a la niña en una especie de toalla gruesa blanca y se la llevaba protegiéndola como si la estuviera salvando de un monstruo horroroso que les persiguiera. Parecía medio dormida. Eamon intuyó que ya la habían medicado.

Igual que se habían hecho paso a codazos al entrar, volvieron a cruzar la línea de barnes golpeándolos con los hombros. Los policías, fibrados en el gimnasio del cuartel, apenas se movieron buscando el cuerpo a cuerpo. El impacto fue mucho más doloroso para las carnes fofas que los apartaban.

Los funcionarios condujeron a la menor casi corriendo en dirección a la tanqueta hasta que el hombre, que perdía el resuello con facilidad, le pidió que bajara el ritmo, que iba a tropezar y si caían se lastimarían. A un costado del vehículo blindado acababa de aparcar una furgoneta de la Gaia que los esperaba con el motor encendido.

Eamon y el resto de compañeros dieron la operación de rescate por acabada, sin esperar la confirmación necesaria del sargento. Cuando se hacían con los niños los secuestradores se sabían derrotados. La mayoría quedaban catatónicos y debían ser llevados a pulso o incluso a rastras hacia la jaula del vehículo acorazado, pues no respondían ni parecían saber dónde se hallaban.

Levantaron la opaca visera del casco y se sonrieron entre ellos soplando un bufido tranquilizador. La relajación duró bien poco. En ese momento apareció la mujer chillando tras haberse liberado de alguna manera de la cinta adhesiva que tapaba la boca, con las manos atadas por delante con una brida de plástico pero aún tratando de zafarse de los barnes que la levantaban del suelo sujetándola por las axilas mientras el Jefe le gritaba que no hiciera estupideces añadiendo a sus muchos crímenes el de resistencia a la autoridad. Lejos de apaciguarse contorsionaba el cuerpo repartiendo patadas con los pies desnudos y sangrantes. Los barnes más próximos se lanzaron a sujetar las piernas. Se revolvía, mordía, llamaba a la niña gritando "Aisling", hasta que uno de los barnes pasó un par de bridas para juntar los talones y por fin pudo ser dominada. Cuando quedó inmovilizada bajó finalmente la cabeza y cerró los ojos. Una lágrima resbaló por la mejilla mientras la boca se torcía en un llanto mudo.

— ¡Joder, haz algo, pon la inyección! —gritó el Jefe lanzando una mirada a Eamon que había permanecido en segunda fila mientras sus compañeros luchaban con la mujer, siguiendo estrictamente el protocolo de actuación.

Al grito el barne pareció despertar. Se preguntó para qué debían inyectarle el calmante si ya había sido reducida. Además, aquel era un sedante para niños, no para adultos. A pesar de la extrañeza que le causó la orden, no titubeó. Se abalanzó sobre el distorsionado grupo y extrajo del bolsillo del pantalón militar la pistola inyectora. Luego la acercó al brazo rogando que no se moviera. La mujer, de unos cincuenta años largos, despeinada y con ojeras, levantó entonces la cabeza con cansancio, con un infinito cansancio, y mirando al hombre suplicó sin fuerza "Eamon, por favor, ayuda tu a mi hija".

Eamon la miró extrañado. Le acababa de llamar por su nombre pero no llevaba ninguna identificación visible. También era capaz de jurar que no la había visto jamás. Retiró la pistola y la mujer cayó desmayada. Luego el barne aludido miró a su alrededor. Todos le observaban atónitos, como si esperaran una explicación.

— No la conozco de nada... — explicó como si estuviera indignado — habrá oído que alguien me llamaba por el nombre — acabó de decir mirando la muralla de ojos desconcertados.

Se maldijo por haber levantado la visera antes de finalizar la operación. De alguna manera, por alguna razón que no podía imaginar, aquella mujer sabía quién era, le había reconocido, porque a pesar de lo que había alegado débilmente en su defensa, aquella madrugada nadie se había dirigido a él por su nombre.

12 Septembre 2022 09:52 3 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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Maria Esviceanu Maria Esviceanu
Me encantó Ibiza. Espero que este relato sea igual de bueno.
November 06, 2022, 16:43
MG Melanie Glock
Bien redactado
September 13, 2022, 15:20
ab aitor batzan
Buen inicio. Ha creado atmósfera.
September 12, 2022, 15:55
~

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