La hija de hielo y fuego lloraba en una cuna, entre árboles que susurraban su nombre para arrullarla y ahí más allá, en la obscuridad, grandes ojos amarillos la observaban y más arriba en la noche silenciosa llena de estrellas, la luna contemplaba a la hija que nunca pudo envolver en sus brazos, pero la amaba tan profundamente que le obsequió un dije plateado que contenía un rayo de luna en su interior.
Los ojos amarillos que miraban con cariño a aquella niña en la cuna, voltearon hacia la luna, haciendo una petición silenciosa, esos ojos tomaron lugar en un cuerpo grande y peludo, del color de la noche sin estrellas y se acercaron a la cuna, para mecer con su pata a la pequeña niña que lloraba desconsoladamente, como si hubiera visto el fuego y hielo que se entremezclaron en una lucha sangrienta y de muerte. La criatura cuidó de ella hasta que fue encontrada.
La hija de hielo y fuego creció amada pero perdida a los ojos del mundo al que pertenecía, aún recordada por los bosques que alguna vez protegería, las criaturas de fuego y hielo esperaban su regreso y la criatura de pelaje negro y ojos amarillos, seguía observándola después de tanto tiempo, cuidando sus pasos y velando sus sueños por la ventana de su nuevo hogar.
Lueme, la hija de fuego y hielo, bailaba en la orilla del bosque, cuya obscuridad ocultaba lo que vivía más allá, no te acerques a él, decían sus padres, pero ella sentía un llamado que hacía eco en sus huesos, en su corazón, sus ojos siempre buscando aquella profunda obscuridad hasta que se encontraban con esos ojos ámbar, que la hacían olvidar, así que sus recuerdos se llenaban de esa mirada profunda, que la acompañaban en las noches en las que se sentía perdida y ajena.
Ella siguió bailando, al ritmo de ese llamado de pino y viento, bailando para el bosque, bailando para los ojos color ámbar y así algún día podrían escuchar su corazón para llevársela por fin a casa.
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