elizabeth-britannia1618947443 Elizabeth Britannia

Nepheru es un mundo caótico donde imperios medievales y futuristas disputan su poder y la dominación de territorios. En medio del Caos, a Meridiana, una demonio plebeya, se le presentará la oportunidad de ser un elemento decisivo en el triunfo de una de esas partes, sin antes formar un grupo de despiadados aliados y aún más despiadados enemigos.


Fantaisie Fantaisie sombre Interdit aux moins de 18 ans.

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I. Perdida y encontrada

A ella le gustaba el dolor, es más, le encantaba, tanto darlo como recibirlo y solía pedírselo a sus casuales o posibles parejas. El solo hecho de imaginarlo le erizaba su piel de jade y hacía brillar sus ojos ante la posibilidad de despertar sus más oscuros deseos a quienes se lo permitiesen. Y casi podría haber disfrutado su estadía en la jaula en la que se encontraba, de no ser porque no tenía control alguno sobre la situación…

Había sido una succubus libre hasta hacía pocos días, cuando tras una noche de pasión, un hombre desconocido hábil en las artes de la hechicería, le dejó pensar que él era su presa y no al revés. En un recuento de hechos, se vio tendida en la cama, jadeante, el hombre se encontraba sobre ella. Como tantas otras veces se reflejaba en la mirada de sus acompañantes, lujuria y deseo, pero más tarde se desprenderían notas de cariño. El arrebato y la desesperación por mitigar el ardor de la carne se presentaban en tirones de ropa, uñas clavadas en la espalda y labios mordidos, pero luego la brusquedad se suavizaba. Los rasguños se volvían caricias, las ropas eran quitadas suavemente y las mordidas se volvían tímidas. El fragor de los cuerpos se extendió hasta que ambos cayeron presa del sueño. O al menos eso había creído la joven de piel viridia. Luego de algún rato despertó mientras el frío vidrio de una pócima le rozaba los labios. La mano gentil del mago la ayudó a beberse el amargo néctar. Su conciencia sufría un vaivén parecido a aquel de las olas en el mar. Pero recordaba sueltos fragmentos que se entremezclaban en un océano de memorias desechas. Esporádicamente se hallaba atada, luego fue arrojada en una pequeña jaula. Recordó intentar escapar, resistirse, lanzar sus sortilegios, pero nada de aquello tuvo éxito y solo consiguió que el mago le dejara algunos golpes y magulladuras.

Todavía conservaba los grilletes que le impedían a Meridiana lanzar la magia que podría darle su merecida libertad y por ende, soportó tres días bastante desagradables. Sin comida y apenas algo de agua. No hallaba forma en la que pudiera apoyar su cabeza sin que le molestaran los cuernos contra el metal y sus pezuñas le dificultaban acomodarse en el reducido espacio. Los barrotes de acero, reforzados con pequeñas runas por doquier, apenas le permitían estar sentada sobre sus propias piernas. No faltó ocasión en la que la mujer intentara utilizar sus encantos para persuadir a su tirano. Una mirada lasciva, una insinuación de sus curvas y a cualquier mortal le costaría resistirse o cuanto menos tener un bulto en el pantalón. Pero todos sus intentos parecían no tener ninguna clase de resultado. El hombre, que antes se había mostrado más que encantado de participar en todo tipo de morbos, ahora se encontraba frío e inmutado. - ¿Sería producto de su voluntad? – Se preguntó Meridiana – Poco probable – Se dijo, tal vez un amuleto lo hacía de acero. A fin de cuentas dejó de intentarlo. Poco tiempo después, a pesar de ser prisionera la vistieron con los mejores ropajes, atrevidos por supuesto, pero denotaban calidad y finura. – “Tendrás muchos hijos con tu futuro Regente'', aseguró el hechicero – “Si no me equivoco serás su séptima esposa… ”. La joven demonio no respondió ya que no le parecía tan extraño el comportamiento del mago. Su especie era conocida por ser las madres de legiones de demonios de todo tipo y envergadura, que le daban a la raza los números necesarios para influir en los mundos. Era moneda corriente que las succubus fueran utilizadas en este tipo de “transacciones”. Ahora la joven conocía los motivos ulteriores por los que el flacucho le había dado caza. Aunque a decir verdad todo aquello no le gustaba ni un poco y este hombre podía haberla tomado desprevenida una vez pero no dos veces. Solo tenía que esperar el momento adecuado para actuar, lo único que le preocupaba era cómo lograría recuperar su magia.

Horas más tarde, dentro del castillo de Vorlon se brindaba una gran celebración, Meridiana ignoraba el motivo pero se dijo para sí que tal vez era aquello era algo fortuito, los sirvientes tienen muchas responsabilidades y entre sus innumerables quehaceres se olvidarían de ella. A pesar de que la carreta en la que era transportada estaba cubierta para proteger los diversos sacos y bultos que acarreaba, la señorita sabía que se habían detenido ante la señal de alto de un guardia. Escuchó las pesadas pisadas metálicas acercarse y anunció: - “Dé la vuelta, caballero. Los invitados deben entrar por el puente levadizo.” – Tras una pausa escuchó una voz ya conocida: - “Disculpe mi impertinencia pero traigo una sorpresa para su majestad y sería de mal gusto presentarme ante tal elegante festividad con un carromato como este.”- Respondió el mago juguetonamente. – “Bien, puede pasar Sr. Lescar.”- Las ruedas volvieron a rechinar con el movimiento y tras unos pocos metros volvieron a detenerse. Ya aparcados, Meridiana permaneció atenta a cualquier ruido, el relincho de los caballos, el subir y bajar de los paquetes y por último la sacudida que le propiciaron tras el movimiento de la celda. Cuando le quitaron la tela que cubría su pequeña prisión, para su sorpresa, no estaba en ningún depósito. La habían acomodado a un costado del salón principal, a la vista de todos los invitados, y entre muchos otros regalos, como el paquete más grande bajo el árbol de navidad esperando a los niños recién amanecidos. Donde quiera que se posaran los ojos de la joven, observaba ostentosas joyas y decoraciones de oro, grandes arañas en los techos iluminaban el sitio perfectamente y dejaban percibir las hermosas pinturas, realizadas directamente sobre los gigantescos muros que la rodeaban. También dedicaron un espacio en donde colgaban las cabezas de extrañas criaturas a modo de trofeos de caza. Una de ellas contaba de un largo pico algo amarillento y pálido, parecía conservar un filo más amenazante que cualquier espada. Otra de las cabezas contaba con 6 ojos algo hundidos en el cráneo y le recordó a la chica una especie de araña gigante. Exóticas y peligrosas se imponían los cercenados cascos que ostentaba el anfitrión y podrían ser considerados como una amenaza para los visitantes. -“Si no te comportas te colgaré en la vitrina”- murmuraba aquella pared. Tal vez por esto las personas allí presentes vestían de gala, espléndidos, maquillados y perfumados para la ocasión, con bellas copas de cristal en las manos. Meridiana pudo jurar que los individuos formaban parte de los bellos óleos del fondo.

La cautiva se encontraba apoyada contra sus pequeñas alas contraídas y su vestimenta le caía en un gran escote que atraía toda clase de miradas. Algunas tímidas y medidas, otras completamente obscenas y libidinosas. Sin importar el género del espectador, aquella sensualidad les permitía salirse por unos momentos de su papel para sucumbir en su lado más animal. De tanto en tanto, algún o alguna descarada se acercaba a la pila de obsequios con excusas de acrecentarla y la encarcelada les regalaba una mirada victimizante en búsqueda de complicidad. Antes de que nadie pudiera devolverle el sentimiento, su captor los alejaba rápidamente. Y allí se quedó parado un largo rato, vestido con una túnica negra impecable con detalles de bordados en hilos dorados, este era el único que utilizaba esta vestimenta en aquel gran salón. Más adentrada la noche, todas las miradas se dirigieron a un recién llegado. Un hombre que a pesar de su traje se podía apreciar que poseía gran musculatura. Sus ojos completamente negros denotaban su condición demoníaca, cosa que no era común entre los suyos. A diferencia de las succubus la mayoría de los demonios no son diferentes de un humano, otros tantos son completamente bestiales y no conciben otra cosa que la ley del más fuerte. En este caso el hombre tenía un poco de ambas y por lo tanto, Meridiana sabía que se había topado con un perteneciente a la nobleza del plano de los demonios. Este sostenía una copa un tanto más grande, a modo de decoración se enredaba en su tallo una serpiente dorada. La copa se levantaba a modo de brindis hacia el público y este le respondía con vítores y tintineando sus propias copas entre ellos. Este sujeto se paseó por la sala mezclándose entre los invitados, volviendo a brindar más personalmente con algunos y codeándose con las figuras que denotaban algo de relevancia. Al ver la danza que parecía incesante, Lescar decidió interceptar al anfitrión descuidando su presente, confiado de que nadie se atrevería a tocarlo. Esperando del otro lado de la habitación un enorme banquete esperaba a los comensales que parecían no prestarle demasiada atención. Meridiana miraba la variedad de platos con urgencia, no se había percatado tanto de su estómago hasta ese momento y se le hacía agua la boca, ignorando completamente la ausencia del maldito hechicero.

Pero gracias a la molestia e inconveniencia que le producía no haber probado bocado, pudo ver por un instante que en la pared en la que aguardaba el sustento, se asomaba un balcón interno desprovisto de iluminación y de entre las sombras alguien la miraba, fijamente. O ella creía que la miraban, ya que fue simplemente una sensación, no podía ver el rostro de la figura pero estaba segura que quien fuera que estaba allí, acuchillado sobre la baranda no podía dejar de observarla. Luego de unos momentos, la silueta pareció hacerle un gesto con la cabeza y lanzó algo hacia la mitad del recinto. Pocos momentos después decenas de personas corrían por doquier gritando y tropezando con los demás, ya que una densa neblina se apoderaba del lugar. La succubus no pudo ver nada más, ni las paredes o el banquete, ni a las personas recién paradas delante de ella ni a su captor o los propios barrotes que la retenían. Lo que sí pudo distinguir fueron sus ojos. Los ojos que hasta entonces la acosaban desde las alturas, ahora estaban a su lado, profundos y decididos, de un inexplicable color púrpura. No sabía cómo, pero ya se encontraban dentro de su prisión y con un hábil toque de unas manos masculinas sus esposas estaban abiertas. Quedó unos momentos estupefacta ante la belleza de aquellos ojos sobrenaturales pero no tardó en salir del estupor tras un grito – “Rápido ¡No tenemos tiempo!” La mano que rodeaba su muñeca la levantó de un tirón y la guió hacia quién sabía donde, entre el humo y el griterío. A ciegas, la joven se apresuró tras su ahora cómplice que parecía saber el camino. Desesperadamente cruzaron el recinto sorteando obstáculos hasta que se alejaron del químico que les dificultaba la visión y se encontraron en una cocina con al menos una decena de criados ocultos entre el mobiliario. Haciéndoles caso omiso, salieron a un pasillo donde dos guardias desenvainaron sus espadas y tras ellos se vislumbraba una salida. La joven comenzó a cargar un hechizo de fuego pero ya era demasiado tarde, la espada se cernía sobre su cabeza y cerró los ojos por puro reflejo, esperando el fin. Imprevistamente, en vez de un dolor punzante sintió una mano en su espalda que la corrió del lugar y terminó de cara al piso. Ágilmente se incorporó con sus pezuñas de cabra y teniendo cuidado de no golpear al guerrero con sus cuernos curvos, se escabulló por debajo del hombre y corrió sin mirar atrás. Corrió y corrió fuera del castillo hacia la costa, se olvidó de los ojos violetas, del flacucho que la trajo hasta allí, del Regente, de por qué y cómo había terminado en esa situación y no se detuvo hasta que se encontró con el agua. Miró hacia atrás asegurándose de que nadie la seguía, pero eso no le bastó. Consumida por la paranoia, desplegó sus alas y se dispuso a volar hasta una isla cercana. Tomó carrera y se lanzó hacia el vaivén incesante de la marea, con mucho esfuerzo logró mantener una velocidad decente pero terminó completamente agotada en la siguiente orilla, con las rodillas y palmas sangrantes tras el abrupto aterrizaje. Extenuada, sudada, adolorida, hambrienta. La adrenalina comenzaba a bajar y temía que hubiese cometido un error. Se encontraba sola, en necesidad de curaciones y alimento, en un lugar completamente desconocido. Se alejó demasiado como para que el misterioso hombre que la había dejado en libertad pudiera rastrear su paradero.

La situación, que se había escapado de sus manos hacía largos días, hubiera hecho enloquecer a cualquiera… pero no a Meridiana. En vez de pararse a llorar por sus miserias se puso a analizar soluciones. Las soluciones que le dieran mejores ganancias personales. En ese momento reflexivo se topó con lagunas mentales y huecos en su memoria. Sabía que debía matar al desgraciado Lescar pero no sabía muy bien qué se encontraba haciendo antes de dar con él. Mirando a su alrededor en busca de algo conocido se percató que tampoco recordaba dónde vivía ni sus relaciones del pasado. Conocía sus gustos y pasiones pero no de donde los había adquirido. Unos gusanos pestilentes decidieron hacerse un festín en su cerebro devorando a bocados sus memorias y lo único que dejaron atrás fue un vago sueño de una luz azulada que la envolvía. Compenetrada en su mente, la demonio comenzó a caminar en busca de algo que no fuera arena y agua salada. Si aparecía alguien podría robarle o ver si le convenía primero conducirlo hasta el dormitorio para robarle después pero la isla se mostraba desierta y estéril. Entre hileras interminables de rocas y caracolas al fin divisó un pequeño bote de madera, pero éste no estaba vacío. Acercándose lenta y cuidadosamente, acarició con la vista la escena. Un hombre tendido en el interior del pequeño navío yacía inmóvil. – Por supuesto que está muerto – bufó Meridiana tras ver la tez grisácea y extremadamente pálida del humano. La piel del maltrecho cadáver se aferraba ferozmente al hueso y las venas azules decoraban los puntos donde la ropa no lo cubría. El cuerpo aparentaba ya descomposición. Pero a pesar de la lógica, los ropajes, aunque dañados y hechos jirones, mantenían cierta integridad. Una casaca de cuero larga tapaba la mayoría del torso a excepción de la parte superior del pecho, por donde asomaba una camisa amarillenta que en algún momento podría haber sido blanca. La barca todavía estaba empapada, por lo que no habría podido estar allí demasiado tiempo. La joven investigaba con voracidad la extrañeza de la situación y miles de preguntas hurgaban en su cabeza. Sumida en sus pensamientos, fue sobresaltada por los ojos abiertos del difunto.

20 Avril 2021 23:13 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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