lukasgress Lucas Gress

Estás a punto de entrar al Blue's Café. Un espacio que conecta las historias de las personas. Sólo hay tres reglas primordiales que debes saber antes de ingresar: debes entrar sin acompañantes, comprar al menos una bebida caliente y sentarte en la mesa designada junto a otro solitario comensal del establecimiento. No te preocupes si no sabes de qué hablar, al final las palabras fluyen en el último rincón de las ilusiones.


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#café #postmoderno
Histoire courte
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Una mañana en el Blue's Café

—Mesa para dos —el piso reluciente de caoba, las sillas negras anidadas entre unas mesas circulares de color blanco, el extraño papel tapiz con globos de diálogo dibujados en azul celeste, y el aroma impregnándose a tu olfato como un vuelco—. Un café americano y un pastelito de zarzamora.

—Veinticinco con cincuenta. Mesa siete; en donde está la chica de la falda rosa.

Los zapatos lustrados chocan discretos en el pasillo aterciopelado y aterrizan sobre unas duelas de madera que te reflejan las dudas. A tu alrededor, el desfile de mesas te estorba, y la mueca de todos esos extraños que ríen, como si te lo echaran en cara. Tu timidez, posiblemente, te negaría los primeros pasos, pero aquellos torniquetes de metal, tan rígidos, los cuales atravesaste al entrar en el establecimiento, se cierran en tu imaginación como duros barrotes. "No hay vuelta atrás", piensas, mientras te adelantas hacia la diminuta mesa de madera donde un par de ojos se asoman con disimulo sobre un termo de color rosa. Mirarlos provoca un terremoto en tus extremidades. Te acobardas y no sonríes. Apenas puedes seguirle el paso con la mirada. Ella se levanta y se ofrece a mover la silla donde vas a sentarte; deja escapar una risilla tierna:

—Cuidado. El café aquí siempre está hirviendo—te dice, y vuelve a su asiento en un movimiento que te parece espontáneo. —Me llamo Daniela, por cierto —y da otro sorbo a su bebida—; Daniela Miel.

A ti la aspereza de tu propia voz te estorba: las palabras prolongándose, igual que siempre, detrás de tu garganta, formando esa especie de cuello de botella que les impide salir. La falta de hábito, los años de condena de una vida encapsulada, hermética, ¿qué haces en un lugar como aquél?

—Pedro —exclamas por fin—, Pedro Hernández —y el ademán automatizado que salta en una expresión trémula—. Mucho gusto.

—¿Es tu primera vez aquí, Pedro?

La voz de Daniela parece quedar suspendida en el aire, colgada por una sonrisa de perlas brillantes, entre el maquillaje y la bisutería que cae desde sus orejas en dos aros que rosan su cuello. Los colores cálidos de primavera arropan una piel suave y bronceada, revelada desde unos hombros desnudos que son acariciados por los mechones del cabello color arena.

—Sí... —y las palabras se te cortan de una manera tan súbita que maldices el cúmulo de ideas que saltan en tu cabeza; las voces que se atoran en el tráfico de tus neuronas.

—No hablas mucho, ¿verdad? —No parece reprocharte. No como si lo lamentara, más bien, como una forma de amortiguar el silencio—. Yo tampoco solía decir mucho las primeras veces que vine aquí. No tienes nada de qué preocuparte. ¿O es que acaso pensabas que esto era una cafetería convencional? Eso suele pasarles a algunas personas. Un día me tocó compartir la mesa con uno que, además, era escritor. Fue muy tierno conmigo, pero creo que le aburrí, porque se fue demasiado rápido. No vayas a creer que yo me la paso horas en este lugar, apenas una o dos, y eso, porque a veces los chismes son muy buenos por aquí. Aunque, para serte honesta, últimamente no hay mucho qué contar. ¿No te pasa que a veces sientes como que todas las personas hablan siempre de lo mismo? O peor aún, ¿que ya les has dicho todo lo que había que decir? Bueno, como te darás cuenta, yo sí soy bastante parlanchina. Mejor, háblame de ti, ¿a qué te dedicas?

—Trabajo como ayudante en una oficina —el corazón te palpita—... archivo documentos —las imágenes se proyectan en tu pensamiento como fragmentos desperdigados—... los reviso —las palabras pierden precisión, se disparan desordenadas, se rompen en pedazos que se incineran—... nada más.

—¿Te pongo nervioso?

Agitas la cabeza mientras el rubor sube por tu rostro. No puedes negarlo; pero no es sólo la presencia de Daniela Miel el motivo de tu inhibición: son tus propias palabras, vedadas alguna vez de este mundo, obligadas a callar. Siempre resultó más fácil hablar lo mínimo, mantener la mirada hermética y los gestos automatizados en la misma convención social que enterró para siempre a tu verdadera esencia. Todo para que al final fueran mentiras, versiones encapsuladas en personificaciones sin gracia; un lenguaje obligado que suplantó el hilo de tus palabras, esas palabras abrasivas que un día se apagaron frente a la mirada gélida de todo el mundo. Intentar revivirlas no serviría de algo. Ni siquiera allí.

—¡Cuidado! Te dije que el café lo servían casi hirviendo —exclama ella luego de que un movimiento impetuoso, casi involuntario, te llevara a beber de un sorbo el café—. ¿Te quemaste muy feo? —y tiende una servilleta mientras te mira con preocupación.

Tú apenas sientes el dolor en la lengua, más bien el calor en tus mejillas te paraliza. Ni siquiera eso detiene la sombra negra que te amordaza, esa sensación de pesadumbre que ralentiza tus movimientos y te vuelve un monolito frágil, erosionado con las abrasivas ventiscas que producen todas esas voces.

Ella te dice que lo tomes con calma y ofrece un poco de crema líquida cuya frescura pasa de su mano hasta tus dedos. No puedes evitar ruborizarte.

—Con unas cuántas de éstas puedes enfriar más rápido el café —te dice—. Son caras, te cobran cada porción extra, pero, cuando son necesarias, valen la pena. Por ejemplo, si un día tuvieras prisa por irte.

Sientes lástima. Contemplas, a través de la bruma de tus pensamientos, esos ojos claros que te miran como si intentaran atravesar los muros de hierro. Su mirada, aunque soberbia, te parece lejanamente entristecida, como si necesitara conocer al pobre diablo escondido bajo tu cuerpo de metal. Quisieras cortar los cables que te sostienen, quisieras acercarte a ella con todo tu ser y decirle que no te llamas Pedro Hernández, sino Iván Centeno, que estás secuestrado, roto, en una cárcel que te lastima todas las noches con las imágenes de esa vida falsa. Y luego contemplas nuevamente sus ojos y encuentras en ellos la certeza de que lo saben, que han logrado traspasar las monumentales barreras entre tú y ese mundo absurdo.

—¿Qué haces en tu tiempo libre? —te pregunta con una voz que no reconoces dentro de tu fantasía y que rompe con la imagen de aquellos ojos claros mirándote con ansias de conocerte. Ahora sólo contemplas otro fragmento del mundo que intenta adherirse a ti en leves espasmos de convencionalismo.

Intentas responder, pero aquel arrebato te deja inmóvil. En cambio, piensas en el distinguido establecimiento de globos de diálogos azules y paredes color celeste, del anuncio de letras blancas que corre desde la esquina con la avenida Zuckerberg hasta casi el final de la calle 204, de las mesas negras y el rico aroma de un café recién tostado que se dispara entre comensales que ocupan su tiempo entre risas y jerga espontánea. De pronto reparas en las posibilidades, la oportunidad de volver a intentar salir de ese cuerpo guillotinado. Y si eso no fuera suficiente, Daniela Miel hace un comentario que derriba para siempre el muro de tu silencio:

—¿Sabes que la ventaja de todo esto es que casi nunca vuelves a ver a las personas con las que compartiste un café?

—¿Cómo lo sabes? —exclamas con intriga.

—Está en las reglas. Además de que no puedes entrar con acompañantes, tampoco puedes entablar una amistad permanente con nadie que conozcas aquí. Es que eso impediría el propósito de este lugar.

—¿Y cuál es el propósito de un sitio como éste?

—Conectar a las personas de todos los rincones de la ciudad. Tú sabes, para compartir historias, puntos de vista, todo eso. Cada persona, dicen, es como un libro abierto. Sólo hacía falta un lugar como este para que la gente se detenga a leer...

¿Un libro abierto?, piensas. ¿Sin las burbujas del convencionalismo?:

—¿Quieres decir que la gente aquí es más auténtica?

Ella ríe. A duras penas logras interpretar su risa con el gesto esquivo y melancólico de su mirada:

—Ojalá —exclama—. Es todo un laberinto de mentiras.

—Entonces no entiendo la ventaja de este lugar.

—La ventaja real es eso. El mundo de mentira. ¿No te das cuenta? No importa quién digas ser en un lugar como éste, ¿quién va a comprobarlo? Esta ciudad es inmensa, más allá de estos muros no eres más que otro que camina entre un montón de personas sin nombre. Sólo aquí, desde que entras, estás destinado a sentarte con alguien más, tomar una taza de café, decir tu nombre y contar tu historia (o lo que sea que quieras contarle), y luego todo termina al cruzar la salida.

—¿Y si alguien se enamora en ese breve instante? Tal vez dos personas unidas por la casualidad que terminaron llevándose muy bien.

—Pasó alguna vez. Es una historia muy conocida entre quienes frecuentamos este café. Una chica y un muchacho, ambos estudiantes, que tuvieron la mala suerte de coincidir en la mesa nueve. Dicen que al principio los muchachos apenas si se hablaban, pero que conforme pasaron los minutos, la cafetería se llenó de sus risas. Que se miraban como enamorados de hace mucho tiempo, y que incluso se despidieron con un beso en la boca (otra cosa prohibida en este lugar).

—¿Cómo sabes que eso realmente pasó?

Ella da un sorbo del termo rosa y mira el lejano horizonte de edificios a través de las ventanas del establecimiento, sin contestar. No te dice nada, pero tu sientes su melancolía desbordarse como el café caliente sobre tu garganta.

—¿Qué ventaja tiene un lugar plagado de ilusiones? —exclamas.

—Muchas, o ninguna. Depende cómo lo veas.

—¿Qué ventaja tiene para ti?

—Una promesa.

El silencio ya no te estorba, ni las risas acumuladas alrededor, las cuales parecen como destellos aislados.

—¿Y a ti? ¿Las ilusiones no te servirían de nada? —te cuestiona mientras da el último sorbo al chocolate tibio de su termo.

—Por supuesto —contestas sin reparar en nada.

—¿Qué es?

—La certeza de que Iván Centeno existe.

Su mirada se pasma en sorpresa y horror, y de horror en estremecimiento... Te mira una vez más con esos ojos que intentan deslumbrar los barrotes y no encuentra nada más que el espejo de su propio anhelo.

—Entonces eres tú. Tú eres el escritor.

26 Juillet 2021 04:30 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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La fin

A propos de l’auteur

Lucas Gress Lucas Gress (Ciudad de México, 1994). Escritor "de calle". Egresado de la licenciatura en Ciencias de la Educación por la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Primer lugar a nivel estatal en el Concurso de Expresión Literaria sobre los Símbolos Patríos organizado por la SEP, participando como figura educativa del CONAFE. A la fecha ha participado en talleres de creación literaria y narrativa.

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