Un muñeco caminaba en la ciudad de los juguetes comunes. Tenía cuerdas en su espalda, manos y piernas. Iba los martes, con una sonrisa, a trabajar en la oficina. Los colegas de trabajo tenían cuerdas, pero ellos no se preocupaban.
¿A quién le importa las cuerdas de otro?
Cuando regresaba a casa, el muñeco protagonista hacía una cena, comía con su esposa, alimentaba el perro, se bañaba y, por último, se acostaba a dormir. El resto de los días deambulaba por la calle con la misma sonrisa. Dado que el sueldo era digno, no había desempleo y, además, la inseguridad era baja, se vivía plenamente bien. Por otro lado, el gran ojo del cielo los vigilaba y las manos sombrías los controlaba.
Después de todo, eran muñecos desechables. Pero nuestro protagonista veía injusticias. Cuando alguien se quejaba de la vida, era vapuleado. El derecho a la inconformidad no era permitido. Había una ley que no podía quebrantarse, esa ley era hablar en contra de la opresión del gran ojo.
Un día el protagonista caminaba por la acera de una avenida. Un auto atropelló un muñeco. Apenas se hubo borrado su sonrisa, fue vapuleado por la mano divina. Entonces, volvió a sonreír. Quién había muerto, era su amigo de la infancia que había cruzado la calle para saludarlo. No podía acercarse, y el auto siguió adelante como si no hubiera pasado nada. Él miró hacia el cielo como si estuviera preguntando el por qué. El gran ojo se movía, rápido, quería mantener una sociedad perfecta. Vio el cadáver de su amigo, otros carros le pasaban por encima. Cuando la mano que lo controlaba lo llevó hacia el cielo, desapareció. Una lágrima recorrió el rostro del protagonista.
En casa hablaba con su esposa, pero él, hasta ese día, no había notado que ella también lloraba, alargó una mano para consolarla. El perro, en cambio, era libre. La pareja vio a su mascota. Hubieran querido nacer sin cuerdas en las extremidades. Cuando iba a dormir con su esposa, lloraba bajo el techo; era la única forma para que el gran ojo no lo viera. Su esposa también lloraba.
Como parte de su rutina, iba al parque a leer. Los animales eran libres de las cuerdas, y él no podía entenderlo. Un ave volaba sin cuerdas, un gato corría sin cuerdas, un pato y sus patitos nadaban sin cuerdas. Quería desahogarse, pero no podía hacerlo. En vista de la extenuante vigilancia del gran ojo, y la ley de represión afectiva, acabaría con resultados infructuosos y para nada agradables. Se resignó, mejor era callar y seguir viviendo en un sistema opresor.
No habían hospitales en la ciudad, nadie los necesitaba. La gente trabajaba, se vestía, comía, y copulaba. Este era el ciclo interminable, y el muñeco, como tantos otros muñecos, estaban conscientes de la condena de haber nacido con cuerdas. Ellos no aprendieron a caminar o a moverse, todo era gracias a las manos divinas. Por suerte podían hablar, pero cuando hablaban lo hacían en susurros, puesto que temían de la ira del gran ojo. Él podía escucharlos.
¿El ser humano es libre realmente?
El protagonista fue el martes a trabajar. Vio que a un colega le faltaba el brazo izquierdo, pero aun así sonreía. El brazo sangraba a borbotones, todos estaban ensimismados en sus deberes como para importarles que un colega se estaba muriendo. Él quiso ayudarlo, pero el gran ojo barruntó su intención. Fue tan fuerte el vapuleo que las piernas se partieron. Propaló un insulto al aire, nadie lo ayudó por más que gritara su dolor. Todos sonreían, tecleaban en silencio y pasaban las hojas de estadística económica a una mesita.
—¡Él nos controla, somos sus juguetes! ¡Despierten! —gritó a sus compañeros.
—Tengo un sueldo estable —dijo uno.
—Mi hijo y mi esposa tienen una excelente educación —dijo otro.
—No tenemos alma, cada día dejamos de ser humanos. ¿No lo entienden? —avisa el muñeco.
—La vida humana es así, o la aceptas o te suicidas —respondió un muñeco y agarró unas tijeras del escritorio—. Somos parte de un sistema, llamamos democracia a una falsa libertad para escoger líderes. Transferimos nuestras responsabilidades a otro que tenga mejor capacidad para hacer lo que no podemos. ¿No captas el Leviatán? Un ojo, uno grande y poderoso, debe vigilarnos, necesitamos ser controlados, ya que nacimos para ser gobernados, en toda partes estás siendo gobernado.
—¡Aleja esas tijeras! —espetó el protagonista.
—Tú perturbas nuestro conformismo. Le debemos la vida al gran ojo —dijeron todos como un coro.
—¡Ustedes hablan por él, no por ustedes mismos! —dijo con la voz partida.
Sus colegas alrededor lloraban. No querían cortar sus cuerdas, pero debían hacerlo por el bien colectivo.
—La historia olvida a los soldados urbanos, pero recuerda a los líderes ufanos —recitaron.
El colega le cortó sus cuerdas. Entonces los demás, como apoyo a su compatriota, doblaron sus piernas para que recuperara la articulación.
Los muñecos rotos pueden repararse si alguien los salva.
—Corre —sugirió su compañero.
El protagonista se había quedado sin habla por la impresión.
—Nosotros no sabemos correr, pero tú puedes, sabemos que puedes hacerlo —habló el coro.
Hizo un esfuerzo por levantarse, sus músculos temblaban. Dejó de sonreír y adoptó un semblante preocupado.
—¡Puedo salvarlos! —intentó tomar la tijera, pero, en tropel, lo habían empujado hacia la puerta.
—Un ser diferente en el rebaño no puede ser aceptado por el mismo. Debes huir, nosotros nos quedaremos, pues estamos sentenciados —corearon.
El muñeco huyó sin despedirse de su esposa. Aunque la esposa lo olvidó a los meses, dado que el gran ojo le proporcionó un nuevo marido. No se supo más de él. Sin embargo, las consecuencias no tardaron en llegar. El gran ojo, furioso, promulgó una ley para callar a los habitantes. Por lo tanto, en la ciudad reinó el silencio humano. Nadie podía expresar sus emociones, nadie podía hablar, nadie podía hacer lo que quería. Vivían cohibidos con el pasado, en mente, de una supuesta libertad antes de la llegada del gran ojo. De manera que las generaciones siguientes nacieron adaptados al sistema de vigilancia y, por ende, al ciclo interminable de un muñeco.
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