marianmilazzo Mariana Milazzo

Años '90. Maximillian Knight, antigua mano derecha de Orlando Valentini, un exitoso empresario agrícola, ha pasado treinta y un años encerrado en la cárcel de Sicilia por un crimen que no cometió, esperando su muerte en la soledad de su celda. Sin embargo, a pesar de encontrarse sumido en una profunda depresión, una interrupción inesperada logra mover lo más profundo de él. El investigador Lorenzo Luppo le pide colaboración para el caso del recientemente fallecido subordinado de Ruggero Valentini, el hijo de Orlando; a partir de este acontecimiento, muchas verdades tenebrosas acerca de la familia, aquella a la que Maximillian tanto aportó, terminarán saliendo a la luz.


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#drama #suspense #amor
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Prólogo

Afuera estaba soleado. Los finos rayos de sol que se filtraban por la diminuta ventana, muy arriba y muy pequeña, iluminaban los ojos negros de Maximillian mientras se abstraía de la realidad por un segundo. Su mirada se desvió de los barrotes macizos a los papeles que tenía en las manos; sostuvo una pluma que un guardia le había alcanzado anteriormente y comprobó que la mirada del uniformado seguía sobre él. Todos los días, o aunque sea todos en los que él tenía las fuerzas necesarias para intentar escribir su historia, un oficial cuidaba por fuera de la celda que no intentara nada sospechoso con aquella presunta arma, ya fuera planear un apresurado escape o un desesperado suicidio. Muy poco sabían sobre él, se decía Maximillian, como para mantenerlo vigilado tanto tiempo. Muy poco sabían sobre él como para sospechar que no tenía intenciones, ni siquiera energías, para acabar con su propia vida.

La primera noche que pasó en aquella prisión de máxima seguridad se lo planteó seriamente, pero no pudo hacerlo por dos motivos: uno, no tenía instrumento alguno para atacar puntos vitales, y dos, se sentía tan decepcionado y tan traicionado que no podía ni siquiera moverse. Había sido condenado por un crimen que no había cometido, una verdad que nadie había querido demostrar sólo para tapar el asesinato del magnate agrícola Orlando Valentini de cualquier forma. Antiguamente había sido su mano derecha desempeñándose como administrativo y consejero económico, y había criado a sus tres hijos, Ruggero, Denis y Leonardo, como si fueran propios. Aquella había sido su mayor alegría, pero al mismo tiempo su mayor debilidad. Por querer ayudarlos, liberarlos, proporcionarles el amor que tanto les faltaba, terminó haciéndose cargo de todo, incluso del suicidio de Orlando. Claro que aquella nunca había sido su intención, pero el karma, o el boomerang de situaciones que había construido a lo largo de sus años, volvieron a él pegándole el cachetazo más duro que había presenciado en su vida.

Por eso mismo intentaba escribir. Estaba seguro de que a alguien le iba a llegar esa carta, esos papeles que contenían información supremamente valiosa. Le había costado mucho tiempo retomar la confianza en otras personas, pero Francesca se había presentado el mes pasado rogándole que le contara la verdad. Francesca, la única que lo había visitado desde su encierro en el ‘64, otra más de los exiliados Valentini. Eran iguales: abandonados, heridos y, por sobre todo, traicionados. Sabían lo difícil que era confiar y esperar que todo saliera bien; ése había sido el único motivo por el cual había retomado la voluntad para movilizarse, aunque sólo fuera el esfuerzo de su mano flaca y escuálida. Había perdido toda clase de tono muscular, color y apetito desde que había sido obligado a pagar su injusta condena. Era por esto mismo que, cualquier movimiento, por mínimo que fuera, parecía drenar toda su energía.

De repente un golpe en los barrotes de la reja lo desconcentró. La estilizada letra que había conseguido trazar en el papel se fue hacia arriba, y se vio forzado a responder a la voz del guardia que le hablaba desde fuera. Al lado suyo había otro hombre, uno que no había visto nunca en todos sus años ahí adentro; por su vestimenta formal y el bloc de notas que sostenía en la mano podía intuir que se trataba de otro periodista o de algún detective interesado en su caso. Las visitas solían ser de ese modo; las autoridades preferían no llevarlo a la sala común por estar catalogado como un prisionero peligroso, y llevaban a las personas hasta su celda, abandonada y solitaria, para conversar con él. Pareciendo sentir una abrumadora guillotina por sobre su cabeza, la vitalidad se escapó de su cuerpo y volvió a ser la misma nebulosa amorfa que se pasaba los días flotando en una esquina de la habitación. Obedeció en modo automático a las indicaciones del oficial, quien le había alcanzado previamente una silla al hombre desconocido, y tomó asiento en la silla de su lado de la prisión, bajando la cabeza. Sus largos cabellos blancos, canosos debido al paso del tiempo, tapaban todo su campo visual. Escuchó muy por arriba que el guardia se alejó unos metros para darles privacidad y Maximillian se preguntó a qué se debía tanto protocolo. Decidió levantar la cabeza con todo el pesar del mundo para no demorar más aquella tortura.

—Buenas tardes, señor Knight. —El entrevistador hizo un tosco ademán con la cabeza, quizás para intentar ablandar el ambiente. Maximillian sintió que sus músculos se entumecían cada vez más del desgano. El contrario pareció darse cuenta de aquello y prosiguió—. Soy el investigador Luppo, y quería pedirle su colaboración para un caso especial.

El brillo en los ojos de Maximillian cambió. ¿Cómo que un caso especial? ¿A qué se refería con eso? Al ver que la vida había surcado por las pupilas de su interlocutor, el señor Luppo deslizó una fotografía por entre los barrotes. Al ver la escena enmarcada en los bordes blancos de la polaroid, las cejas de Maximillian subieron y su boca se transformó en una mueca de disgusto. Un hombre yacía muerto en la esquina de esa abstracta habitación, con la cabeza gacha, presuntamente muerto por el golpe de su cráneo contra la pared. Un escritorio se hallaba enfrente de la víctima. Ese escritorio lo había visto alguna vez, eso lo tenía claro. Y creía que le pertenecía a Ruggero. La diferencia era que ahora estaba manchado con sangre y rastros de carne volada directamente de la pierna de la víctima; al parecer un explosivo había detonado casi a sus pies, por la mancha negra de la pólvora en el suelo de alfombra. Distinguió una jeringa en su brazo derecho antes de desviar la mirada de tan brutal escena del crimen.

—Este es Stefano Ragno, una de las tres parcas de su antiguo protegido. —Maximillian volvió a echarle una mirada al escritorio de roble. ¿Así que de verdad era suyo? —. Necesito que me cuente todo lo que sepa sobre él. ¿Llegó a conocerlo mientras estaba en la familia?

Una imagen cruzó por su cabeza como un rayo fugaz, que iluminó su memoria por unos cuantos segundos antes de desvanecerse. Sí, ¡claro que lo había conocido! Era el hijo de los Ragno, una de las familias con las que los Valentini mantenían relaciones diplomáticas y amistosas. Se disputaban el comercio de soja... y también de otras sustancias ilegales. Aquel pensamiento logró enviarle un escalofrío por toda su espina dorsal, y lo sacudió en el asiento. Le había dado esperanza. Si él podía demostrar que la familia Valentini no era lo que parecía ser, quizás, y sólo quizás, podrían sacarlo de ese lugar. Podría ser libre otra vez. Fue por eso que, con decisión, volteó la fotografía y habló después de tanto tiempo de ser silenciado.

—Soy inocente —escupió, un tanto más desesperado de lo que pretendía mostrar. Mantuvo contacto visual con los ojos inmutables del investigador; después de ese prolongado silencio, pensó que lo invitaba a seguir hablando—. Le voy a decir todo lo que sé, pero por favor, tiene que hacerme caso. Yo no maté a Orlando Valentini...

Pensó que nunca delataría a sus amados niños, pero el tiempo le había hecho comprender la gravedad del asunto.

—Fueron sus tres hijos.

1 Octobre 2021 19:30 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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