Una estación de amor
Primavera
Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso,
ya al oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas
miró al carruaje de delante. Extrañado de una cara que
no había visto en el coche la tarde anterior, preguntó a sus
compañeros:
–¿Quién es? No parece fea.
–¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del
doctor Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece…
Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura.
Era una chica muy joven aún, acaso no más de catorce
años, pero ya núbil. Tenía, bajo cabello muy oscuro, un rostro
de suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio
exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndose
hacia las sienes entre negras pestañas. Tal vez un poco
separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha
nobleza o gran terquedad. Pero sus ojos, tal como eran, llenaban
aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos
Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó
deslumbrado.
–¡Qué encanto! –murmuró, quedando inmóvil con una rodilla
en el almohadón del surrey. Un momento después las serpentinas
volaban hacia la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados
por el puente colgante de papel, y la que lo ocasionaba
sonreía de vez en cuando al galante muchacho.
Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cocheros
y aún al carruaje: las serpentinas llovían sin cesar. Tanto
fue, que las dos personas sentadas atrás se volvieron y, bien
que sonriendo, examinaron atentamente al derrochador.
–Quiénes son? –preguntó Nébel en voz baja.
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–El doctor Arrizabalaga… Cierto que no lo conoces. La otra
es la madre de tu chica… Es cuñada del doctor.
Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se sonrieran
francamente ante aquella exuberancia de juventud, Nébel
se creyó en el deber de saludarlos, a lo que respondió el terceto
con jovial condescendencia.
Este fue el principio de un idilio que duró tres meses, y al
que Nébel se creyó en el deber de saludarlos, a lo que respondió
el terceto con jovial condescendencia. Mientras continuó el
corso, y en Concordia se prolonga hasta horas increíbles, Né-
bel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan bien
que el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.
Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el
corso se reanudaba de noche con batalla de flores, Nébel agotó
en un cuarto de hora cuatro inmensas canastas. Arrizabalaga y
la señora se reían, volviendo la cabeza a menudo, y la joven no
apartaba casi sus ojos de cabeza a menudo, y la joven no apartaba
casi sus ojos de Nébel. Este echó una mirada de desesperación
a sus canastas vacías. Mas sobre el almohadón del surrey
quedaba aún uno, un pobre ramo de siemprevivas y jazmines
del país. Nébel saltó con él sobre la rueda de los jazmines
del país. Nébel saltó con él sobre la rueda del surrey, dislocóse
casi un tobillo, y corriendo a la victoria, jadeante, empapado en
sudor y con el entusiasmo a flor de ojos, tendió el ramo a al joven.
Ella buscó atolondradamente otro, pero no lo tenía. Sus
acompañantes se reían.
–¡Pero loca! –le dijo la madre, señalándole el pecho–. ¡Ahí tienes
uno!
El carruaje arrancaba al trote. Nébel que había descendido
afligido del estribo, corrió y alcanzó el ramo que la joven le
tendía con el cuerpo casi fuera del coche.
Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde
concluía su bachillerato. Había permanecido allá siete años, de
modo que su conocimiento de la sociedad actual de Concordia
era mínimo. Debía quedar aún quince días en su ciudad natal,
disfrutados en pleno sosiego de alma, sino de cuerpo. Y he aquí
que desde el segundo día perdía toda su serenidad. Pero en
cambio, ¡qué encanto!
–¡Qué encanto! –se repetía pensando en aquel rayo de luz,
flor y carne femenina que había llegado a él desde el carruaje.
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Se reconocía real y profundamente deslumbrado –y enamorado,
desde luego.
¡Y si ella lo quisiera!… ¿Lo querría? Nébel, para dilucidarlo,
confiaba mucho más que en el ramo de su pecho, en la precipitación
aturdida con que la joven había buscado algo que darle.
Evocaba claramente el brillo de sus ojos cuando lo vio llegar
corriendo, la inquieta expectativa con que lo esperó –y en otro
orden, la morbidez del joven pecho, al tenderle el ramo.
¡Y ahora, concluido! Ella se iba al día siguiente a Montevideo.
¿Qué le importaba lo demás, Concordia, sus amigos de antes,
su mismo padre? Por lo menos iría con ella hasta Buenos
Aires.
Hicieron efectivamente el viaje juntos, y durante él Nébel llegó
al más alto grado de pasión que puede alcanzar un romántico
muchacho de dieciocho años que se siente querido. La madre
acogió el casi infantil idilio con afable complacencia, y se
reía a menudo al verlos, hablando poco, sonriendo sin cesar y
mirándose infinitamente.
La despedida fue breve, pues Nébel no quiso perder el último
vestigio de cordura que le quedaba, cortando su carrera tras
ella.
Ellas volverían a Concordia en el invierno, acaso una temporada.
¿Iría él? «¡Oh, no volver yo!» Y mientras Nébel se alejaba
despacio por el muelle, volviéndose a cada momento, ella, de
pecho sobre la borda y la cabeza baja, lo seguía con los ojos,
mientras en la planchada los marineros levantaban los suyos risueños
a aquel idilio –y al vestido, corto aún, de la tiernísima
novia.
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Verano
I
El 13 de junio Nébel volvió a Concordia, y aunque supo desde
el primer momento que Lidia estaba allí, pasó una semana sin
inquietarse poco ni mucho por ella. Cuatro meses son plazo sobrado
para un relámpago de pasión, y apenas si en el agua dormida
de su alma el último resplandor alcanzaba a rizar su amor
propio. Sentía, sí, curiosidad de verla. Hasta que un nimio incidente,
punzando su vanidad, lo arrastró de nuevo. El primer
domingo, Nébel, como todo buen chico de pueblo, esperó en la
esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso, erguidas y
mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre la fila
de muchachos.
Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para
sorber en toda su plenitud la figura bruscamente adorada.
Esperó con ansia casi dolorosa el instante en que los ojos de
ella, en un súbito resplandor de dichosa sorpresa, lo reconocerían
entre el grupo.
Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.
–Parece que no se acuerda más de ti –le dijo un amigo, que a
su lado había seguido el incidente.
–¡No mucho! –se sonrió él–. Y es lástima, porque la chica me
gustaba en realidad.
Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y
ahora que había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido
siempre, él que creía no acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum,
pum, pum! –repetía sin darse cuenta–. ¡Pum! ¡Todo ha
concluido!
De golpe: ¿Y si no me hubieran visto?… ¡Claro! ¡pero claro!
Su rostro se animó de nuevo, y acogió esta vaga probabilidad
con profunda convicción.
A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga. Su idea
era elemental: consultaría con cualquier mísero pretexto al
abogado; y acaso la viera.
Fue allá. Una súbita carrera por el patio respondió al timbre,
y Lidia, para detener el impulso, tuvo que cogerse violentamente
a la puerta vidriera. Vio a Nébel, lanzó una exclamación, y
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ocultando con sus brazos la ligereza de su ropa, huyó más velozmente
aún.
Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a
su antiguo conocido con más viva complacencia con mayor
complacencia que cuatro meses atrás. Nébel no cabía en sí de
gozo; y como la señora no parecía inquietarse por las preocupaciones
jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón de
veces tal presencia a la del abogado.
Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado
ardiente. Y como tenía dieciocho años, deseaba irse de una
vez para gozar a solas, y sin cortedad, su inmensa dicha.
–¡Tan pronto, ya! –le dijo la señora–. Espero que tendremos
el gusto de verlo otra vez… ¿No es verdad?… ¿no es verdad?
–¡Oh, sí, señora!
–En casa todos tendríamos mucho placer… ¡Supongo que todos!
¿Quiere que consultemos? –se sonrió con maternal burla.
–¡Oh, con toda el alma! –repuso Nébel.
–¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien
conoces.
Lidia llegó cuando él estaba ya de pie. Avanzó al encuentro
de Nébel, los ojos centelleantes de dicha, y le tendió un gran
ramo de violetas, con adorable torpeza.
–Si a usted no le molesta –prosiguió la madre–, podría venir
todos los lunes… ¿Qué le parece?
–¡Que es muy poco, señora! –repuso el muchacho–. Los viernes
también ¿Me permite?
La señora se echó a reír.
–¡Qué apurado! Yo no sé… Veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices,
Lidia?
La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo
¡sí! en pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta.
–Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel.
Nébel objetó:
–¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día
extraordinario…
–¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia.
Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se despidió allí
mismo y huyó con su ramo cuyo cabo había deshecho casi, y
con el alma proyectada al último cielo de la felicidad.
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II
Durante dos meses, en todos los momentos en que se veían, en
todas las horas que los separaban, Nébel y Lidia se adoraron.
Para él, romántico hasta sentir el estado de dolorosa melancolía
que provoca una simple garúa que agrisa el patio, la criatura
aquella, con su cara angelical, sus ojos azules y su temprana
plenitud, debía encarnar la suma posible de ideal. Para ella,
Nébel era varonil, buen mozo e inteligente. No había en su mutuo
amor más nube que la minoría de edad de Nébel. El muchacho,
dejando de lado estudios, carreras y demás superfluidades,
quería casarse. Como probado, no había sino dos cosas:
que a él le era absolutamente imposible vivir sin Lidia, y que
llevaría por delante cuanto se opusiese a ello. Presentía –o más
bien dicho, sentía– que iba a escollar rudamente.
Su padre, en efecto, a quien había disgustado profundamente
el año que perdía Nébel tras un amorío de carnaval, debía
apuntar las íes con terrible vigor. A fines de agosto habló un
día definitivamente a su hijo:
–Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arrizabalaga.
¿Es cierto? Porque tú no te dignas decirme una palabra.
Nébel vio toda la tormenta en esa forma de dignidad, y la voz
le tembló un poco al contestar:
–Si no te dije nada, papá, es porque sé que no te gusta que te
hable de eso.
–¡Bah! Como gustarme, puedes, en efecto, ahorrarte el trabajo…
Pero quisiera saber en qué estado estás. ¿Vas a esa casa
como novio?
–Sí.
–¿Y te reciben formalmente?
–Creo que sí…
El padre lo miró fijamente y tamborileó sobre la mesa.
–¡Está bueno! Muy bien!… Óyeme, porque tengo el deber de
mostrarte el camino. ¿Sabes tú bien lo que haces? ¿Has pensado
en lo que puede pasar?
–¿Pasar?… ¿Qué?
–Que te cases con esa muchacha. Pero fíjate: ya tienes edad
para reflexionar, al menos. ¿Sabes quién es? ¿De dónde viene?
¿Conoces a alguien que sepa qué vida lleva en Montevideo?
–¡Papá!
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–¡Sí, qué hacen allá! ¡Bah! No pongas esa cara… No me refiero
a tu… novia. Esa es una criatura, y como tal no sabe lo que
hace. ¿Pero sabes de qué viven?
–¡No! Ni me importa, porque aunque seas mi padre…
–¡Bah, bah, bah! Deja eso para después. No te hablo como
padre sino como cualquier hombre honrado pudiera hablarte. Y
puesto que te indigna tanto lo que te pregunto, averigua a quien
quiera contarte, qué clase de relaciones tiene la madre de
tu novia con su cuñado, ¡pregunta!
–¡Sí! Ya sé que ha sido…
–Ah, ¿sabes que ha sido la querida de Arrizabalaga? ¿Y que él
u otro sostienen la casa en Montevideo? ¡Y te quedas tan
fresco!
–¡…!
–¡Sí, ya sé! ¡Tu novia no tiene nada que ver con esto, ya sé!
No hay impulso más bello que el tuyo… Pero anda con cuidado,
porque puedes llegar tarde… ¡No, no, cálmate! No tengo ninguna
idea de ofender a tu novia, creo, como te he dicho, que no
está. Contaminada, aún por la podredumbre que la rodea. Pero
si la madre te la quiere vender en matrimonio, o más bien a la
fortuna que vas a heredar cuando yo muera, dile que el viejo
Nébel no está dispuesto a esos tráficos y que antes se lo llevará
el diablo que consentir en ese matrimonio. Nada el diablo que
consentir en eso. Nada más te quería decirte.
El muchacho quería mucho a su padre, a pesar del a su padre,
a pesar del carácter de éste; salió lleno de rabia por no haber
podido desahogar su ira, tanto más violenta cuanto que él
mismo la sabía injusta. Hacía tiempo ya que no lo ignoraba. La
madre de Lidia había sido querida de Arrizabalaga en vida de
su marido, y aun cuatro o cinco años después. Se veían aún de
tarde en tarde, pero el viejo libertino, arrebujado ahora en su
artritis de solterón enfermizo, distaba mucho de ser respecto
de su cuñada lo que se pretendía; y si mantenía el tren de madre
e hija, lo hacía por una especie de agradecimiento de ex
amante, y sobre una especie de compasión de ex amante, y sobre
todo para autorizar los chismes actuales que hinchaban su
vanidad.
Nébel evocaba a la madre; y con un estremecimiento de muchacho
loco por las mujeres casadas, recordaba cierta noche
en que hojeando juntos y reclinados una «Illustration», había
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creído sentir sobre sus nervios súbitamente tensos un hondo
hálito de deseo que surgía del cuerpo pleno que rozaba con él.
Al levantar los ojos, Nébel había visto la mirada de ella, mareada,
posarse pesadamente sobre la suya.
¿Se había equivocado? Era terriblemente histérica, pero con
raras crisis explosivas; los nervios desordenados repiqueteaban
hacia adentro y de aquí la enfermiza tenacidad en un disparate
y el súbito abandono de una convicción; y en los pródromos
de las crisis, la obstinación creciente, convulsiva, edificándose
con grandes bloques de absurdos. Abusaba de la morfina
por angustiosa necesidad y por elegancia. Tenía treinta y siete
años; era alta, con labios muy gruesos y encendidos que humedecía
sin cesar. Sin ser grandes, sus ojos lo parecían por el corte
y por tener pestañas muy largas; pero eran admirables de
sombra y fuego. Se pintaba. Vestía, como la hija, con perfecto
buen gusto, y era ésta, sin duda, su mayor seducción. Debía de
haber tenido, como mujer, profundo encanto; ahora la histeria
había trabajado mucho su cuerpo –siendo, desde luego, enferma
del vientre. Cuando el latigazo de la morfina pasaba, sus
ojos se empañaban, y de la comisura de los labios, del párpado
globoso, pendía una fina redecilla de arrugas. Pero a pesar de
ello, la misma histeria que le deshacía los nervios era el alimento
un poco mágico que sostenía su tonicidad.
Quería entrañablemente a Lidia; y con la moral de las burguesas
histéricas, hubiera envilecido a su hija para hacerla feliz
–esto es, para proporcionarle aquello que habría hecho su propia
felicidad.
Así, la inquietud del padre de Nébel a este respecto tocaba a
su hijo en lo más hondo de sus cuerdas de sus cuerdas de
amante. ¿Cómo había escapado Lidia? Porque la limpidez de su
cutis, la franqueza de su pasión de chica que surgía con adorable
libertad de sus ojos brillantes, era, ya no prueba de pureza,
sino escalón de noble gozo por el que Nébel ascendía triunfal a
arrancar de una manotada a la planta podrida, la flor que pedía
por él.
Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado.
Una tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de
Arrizabalaga, había sentido loco deseo de verla. Su dicha fue
completa, pues la halló sola, en batón, y los rizos sobre las mejillas.
Como Nébel la retuvo contra la pared, ella, riendo y
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cortada, se recostó en el muro. Y el muchacho, a su frente, tocándola
casi, sintió en sus manos inertes la alta felicidad de un
amor inmaculado, que tan fácil le habría sido manchar.
¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le
era posible su casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en
esos días, le permitía por su legítima materna afrontar los gastos.
Quedaba el consentimiento del padre, y la madre apremiaba
este detalle.
La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia, exigía
una sanción social que debía comenzar, desde luego, por la del
futuro suegro de su hija. Y sobre todo, la sostenía el deseo de
humillar, de forzar a la moral burguesa a doblar las rodillas ante
la misma inconveniencia que despreció.
Ya varias veces había tocado el punto con su futuro yerno,
con alusiones a «mi suegro»… «mi nueva familia»…, «la cuñada
de mi hija». Nébel se callaba, y los ojos de la madre brillaban
entonces con más sombrío fuego.
Hasta que un día la llama se levantó. Nébel había fijado el 18
de octubre para su casamiento. Faltaba más de un mes aún,
pero la madre hizo entender claramente al muchacho que quería
la presencia de su padre esa noche.
–Será difícil –dijo Nébel después de un mortificante silencio–.
Le cuesta mucho salir de noche… No sale nunca.
–¡Ah! –exclamó sólo la madre, mordiéndose rápidamente el
labio. Otra pausa siguió, pero ésta ya de presagio.
–Porque usted no hace un casamiento clandestino, ¿verdad?
–¡Oh! –se sonrió difícilmente Nébel–. Mi padre tampoco lo
cree.
–¿Y entonces?
Nuevo silencio, cada vez más tempestuoso.
–¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir?
–¡No, no señora! –exclamó al fin Nébel, impaciente– Está en
su modo de ser… Hablaré de nuevo con él, si quiere.
–¿Yo, querer? –se sonrió la madre dilatando las narices–. Haga
lo que le parezca… ¿Quiere irse, Nébel, ahora? No estoy
bien.
Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a decir a su
padre? Este sostenía siempre su rotunda oposición a tal matrimonio,
y ya el hijo había emprendido las gestiones para prescindir
de ella.
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–Puedes hacer eso, y todo lo que te dé la gana. Pero mi consentimiento
para que esa entretenida sea tu suegra, ¡jamás!
Después de tres días Nébel decidió concluir de una decidió
aclarar de una vez esa vez con ese estado de cosas, y aprovechó
para ello un momento en que Lidia no estaba.
–Hablé con mi padre –comenzó Nébel–, y me ha dicho que le
será completamente imposible asistir.
La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos, en un
súbito fulgor, se estiraban hacia las sienes.
–¡Ah! ¿Y por qué?
–No sé –repuso con voz sorda Nébel.
–Es decir… que su señor padre teme mancharse si pone los
pies aquí.
–¡No sé! –repitió él, obstinado a su vez.
–¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor!
¿Qué se ha figurado? –añadió con voz ya alterada y los labios
temblantes–. ¿Quién es él para darse ese tono?
Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda
de su familia.
–¡Qué es, no sé! –repuso con la voz precipitada a su vez–. Pero
no sólo se niega a asistir, sino que tampoco da su
consentimiento.
–¿Qué? ¿Que se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado
para esto!
Nébel se levantó:
–Usted no…
Pero ella se había levantado también.
–¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado
su fortuna, robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su
familia irreprochable, sin mancha, se llena la boca con eso! ¡Su
familia!… ¡Dígale que le diga cuántas paredes tenía que saltar
para ir a dormir con su mujer antes de casarse! ¡Sí, y me viene
con su familia!… ¡Muy bien, váyase; estoy hasta aquí de hipocresías!
¡Que lo pase bien!
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III
Nébel vivió cuatro días en la más honda desesperación. ¿Qué
podía esperar después de lo sucedido? Al quinto, y al anochecer,
recibió una esquela:
«Octavio:
Lidia está bastante enferma, y sólo su presencia podría
calmarla.
María S. de Arrizabalaga»
Era una treta, no ofrecía duda. Pero si su Lidia en verdad…
Fue esa noche, y la madre lo recibió con una discreción que
asombró a Nébel: sin afabilidad excesiva, ni aire tampoco de
pecadora que pide disculpas.
–Si quiere verla…
Nébel entró con la madre, y vio a su amor adorado en la cama,
el rostro con esa frescura sin polvos que dan únicamente
los catorce años, y las piernas recogidas.
Se sentó a su lado, y en balde la madre esperó a que se dijeran
algo: no hacían sino mirarse y sonreír.
De pronto Nébel sintió que estaban solos, y la imagen de la
madre surgió nítida: «Se va para que en el transporte de mi
amor reconquistado pierda la cabeza, y el matrimonio sea así
forzoso». Pero en ese cuarto de hora de goce final que le ofrecían
adelantado a costa de un pagaré de casamiento, el muchacho
de dieciocho años sintió –como otra vez contra la pared– el
placer sin la más leve mancha, de un amor puro en toda su aureola
de poético idilio.
Sólo Nébel pudo decir cuán grande fue su dicha recuperada
en pos del naufragio. El también olvidaba lo que fuera en la
madre explosión de calumnia, ansia rabiosa de insultar a los
que no lo merecen. Pero tenía la más fría decisión de apartar a
la madre de su vida, una vez casados. El recuerdo de su tierna
novia, pura y riente en la cama que se había destendido una
punta para él, encendía la promesa de una voluptuosidad íntegra,
a la que no había robado prematuramente el más pequeño
diamante.
A la noche siguiente, al llegar a lo de Arrizabalaga, Nébel halló
el zaguán oscuro. Después de largo rato la sirvienta entreabrió
la ventana.
–¿Han salido? –preguntó él extrañado.
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–No, se van a Montevideo… Han ido al Salto a dormir a
bordo.
–¡Ah! –murmuró Nébel aterrado. Tenía una esperanza aún.
–¡El doctor? ¿Puedo hablar con él?
–No está; se ha ido al club después de comer.
Una vez solo en la calle oscura, Nébel levantó y dejó caer los
brazos con mortal desaliento: ¡Se acabó todo! ¡Su felicidad, su
dicha reconquistada un día antes, perdida de nuevo y para
siempre! Presentía que esta vez no había redención posible.
Los nervios de la madre habían saltado a la loca, como teclas, y
él no podía ya hacer más.
Caminó hasta la esquina, y desde allí, inmóvil bajo el farol,
contempló con estúpida fijeza la casa rosada. Dio una vuelta
manzana, y tornó a detenerse bajo el farol. ¡Nunca, nunca más!
Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fue a su casa
y cargó el revólver. Pero un recuerdo lo detuvo: meses atrás
había prometido a un dibujante alemán que antes de suicidarse
un día –Nébel era adolescente– iría a verlo. Uníalo con el viejo
militar de Guillermo una viva amistad, cimentada sobre largas
charlas filosóficas.
A la mañana siguiente, muy temprano, Nébel llamaba al pobre
cuarto de aquél. La expresión de su rostro era sobrado
explícita.
–¿Es ahora? –le preguntó el paternal amigo, estrechándole
con fuerza la mano.
–¡Pst! ¡De todos modos!… –repuso el muchacho, mirando a
otro lado.
El dibujante, con gran calma, le contó entonces su propio
drama de amor.
–Vaya a su casa –concluyó–, y si a las once no ha cambiado de
idea, vuelva a almorzar conmigo, si es que tenemos qué. Después
hará lo que quiera. ¿Me lo jura?
–Se lo juro –contestó Nébel, devolviéndole su estrecho apretón
con grandes ganas de llorar.
En su casa lo esperaba una tarjeta de Lidia:
«Idolatrado Octavio:
Mi desesperación no puede ser más grande. Pero mamá ha
visto que si me casaba con usted, me estaban reservados grandes
dolores, he comprendido como ella que lo mejor era separarnos
y le jura no olvidarlo nunca.
14
tu
Lidia»
–¡Ah, tenía que ser así! –clamó el muchacho, viendo al mismo
tiempo con espanto su rostro demudado en el espejo. ¡La madre
era quien había inspirado la carta, ella y su maldita locura!
Lidia no había podido menos que escribir, y la pobre chica,
trastornada, lloraba todo su amor en la redacción–. ¡Ah! ¡Si pudiera
verla algún día, decirle de qué modo la he querido, cuánto
la quiero ahora, adorada de mi alma!…
Temblando fue hasta el velador y cogió el revólver, pero recordó
su nueva promesa, y durante un larguísimo tiempo permaneció
allí de pie, limpiando obstinadamente con la uña una
mancha del tambor.
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Otoño
Una tarde, en Buenos Aires, acababa Nébel de subir al tranvía
cuando el coche se detuvo un momento más del conveniente, y
Nébel, que leía, volvió al fin la cabeza.
Una mujer con lento y difícil paso avanzaba entre los asientos.
Tras una rápida ojeada a la incómoda persona, Nébel reanudó
la lectura. La dama se sentó a su lado, y al hacerlo miró
atentamente a su vecino. Nébel, aunque sentía de vez en cuando
la mirada extranjera posada sobre él, prosiguió su lectura;
pero al fin se cansó y levantó el rostro extrañado.
–Ya me parecía que era usted –exclamó la dama–, aunque dudaba
aún… No me recuerda, ¿no es cierto?
–Sí –repuso Nébel abriendo los ojos– La señora de
Arrizabalaga…
Ella vio la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja cortesana
que trata aún de parecer bien a un muchacho.
De ella –cuando Nébel la conoció once años atrás–sólo quedaban
los ojos, aunque más hundidos, y ya apagados. El cutis
amarillo, con tonos verdosos en las sombras, se resquebrajaba
en polvorientos surcos. Los pómulos saltaban ahora, y los labios,
siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del todo
cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía viva a la morfina
corriendo por entre los nervios agotados y las arterias acuosas,
hasta haber convertido en aquel esqueleto a la elegante mujer
que un día hojeó la «Ilustration» a su lado.
–Sí estoy muy envejecida… y enferma, he tenido ya ataques a
los riñones… Y usted –añadió mirándolo con ternura–, ¡siempre
igual! Verdad es que no tiene treinta años aún… Lidia también
está igual.
Nébel levantó los ojos:
–¿Soltera?
–Sí… ¡Cuánto se alegrará cuando le cuente! ¿Por qué no le
da ese gusto a la pobre? ¿No quiere ir a vernos?
–Con mucho gusto… –murmuró Nébel.
–Sí, vaya pronto; ya sabe lo que hemos sido para usted… En
fin, Boedo, 1483; departamento 14… Nuestra posición es tan
mezquina…
–¡Oh! –protestó él, levantándose para irse. Prometió ir muy
pronto.
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Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso
cumplir su promesa. Fue allá –un miserable departamento
de arrabal–. La señora de Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia
se arreglaba un poco.
–¡Conque once años! –observó de nuevo la madre–. ¡Cómo
pasa el tiempo! ¡Y usted que podría tener una infinidad de hijos
con Lidia!
–Seguramente –sonrió Nébel, mirando a su rededor.
–¡Oh! ¡No estamos muy bien! Y sobre todo como debe estar
puesta su casa… Siempre oigo hablar de sus cañaverales… ¿Es
ése su único establecimiento?
–Sí… En Entre Ríos también…
–¡Qué feliz! Si pudiera uno… ¡Siempre deseando ir a pasar
unos meses en el campo, y siempre con el deseo!
Se calló, echando una fugaz mirada a Nébel. Este, con el corazón
apretado, revivía nítidas las impresiones enterradas once
años en su alma.
–Y todo esto por falta de relaciones… ¡Es tan difícil tener un
amigo en esas condiciones!
El corazón de Nébel se contraía cada vez más, y Lidia entró.
Ella estaba también muy cambiada, porque el encanto de un
candor y una frescura de los catorce años no se vuelve a hallar
más en la mujer de veintiséis. Pero bella siempre. Su olfato
masculino sintió en su cuello mórbido, en la mansa tranquilidad
de su mirada, y en todo lo indefinible que denuncia al hombre
el amor ya gozado, que debía guardar velado para siempre
el recuerdo de la Lidia que conoció.
Hablaron de cosas muy triviales, con perfecta discreción de
personas maduras. Cuando ella salió de nuevo un momento, la
madre reanudó:
–Sí, está un poco débil… Y cuando pienso que en el campo se
repondría enseguida… Vea, Octavio: ¿me permite ser franca
con usted? Ya sabe que lo he querido como a un hijo… ¿No podríamos
pasar una temporada en su establecimiento? ¡Cuánto
bien le haría a Lidia!
–Soy casado –repuso Nébel.
La señora tuvo un gesto de viva contrariedad, y por un instante
su decepción fue sincera; pero enseguida cruzó sus manos
cómicas:
17
–¡Casado, usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia! ¡Perdó-
neme, ya sabe!… No sé lo que digo… ¿Y su señora vive con usted
en el ingenio?
–Sí, generalmente… Ahora está en Europa.
–¡Qué desgracia! Es decir… ¡Octavio! –añadió abriendo los
brazos con lágrimas en los ojos–: A usted le puedo contar, usted
ha sido casi mi hijo… ¡Estamos poco menos que en la miseria!
¿Por qué no quiere que vaya con Lidia? Voy a tener con usted
una confesión de madre –concluyó con una pastosa sonrisa
y bajando la voz–: Usted conoce bien el corazón de Lidia, ¿no
es cierto?
Esperó respuesta, pero Nébel permanecía callado.
–¡Sí, usted la conoce! ¿Y cree que Lidia es mujer capaz de olvidar
cuando ha querido?
Ahora había reforzado su insinuación con una lenta con una
leve guiñada. Nébel valoró entonces de golpe el abismo en que
pudo haber caído antes. Era siempre la misma madre, pero ya
envilecida por su propia alma vieja, la morfina y la pobreza. Y
Lidia… Al verla otra vez había sentido un brusco golpe de deseo
por la mujer actual de garganta llena y ya estremecida. Ante
el tratado comercial que le ofrecían, se echó en brazos de
aquella rara conquista que le deparaba el destino.
–¿No sabes, Lidia? –prorrumpió la madre alborozada, al volver
su hija–. Octavio nos invita a pasar una temporada en su
establecimiento. ¿Qué te parece?
Lidia tuvo una fugitiva contracción de cejas y recuperó su
serenidad.
–Muy bien mamá…
–¡Ah! ¿No sabes lo que dice? Está casado. ¡Tan joven aún!
Somos casi de su familia…
Lidia volvió entonces los ojos a Nébel, y lo miró un momento
con dolorosa gravedad.
–¿Hace tiempo? –murmuró.
–Cuatro años –repuso él en voz baja. A pesar de todo, le faltó
ánimo para mirarla.
18
Invierno
I
No hicieron el viaje juntos por un último escrúpulo de Nébel en
una línea donde era muy conocido; pero al salir de la estación
subieron todos en el brec de la casa. Cuando Nébel quedaba
solo en el ingenio, no guardaba a su servicio doméstico más
que a una vieja india, pues –a más de su propia frugalidad– su
mujer se llevaba consigo toda la servidumbre. De este modo
presentó sus acompañantes a la fiel nativa como una tía anciana
y su hija, que venían a recobrar la salud perdida.
Nada más creíble, por otro lado, pues la señora decaía vertiginosamente.
Había llegado deshecha, el pie incierto y pesadí-
simo, y en sus facies angustiosa la morfina, que había sacrificado
cuatro horas seguidas a ruego de Nébel, pedía a gritos una
corrida por dentro de aquel cadáver viviente.
Nébel, que cortara sus estudios a la muerte de su padre, sabía
lo suficiente para prever una rápida catástrofe; el riñón, íntimamente
atacado, tenía a veces paros peligrosos que la morfina
no hacía sino precipitar.
Ya en el coche, no pudiendo resistir más, la dama había mirado
a Nébel con transida angustia:
–Si me permite, Octavio… ¡No puedo más! Lidia, ponte
delante.
La hija, tranquilamente, ocultó un poco a su madre, y Nébel
oyó el crujido de la ropa violentamente recogida para pinchar
el muslo.
Los ojos se encendieron, y una plenitud de vida cubrió como
una máscara aquella cara agónica.
–Ahora estoy bien… ¡Qué dicha! Me siento bien.
–Debería dejar eso –dijo duramente Nébel, mirándola de costado–.
Al llegar, estará peor.
–¡Oh, no! Antes morir aquí mismo.
Nébel pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir cuanto
le fuera posible sin ver en Lidia y su madre más que dos pobres
enfermas. Pero al caer la tarde, y a ejemplo de las fieras que
empiezan a esa hora a afilar las empiezan a esa hora a afilar
las garras, el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos
escalofríos.
19
Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba
acostarse de una vez. No hubo tampoco medio de que tomara
exclusivamente leche.
–¡Huy! ¡Qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quiere que
sacrifique los últimos años de mi vida, ahora que podría morir
contenta?
Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras,
y sólo al fin del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero
Lidia bajó la suya enseguida.
Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del
cuarto Lidia.
–¡Quién es! –sonó de pronto la voz azorada.
–Soy yo –murmuró apenas Nébel.
Un movimiento de ropas, como el de una persona que se
sienta bruscamente en la cama, siguió a sus palabras, y el silencio
reinó de nuevo. Pero cuando la mano de Nébel tocó en la
oscuridad un brazo fresco, el cuerpo tembló entonces en una
honda sacudida.
…
Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya había conocido
el amor antes que él llegara, subió de lo más recóndito del alma
de Nébel el santo orgullo de su adolescencia de no haber
tocado jamás, de no haber robado ni un beso siquiera, a la criatura
que lo miraba con radiante candor. Pensó en las palabras
de Dostoyevsky, que hasta ese momento no había
comprendido:
«Nada hay más bello y que fortalezca más en la vida, que un
recuerdo puro». Nébel lo había guardado, ese recuerdo sin
mancha, pureza inmaculada de sus dieciocho años, y que ahora
yacía allí, enfangada hasta el cáliz sobre una cama de sirvienta.
Sintió entonces sobre su cuello dos lágrimas pesadas, silenciosas.
Ella a su vez recordaría… Y las lágrimas de Lidia continuaban
una tras otra, regando, como una tumba, el abominable
fin de su único sueño de felicidad.
20
II
Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel
estaba casi todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se
encontraban muy pocas veces solos; y aunque de noche volvían
a verse, pasaban aún entonces largo tiempo callados.
Lidia misma tenía bastante qué hacer cuidando a su madre,
postrada al fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya
podrido, y aun a trueque del peligro inmediato que ocasionara.
Nébel pensó en suprimir la morfina. Pero se abstuvo una mañana
que, entrando bruscamente en el comedor, sorprendió a Lidia
que se bajaba precipitadamente las faldas. Tenía en la mano
la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada espantada.
–¿Hace mucho tiempo que usas eso? –le preguntó él al fin.
–Sí –murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja.
Nébel la miró aún y se encogió de hombros.
Sin embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una
frecuencia terrible para ahogar los dolores de su riñón que la
morfina concluía de matar, Nébel se decidió a intentar la salvación
de aquella desgraciada, sustrayéndole la droga.
–¡Octavio! ¡Me va a matar! –clamó ella con ronca súplica–.
¡Mi hijo Octavio! ¡No podría vivir un día!
–¡Es que no vivirá dos horas, si le dejo eso! –contestó Nébel.
–¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina!
Nébel dejó que los brazos se tendieran a él inútilmente, y salió
con Lidia.
–¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre?
–Sí… Los médicos me habían dicho…
Él la miró fijamente.
–Es que está mucho peor de lo que imaginas. Lidia se puso
blanca, y mirando afuera ahogó un sollozo mordiéndose los
labios.
–¿No hay médico aquí? –murmuró.
–Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos.
Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor,
y Nébel abrió una carta.
–¿Noticias? –preguntó Lidia inquieta, levantando los ojos a él.
Quieta los ojos a él.
–Sí –repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.
–¿Del médico? –volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.
21
–No, de mi mujer –repuso él con la voz dura, sin levantar los
ojos.
A las diez de la noche, Lidia llegó corriendo a la pieza de
Nébel.
–¡Octavio! ¡Mamá se muere!…
Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba
ya el rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados
y azules, y por entre ellos se escapaba un remedo de
palabra, gutural y a boca llena:
–Pla… pla… pla…
Nébel vio enseguida sobre el velador el frasco de morfina,
casi vacío.
–¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto? –preguntó
–¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido… Seguramente lo
fue a buscar a tu cuarto cuando no estabas… ¡Mamá, pobre
mamá! –cayó sollozando sobre el miserable brazo que pendía
hasta el piso.
Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la temperatura ca-
ía. Al rato los labios callaron su pla… pla, y en la piel aparecieron
grandes manchas violetas.
A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entierro, Né-
bel esperó que Lidia concluyera de vestirse mientras los peones
cargaban las valijas en el carruaje.
–Toma esto –le dijo cuando ella estuvo a su lado, tendiéndole
un cheque de diez mil pesos.
Lidia se estremeció violentamente, y sus ojos enrojecidos se
fijaron de lleno en los de Nébel. Pero él sostuvo la mirada.
–¡Tonta, pues! –repitió sorprendido.
Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel entonces
se inclinó sobre ella.
–Perdóname –le dijo–. No me juzgues peor de lo que soy.
En la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a la escalerilla
del vagón, pues el tren no salía aún. Cuando la campana
sonó, Lidia le tendió la mano, que Nébel retuvo un momento en
silencio. Luego, sin soltarla, recogió a Lidia de la cintura y la
besó hondamente en la boca.
El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista la ventanilla
que se perdía.
Pero Lidia no se asomó.
22
Capítulo 2
La muerte de Isolda
Concluía el primer acto de Tristán e Isolda. Cansado de la agitación
de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento de mi
soledad. Volví la cabeza a la sala, y detuve enseguida los ojos
en un palco bajo.
Evidentemente, un matrimonio. Él, un marido cualquiera, y
tal vez por su mercantil vulgaridad y la diferencia de años con
su mujer, menos que cualquiera.
Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas que
más que en el rostro –aun bien hermoso–, reside en la perfecta
solidaridad de mirada, boca, cuello, modo de entrecerrar los
ojos. Era, sobre todo, una belleza para hombres, sin ser en lo
más mínimo provocativa; y esto es precisamente lo que no entenderán
nunca las mujeres.
La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy
bien, y porque cuando el hombre está así en tensión de aspirar
fijamente un cuerpo hermoso, no recurre al arbitrio femenino
de los anteojos.
Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y
nuestras miradas se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el
encanto de aquella mirada vagando por uno y otro lado de la
sala, viví en un segundo, al sentirla directamente apoyada en
mí, el más adorable sueño de amor que haya tenido nunca.
Fue aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces,
en mi largo minuto de insistencia, tornaron fugazmente a
mí.
Fue asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante
su marido, el más rápido desencanto de un idilio. Sus
ojos volvieron otra vez, pero en ese instante sentí que mi vecino
de la izquierda miraba hacia allá, y después de un momento
de inmovilidad por ambas partes, se saludaron.
23
Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme
un hombre feliz, y observé a mi compañero. Era un hombre de
más de treinta y cinco años, de barba rubia y ojos azules de mirada
clara y un poco dura, que expresaba inequívoca voluntad.
–Se conocen –me dije– y no poco.
En efecto, después de la mitad del acto mi vecino, que no había
vuelto a apartar los ojos de la escena, los fijó en el palco.
Ella, la cabeza un poco echada atrás y en la penumbra, lo miraba
también. Me pareció más pálida aún. Se miraron fijamente,
insistentemente, aislados del mundo en aquella recta paralela
de alma a alma que los mantenía inmóviles.
Durante el tercero, mi vecino no volvió un instante la cabeza.
Pero antes de concluir aquél, salió por el pasillo lateral. Miré al
palco, y ella también se había retirado.
–Final de idilio –me dije melancólicamente.
El no volvió más, y el palco quedó vacío.
…
–Sí, se repiten –sacudió largo rato la cabeza–. Todas las situaciones
dramáticas pueden repetirse, aún las más inverosímiles,
y se repiten. Es menester vivir, y usted es muy muchacho… Y
las de su Tristán también, lo que no obsta para que haya allí el
más sostenido alarido de pasión que haya gritado alma humana…
Yo quiero tanto como usted a esa obra, y acaso más… No
me refiero, querrá creer, al drama de Tristán, y con él las treinta
y seis situaciones del dogma, fuera de las cuales todas son
repeticiones. No; la escena que vuelve como una pesadilla, los
personajes que sufren la alucinación de una dicha muerta, es
otra cosa… Usted asistió al preludio de una de esas repeticiones…
Sí, ya sé que se acuerda… No nos conocíamos con usted
entonces… ¡Y… precisamente a usted debía de hablarle de esto!
Pero juzga mal lo que vio y creyó un acto mío feliz…
¡Feliz!…
Óigame. El buque parte dentro de un momento, y esta vez no
vuelvo más… Le cuento esto a usted, como si se lo pudiera escribir,
por dos razones: Primero, porque usted tiene un parecido
pasmoso con lo que era yo entonces –en lo bueno únicamente,
por suerte–. Y segundo, porque usted, mi joven amigo, es
perfectamente incapaz de pretenderla, después de lo que va a
oír. Óigame:
24
La conocí hace diez años, y durante los seis meses que fui su
novio hice cuanto estuvo en mí para que fuera mía. La quería
mucho, y ella, inmensamente a mí. Por esto cedió un día, y desde
ese instante mi amor, privado de tensión, se enfrió.
Nuestro ambiente social era distinto, y mientras ella se embriagaba
con la dicha de poseer mi nombre, yo vivía en una esfera
de mundo donde me era inevitable flirtear con muchachas
de apellido, fortuna, y a veces muy lindas.
Una de ellas llevó conmigo el flirteo bajo parasoles de garden
party a un extremo tal, que me exasperé y la pretendí seriamente.
Pero si mi persona era interesante para esos juegos, mi
fortuna no alcanzaba a prometerle el tren necesario, y me lo
dio a entender claramente.
Tenía razón, perfecta razón. En consecuencia flirteé con una
amiga suya, mucho más fea, pero infinitamente menos hábil
para estas torturas del téte–a–téte a diez centímetros, cuya
gracia exclusiva consiste en enloquecer a su flirt, manteniéndose
uno dueño de sí. Y esta vez no fui yo quien se exasperó.
Seguro, pues, del triunfo, pensé entonces en el modo de romper
con Inés. Continuaba viéndola, y aunque no podía ella engañarse
sobre el amortiguamiento de mi pasión, su amor era
demasiado grande para no iluminarle los ojos de felicidad cada
vez que me veía llegar.
La madre nos dejaba solos; y aunque hubiera sabido lo que
pasaba, habría cerrado los ojos para no perder la más vaga posibilidad
de subir con su hija a una esfera mucho más alta.
Una noche fui allá dispuesto a romper, con visible malhumor,
por lo mismo. Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente
pálida.
–¿Qué tienes? –me dijo.
–Nada –le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente.
Ella dejó hacer, sin prestar atención a mi mano y mirándome
insistentemente. Al fin apartó los ojos contraídos y entramos
en la sala.
La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo
un momento y desapareció.
Romper es palabra corta y fácil; pero comenzarlo…
Nos habíamos sentado y no hablábamos. Inés se inclinó, me
apartó la mano de la cara y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso
examen.
25
–¡Es evidente!… –murmuró.
–¿Qué? –le pregunté fríamente.
La tranquilidad de mi mirada le hizo más daño que mi voz, y
su rostro se demudó:
–¡Que ya no me quieres! –articuló en una desesperada y lenta
oscilación de cabeza.
–Esta es la quincuagésima vez que dices lo mismo –respondí.
No podía darse respuesta más dura; pero yo tenía ya el
comienzo.
Inés me miró un rato casi como a un extraño, y apartándome
bruscamente la mano con el cigarro, su voz se rompió:
–¡Esteban!
–¿Qué? –torné a repetir.
Esta vez bastaba. Dejó lentamente mi mano y se reclinó atrás
en el sofá, manteniendo fijo en la lámpara su rostro lívido. Pero
un momento después su cara caía de costado bajo el brazo crispado
al respaldo.
Pasó un rato aún. La injusticia de mi actitud –no veía en ella
más que injusticia– acrecentaba el profundo disgusto de mí
mismo. Por eso cuando oí, o más bien sentí, que las lágrimas
brotaban al fin, me levanté con un violento chasquido de
lengua.
–Yo creía que no íbamos a tener más escenas –le dije
paseándome.
No me respondió, y agregué:
–Pero que sea ésta la última.
Sentí que las lágrimas se detenían, y bajo ellas me respondió
un momento después:
–Como quieras.
Pero enseguida cayó sollozando sobre el sofá:
–¡Pero qué te he hecho! ¡Qué te he hecho!
–¡Nada! –le respondí–. Pero yo tampoco te he hecho nada a
ti… Creo que estamos en el mismo caso ¡Estoy harto de estas
cosas!
Mi voz era seguramente mucho más dura que mis palabras.
Inés se incorporó, y sosteniéndose en el brazo del sofá, repitió,
helada:
–Como quieras.
26
Era una despedida. Yo iba a romper, y se me adelantaban. El
amor propio, el vil amor propio tocado a vivo, me hizo
responder.
–Perfectamente… Me voy. Que seas más feliz… otra vez.
No comprendió, y me miró con extrañeza. Yo había ya cometido
la primera infamia: y como en esos casos, sentí el vértigo
de enlodarme más aún.
–¡Es claro! –apoyé brutalmente–. Porque de mí no has tenido
queja ¿no?… ¿no?
Es decir: te hice el honor de ser tu amante, y debes estarme
agradecida.
Comprendió más mi sonrisa que mis palabras, y mientras yo
salía a buscar mi sombrero en el corredor, su cuerpo y su alma
entera se desplomaban en la sala.
Entonces, en ese instante en que crucé la galería, sentí intensamente
lo que acababa de hacer. Aspiración de lujo, matrimonio
encumbrado, todo me resaltó como una llaga en mi propia
alma. Y yo, que me ofrecía en subasta a las mundanas feas con
fortuna, que me ponía en venta, acababa de cometer el acto
más ultrajante, con la mujer que nos ha querido demasiado…
Flaqueza en el Monte de los Olivos, o momento vil en un hombre
que no lo es, llevan al mismo fin: ansia de sacrificio, de reconquista
más alta del propio valer. Y luego, la inmensa sed de
ternura, de borrar beso tras beso las lágrimas de la mujer adorada,
cuya primera sonrisa tras la herida que le hemos causado,
es la más bella luz que pueda inundar un corazón de
hombre.
¡Y concluido! No me era posible ante mí mismo volver a tomar
lo que acababa de ultrajar de ese modo: ya no era digno
de ella, ni la merecía más. Había enlodado en un segundo el
amor más puro que hombre alguno haya sentido sobre sí, y
acababa de perder con Inés la irreencontrable felicidad de poseer
a quien nos ama entrañablemente.
Desesperado, humillado, crucé por delante de la sala, y la vi
echada sobre el sofá, sollozando el alma entera entre sus
brazos.
¡Inés! ¡Perdida ya! Sentí más honda mi miseria ante su cuerpo,
todo amor, sacudido por los sollozos de su dicha muerta.
Sin darme cuenta casi, me detuve.
–¡Inés! –dije.
27
Mi voz no era ya la de antes. Y ella debió notarlo bien, porque
su alma sintió, en aumento de sollozos, el desesperado llamado
que le hacía mi amor –¡esa vez, sí, inmenso amor!
–No, no… –me respondió–. ¡Es demasiado tarde!
…
Padilla se detuvo. Pocas veces he visto amargura más seca y
tranquila que la de sus ojos cuando concluyó. Por mi parte, no
podía apartar de mi memoria aquella adorable belleza del palco,
sollozando sobre el sofá…
–Me creerá –reanudó Padilla– si le digo que en mis insomnios
de soltero descontento de sí mismo la he tenido así ante mí…
Salí enseguida de Buenos Aires sin ver casi a nadie, y menos a
mi flirt de gran fortuna… Volví a los ocho años, y supe entonces
que se había casado, a los seis meses de haberme ido yo.
Torné a alejarme, y hace un mes regresé, bien tranquilizado
ya, y en paz.
No había vuelto a verla. Era para mí como un primer amor,
con todo el encanto dignificante que un idilio virginal tiene para
el hombre hecho que después amó cien veces… Si usted es
querido alguna vez como yo lo fui, y ultraja como yo lo hice,
comprenderá toda la pureza que hay en mi recuerdo.
Hasta que una noche tropecé con ella. Sí, esa misma noche
en el teatro… Comprendí, al ver al opulento almacenero de su
marido, que se había precipitado en el matrimonio, como yo al
Ucayali… Pero al verla otra vez, a veinte metros de mí, mirándome,
sentí que en mi alma, dormida en paz, surgía sangrando
la desolación de haberla perdido, como si no hubiera pasado un
solo día de esos diez años. ¡Inés! Su hermosura, su mirada
–única entre todas las mujeres–, habían sido mías, bien mías,
porque me había sido entregada con adoración. También apreciará
usted esto algún día.
Hice lo humanamente posible para olvidar, me rompí las
muelas tratando de concentrar todo mi pensamiento en la escena.
Pero la prodigiosa partitura de Wagner, ese grito de pasión
enfermante, encendió en llama viva lo que quería olvidar. En el
segundo o tercer acto no pude más y volví la cabeza. Ella también
sufría la sugestión de Wagner, y me miraba. ¡Inés, mi vida!
Durante medio minuto su boca, sus manos, estuvieron bajo
mi boca y mis ojos, y durante ese tiempo ella concentró en su
palidez la sensación de esa dicha muerta hacía diez años. ¡Y Tristán siempre, sus alaridos de pasión sobrehumana, sobre
nuestra felicidad yerta!
Me levanté entonces, atravesé las butacas como un sonámbulo,
y avancé por el pasillo aproximándome a ella sin verla, sin
que me viera, como si durante diez años no hubiera yo sido un
miserable…
Y como diez años atrás, sufrí la alucinación de que llevaba mi
sombrero en la mano e iba a pasar delante de ella.
Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve enloquecido.
Como diez años antes sobre el sofá, ella, Inés, tendida
ahora en el diván del antepalco, sollozaba la pasión de Wagner
y su felicidad deshecha.
¡Inés!… Sentí que el destino me colocaba en un momento decisivo.
¡Diez años!… ¿Pero habían pasado? ¡No, no Inés mía!
Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudido por
los sollozos, la llamé:
–¡Inés!
Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y como entonces
me respondió bajo sus brazos:
–No, no… ¡Es demasiado tarde!…
Merci pour la lecture!
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