mazzaro José Mazzaro cambel_a Cami Bengoa

"Cerré mi mano en lo alto y lo vi. La furia del universo entero, tomándome como vehículo de justicia".


Drame Interdit aux moins de 18 ans.

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Capítulo I: parte 1.

A medida que mis sentidos se despabilaban, comencé a ordenar uno a uno mis pensamientos. La lectura de grandes volúmenes de literatura junto con el trabajo en exceso era una mezcla que ningún cerebro adulto podía sostener de manera constante. Giré sobre mi lado y observé el frasco de pastillas. No lo había abierto nunca y calculé que llevaba allí cerca de dos semanas, siendo que la última prescripción me recomendaba una dosis diaria.

Tal vez, donde estoy ahora, no sea más que un sueño dentro de otro. O un espacio paralelo, propio de las desviaciones de las mentes inestables y enfermas como la mía.


Comenzó una madrugada fría.

Era verano, o al menos lo recuerdo de esa forma, desde el lúgubre lugar donde ahora me enquisto con misterio. Estoy, por así decirlo, en una especie de grieta cósmica donde no hay espacios ni direcciones. Pero sí recuerdos…

Afuera de mi recinto, en lo profundo de una pensión obligada a la desgracia, sentí un súbito escalofrío que conquistó sin permiso mi desgastado espinazo. Acostado y desnudo en la oscuridad, la transpiración forzada que ejercía el clima correntino trocó su naturaleza en un invierno que nunca más logré desterrar de mis entrañas. Un viento helado que transformó todo mi entorno en el más gélido de los infiernos, golpeó mi puerta torácica. Y entre otras extravagantes y no por ello menos reales videncias, comprendí que algunos hombres, quizás monstruos también, estamos destinados a la dulzura de lo contradictorio.

Meditabundo y angustiado hasta el límite del horror, recordé las historias de civilizaciones perdidas, comandadas por seres gigantescos y horripilantes; entidades purulentas enarboladas de ávidos tentáculos que se calaban en lo profundo del alma universal. Entidades de desvelo y perdición, únicos maestros. Reyes irremplazables de la oscuridad y para la oscuridad: los antiguos.

Sudé atrozmente sin estar enfermo ni moverme en lo más mínimo, mis ojos, desorbitados hasta casi salirse de sus cuencas, reposaban la mirada sobre un haz de luz irreverente que se colaba por la tapiada ventana de mi cuarto. Las sábanas, limpias a mi asombro, frescas y duras por el almidón exagerado de la señora Margaret Trevor, se aglutinaban a los pies de mi cama. En noches como aquellas, irreverentes y embrujadas, el sueño esquivo me volvía aún más ansioso que de costumbre, haciéndome temblar, llevándome a girar una y otra vez, hasta despertar, herido por la somnolencia que me alojaba al borde de un abismo, de la casi locura. Cada vez que el algodón tocaba mi piel, recordaba su mano, que estaba más compuesta de huesos que de carne. Quién sabe cuánto tiempo tenían de idos los músculos de aquella garra, apenas humana. Temblaban, razón por la cual su constante desmanejo de las proporciones era algo normal en los quehaceres. La lavandina y el azúcar, la sal, la pimienta, el suavizante y el almidón: todas víctimas de un temblor propio de las almas torturadas, sin importar la edad del cuerpo al que pertenecían. Una buena mujer, juzgaré, pero llevaba consigo la marca de las bestias que había vislumbrado en mis visiones. Quizás, dormido, mi cuerpo repelía todo aquello que tuviese que ver con ella, con sus mecenazgos del infierno, pues ni el mate cocido, que ella cada noche se atrevía a prepárame sin siquiera habérselo pedido, conocía otro destino que el húmedo suelo de aquel reducido espacio. No comprendo ahora cómo tuve el valor para amarla.

Cuando la imagen de la trama detrás de la trama se desvaneció, pude percibir como mi cuerpo volvía a relajarse. El estado catatónico había quedado atrás, junto a los cobertores húmedos, como un sudario envuelve al apacible muerto que ya nada espera. Desperté físicamente con paciencia. No había visto el sol en días y la penumbra de mi habitación me era extrañamente cómoda. Los papeles y los libros desparramados por doquier me daban una extraña sensación de calma. Inhalé y exhalé, y entonces recordé que no tenía mascotas ni hijos, que mis padres ya habían partido, y que la existencia me había coronado como único heredero de una fortuna invisible. Nada tenía en esta tierra, y a la vez lo tenía todo.

Por las mañanas iba a trabajar a un lugar cerca de casa. Casa… una palabra tan distinta a hogar. No puedo pensar que mi hogar sea el mismo que el de estos demonios de pesadilla, no podría compartir semejante paraíso con esos titanes del horror. Hogar… un término tan inexistente como la esperanza. Si el fuego duerme, en algún momento ha de despertar. No puede existir algo como el anhelo si se intuye que lo venidero es absolutamente trágico, que es terrible. Debería hallarse otra denominación para estos casos: “perdición”, quizás. ¡Estúpidas cavilaciones de un hombre en penumbras!

Me ganaba la vida trazando planos de navíos de todos los tamaños, aunque en ese tiempo llegaban a mis manos trabajos de pequeñas embarcaciones como lanchas y catamaranes. No era un avezado utilitario de los modernos procesadores computacionales, de forma tal que me arreglaba con ejecutar mis labores siguiendo las viejas costumbres, y no por ello era menos prolijo o menos exacto. El cálculo matemático era uno de los grandes amores de mi vida, el único por ese entonces.

Temprano, con el sol durmiendo aún detrás de los edificios, iba caminando desde la pensión hasta una pequeña oficina, cargando las carpetas con los croquis y útiles. Y cuando los ánimos me lo permitían, llevaba algunas herramientas de especiales de medición, que me habían sido prestadas. Por lo demás, mi vida transcurría dentro de los límites del tablero de dibujo, fuera de ese espacio habitaba el ruido del mundo externo con sus enigmas incomprensibles y detestables.

Si bien los trabajos encomendados aumentaban durante los últimos meses del año, quedando los restantes para pedidos secundarios -como arreglos o puestas a punto para habilitaciones de navegación- cuya demanda solía ser constante. Gracias a su ubicación geográfica estratégica, la capital de Corrientes albergaba un sinfín de empresas pesqueras y areneras que explotaban toda posibilidad del río Paraná. El afluente, junto con la Cuenca del Plata, ocupaban una de las zonas más pobladas e industrializadas de Sudamérica. Era una formación natural solemne, casi mitológica.

Aunque mi vida había transcurrido más en Corrientes que en cualquier otro lado, no nací en esa provincia. Vengo de un pequeño pueblo al norte de Santa Fe llamado Las Toscas, localidad de unos doscientos mil habitantes conocida por sus siembras de caña de azúcar y algodón.

No lograba identificarme plenamente con la tierra que me había acunado durante la mayor parte de mi tiempo, pero era un hombre agradecido de compartir la magia de esa gauchesca ciudad, mezcla de pasiones históricas, leyendas y guerreros.

Sin embargo, amén de los cimientos objetivos que constituían mi historia, cuando desperté esa mañana era un hombre totalmente distinto al que se había acostado horas antes. Estaba confundido, fragmentado. Decidí que, en ese momento, ninguna otra cosa convenía más que una ducha reparadora. El agua siempre ha tenido la forma extraordinaria de llevarse consigno -además de los pecados- los desarreglos y errores. La lluvia de la ducha golpeando mi rostro era una sensación que reforzaba la bendición que me había sido brindada; cada caricia líquida era una palmada diminuta que me enaltecía. De todas las personas y seres existentes, solo unos pocos como yo fueron llamados para lograr semejante empresa, aunque no todos tenían la capacidad y el valor para afrontar la tarea. Como se sabe, la carta del destino puede llegar a muchos, pero son contados quienes tienen el valor para leerla. Desnudo, enjabonando mi cuerpo, percibí que hasta la piel me era ya diferente, tenía una textura y calidez hasta cierto punto inmaculada, protegida por el poder de los amos y señores: una segunda piel sobre mi vieja piel. Aunque aún no comprendía la complejidad total de mi misión, estaba seguro de que debía cumplirla a toda costa, pues lo que tenían de justos estos seres galácticos, también lo tenían de severos. No sabía con precisión por dónde comenzar, ni qué hacer. Para mi suerte, la lectura de numerosas obras de extraordinaria literatura cósmica, me dieron una especie de directiva básica que se acopló casi a la perfección con la revelación de la noche anterior.

Se verá, aquello que realmente aconteció fue una suerte de premonición, de llamado. Estaba desde ese momento convocado al camino de la gloria, pues los maestros me habían encomendado por fin una faena largamente esperada. No obstante, como todo proceso de avivamiento, las dudas calaban mis huesos ante la presencia de lo divino. ¿No esperamos todos acaso un por qué? ¿Un designio? Aquello que dé significado a nuestras vidas. Empero pecaba todavía con la peste de la duda. La mañana repuntaba con ahínco, y debía tomar una decisión, ¿qué debía hacer?

Luego de ducharme, me recosté por unos minutos. Al finalizar una escueta siesta consideré la posibilidad de tener otra opinión sobre lo que estaba transitando.

Todavía somnoliento, antes de terminar mi bostezo ya me encontraba de pie junto a la cama. Continuaba desnudo, aunque sin transpirar con profusión. Los pensamientos del designio se diluían con mucha lentitud en un lago de raciocinio que llenaba gota a gota al tiempo de respirar a consciencia. Lo primero que noté, fue el prolongado período que dormí la noche anterior ya que en general no solía descansar más de cuatro o cinco horas, a menos que la amarga caricia del alcohol me escoltase hasta los límites de la vigilia, y lograse prolongar la pausa una hora más. El sol se encontraba en el firmamento y no tenía la menor idea de las tareas que yo debía realizar. No obstante, estaba convencido de que era fin de semana, pues mis oídos avezados en escuchar el entorno notaban que los sonidos de la muchedumbre ansiosa montada en sus terribles monstruos mecánicos, no contaminaban el aire como de costumbre. Tomé las ropas de la noche anterior y me dispuse a visitar al Dr. Muñoz, un joven médico que vivía en uno de los departamentos del piso inferior.

24 Novembre 2020 13:38 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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