Se ha dicho que las casas más que un pedazo de cemento, arcilla, hierro, madera, rocas y otros materiales. Más allá de ser objetos. Las casas tienen alma, las casas tienen energía. Las casas al cobijar seres humanos se convierten en una extensión de sensaciones y representación de emociones, por esa razón cuando alguien se muda y la casa queda abandonada; las memorias, la falta energía que la alimente termina por destruirla, convirtiéndola en un pedazo de existencia física decrepita y fantasmagórica.
Se ha dicho y se dice, pero de todo eso yo no estoy muy convencido, lo que sí puedo deciros es que hace muchos años que vivo en mi casa, sin rodeos, desde que nací he vivido aquí, así que diría que conozco cada rincón como la palma de mi mano.
No tengo idea, desde cuándo o el motivo que originó estas sensaciones extrañas, pero exactamente desde hace un par de años perdí el gusto por pasar tiempo en la tercera planta o piso de la casa, la razón; aparentemente ninguna. Es verdad, no sé cómo explicarlo, pero pasé de estar casi todo el tiempo ahí, por tener mi estudio, biblioteca y oficina, a trasladarme a un rincón de la segunda planta. Ahí justo en el pasillo que da a las habitaciones, tal vez como todos, yo también me cansé de estar siempre en el mismo lugar, aunque he de decir que el tercer piso no tenía comparación; vistas maravillosas hacia el río, iluminación perfecta, por las noches se podía degustar de la brisa nocturna en la pequeña terraza, una excelente observatorio astronómico, gran lugar para pintar, gran lugar para amar, gran lugar para componer música, en definitiva, para toda práctica creativa era el lugar perfecto, cualquiera hubiera matado por tener ese espacio. Un paraíso completo, el problema venía siendo mío; por eso de que todo paisaje por más hermoso que sea cansa.
La contrariedad inició cuando cierto día requería de unos textos, fui con total normalidad, abrí la puerta, pero al mirar el lugar, sentir el aroma del tiempo enfrascado en ese espacio, me vi imposibilitado de poner un solo pie ahí. Una especie de escalofrío recorrió mi espalda y este circo de sensaciones bizarras empezó.
La obscuridad de aquel espacio, la chispa de luz que se escaba por la ventana que daba a la terraza, la siluetas que las sombras dibujaban con los estantes de libros y en especial, esa sensación de que alguien más yacía ahí, todo eso me causó aversión y me retiré del lugar sin la más mínima intención de intentar regresar.
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