El mundo de Aar, rico en criaturas prodigiosas, fue una vez uno solo, hasta que un enfrentamiento entre dioses lo quebró. El velo que ocultaba a los dioses que habían creado Aar, junto con su hogar y sus obras, de aquellos otros que deseaban destruirlos, se desgarró y el último de sus jirones fue el arma más aterradora jamás blandida.
Cuando el humo de la guerra se hubo asentado, solo Aar quedaba y los vencedores partieron igual que habían llegado. Sin embargo, uno de ellos permaneció en aquel mundo tras la contienda para reparar el daño causado y de su voluntad nacieron las cuatro tejedoras. Ellas tomaron los restos del velo original, repararon los hilos y crearon nuevos velos según los deseos de su señor.
Y cada uno envolvió mundos separados que en realidad eran el mismo, pero eternamente ocultos de los demás por barreras invisibles que es imposible cruzar.
La primera, tras el velo más denso, apartó a las monstruosas maldiciones que ambas estirpes de dioses habían pronunciado para aniquilarse unos a otros. Y así quedaron encerradas en el Bestiario, un lugar sin retorno, enloquecido y devastado.
Otra tejió un velo para proteger a las pocas criaturas supervivientes, que las apartara de tanta muerte y tanta furia como se había alzado de la tierra. Así nació el Sagrario. Aunque quedaban tan pocos de los primeros nacidos, que el dios dio vida a nuevos seres en aquel refugio, entre ellos a los hombres, y los recién llegados se adueñaron del continente y le dieron nombre, Faro Are, a lo que ya lo tenía.
La tercera tejió para contener a las armas esclavas de los dioses en la batalla y que ahora vagaban desatadas, azotando el mundo. Habían sido creadas para intentar contener a las maldiciones, pero las envolvió tras un poderoso velo y al hacerlo creó el Grimorio, el arsenal divino, donde aún late un poder demasiado ardiente, avivado hasta el extremo en una guerra demasiado cruenta.
Y la última dio reposo a los huesos de los dioses muertos en el Osario, tras un velo helado que era imposible rozar sin consumirse. Allí depositó a los vencedores, pero de los cadáveres de sus enemigos únicamente se habían respetado siete y fueron enterrados en las entrañas de Aar, para evitar que su última obra se desvaneciera con ellos.
Dicen las leyendas que aquel dios se marchó, pero que antes tomó forma humana y que de ella y de su amor por una mujer, antes de perderse en las brumas del tiempo, nació una estirpe de celestiales que hizo del continente de Faro Are un lugar bendecido. Dicen también las leyendas que no todos los dioses enterrados en Aar estaban muertos y que uno surgió de la tierra eras más tarde, solo para ser asesinado. Las leyendas cuentan muchas cosas, ciertas o no. Y de otras, en cambio, nada dicen.
Lo único seguro es que ahora los velos se estremecen.
Faro Are, el continente bendecido, y todo el mundo de Aar con él, se ensombrece tras una guerra contra el linaje de celestiales que lo ha gobernado durante milenios. Los hombres se han alzado contra ellos borrando todo vestigio de su poder: los glifos tatuados que compartían sus dones con los mortales, sus inmemoriales y magníficas fortalezas. Sin embargo, nada puede sobrevivir sin la bendición de su presencia que alimenta la tierra y, por ello, algunos aún permanecen cautivos en las ciudades de los reyes que los traicionaron; en Anerhuin, los últimos vestigios de un continente antaño portentoso. Una ofensa imperdonable para los celestiales que todavía permanecen libres, padres, hermanos, exiliados más allá de las montañas, en los parajes donde se libró la Guerra de los Velos, donde nada crece y donde ni siquiera su poder puede revivirlos. El único lugar capaz de ocultar su presencia.
Parapetados tras el poder de un dios muerto que guarda un viejo agravio contra los celestiales, los reyes de Anerhuin, reyes de hombres, empiezan a advertir que la tierra se muere y que las cuatro realidades de Aar se retuercen. Los velos se tensan. A veces incluso es posible entrever las sombras del otro lado a través de ellos. Los titanes enterrados que conforman las raíces de aquel mundo se agitan sin saber el motivo y los ojos de las tejedoras, ahora guardianas de los velos, de sus puertas y sus umbrales, se tiñen de oscuridad.
Y, en medio de este caos que se cierne, los celestiales aún luchan por liberar a los suyos, antes de enfrentarse a un dios asesinado, cuya titánica caída desgarró apenas el velo que envuelve el Bestiario, seiscientos Advenimientos atrás, atrayendo hasta los mortales horrores que los dioses nunca debieron alumbrar.
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