El sol estaba a poco menos de dos horas de ocultarse cuando un joven, de unos dieciocho años aproximadamente, subía una pronunciada pendiente que lo dejaría en las puertas del poblado de Biddestone, en Inglaterra.
Sobre su espalda llevaba un enorme y llamativo cofre de madera, pero lo que los transeúntes que le miraban al pasar no sabían, era que aquel chico de cabellos rojizos y ojos negros no era una persona común. Además, en el interior de aquel cofre se encontraba un valioso tesoro, uno que desde la era del mito había sido entregado a los hombres y mujeres que protegerían a la tierra cuando el mal intentara prosperar en el mundo.
Aquel tesoro era una caja de pandora plateada, que representando a una de las ochenta y ocho constelaciones del firmamento, contenía en su interior una armadura sagrada. Prueba de que aquel muchacho era uno de los caballeros al servicio de la diosa Athena.
—¡Al fin llegue! —exclamó el joven caballero al ver aquel poblado rural explayándose ante sus ojos
Las calzadas y aceras empedradas, casas de piedra y numerosos paisajes verdes donde decenas animales de granja iban a pastear eran prueba de la antigüedad de aquel pueblo, el cual tenía con toda seguridad, varios siglos de historia.
El ambiente que se percibía era tranquilo, no obstante, una extraña sensación lo sobrecogió nada más al empezar a adentrarse en las angostas calles de esa localidad.
Ya había recorrido más de ciento cincuenta metros cuando divisó una posada de tres pisos de altura, entonces una sonrisa se dibujó en su rostro.
—Este debe ser el lugar… —murmuró ingresando al establecimiento.
El joven miró a su alrededor, notando al instante una pequeña recepción con muebles de cuero verde frente a una crepitante chimenea, allí divisó a una mujer, delgada y de cabellos castaños, quien llevando un sweater gris, un pantalón de jean azul y una máscara en su rostro, no dejaba de llamar la atención de los inquilinos que entraban y salían de la posada.
Aquella dama se encontraba sentada en el sofá más próximo a la chimenea, sus piernas estaban cruzadas y parecía estar leyendo el diario local. Él joven ya sabía quién era ella, recordaba haberla visto antes, recorriendo el santuario de Athena, aunque nunca habían hablado. No obstante, ella si sabía quién era él, pues nada más al verlo en la entrada de la posada, esta alzó su mano y con su índice le indicó que se acercara.
—Buenas tardes, ¿Usted es Marín? —preguntó el joven sentándose en un sillón frente a ella, no sin antes quitarse aquel cofre de madera de sus hombros y colocarlo en el suelo, frente a él.
—Hola, Yaakov —replicó ella—. ¿Qué tal el viaje?
—Bastante calmado, debo decir.
—¿Estas nervioso? —preguntó ella con curiosidad.
—Aunque esta sea mi primera misión, no creo que tenga muchos problemas en este lugar —replicó Yaakov mientras miraba unos cuadros con paisajes rurales que estaban colgados en las paredes de piedra de aquella posada.
—El patriarca confía en que así sea, pero no olvides que han pasado cosas extrañas cerca de este pueblo. Este es uno de los pocos que no ha sido atacado, por eso debemos adelantarnos y asegurar esta zona.
—Me dedicaré a explorar el área pronto. No te preocupes, si hay algo raro aquí, lo encontraré.
—De igual forma debes tener cuidado, tengo un mal presentimiento —indicó Marín.
—También sentí algo al llegar, pero creo que es una energía cósmica residual.
—Te veo confiado, en ese caso partiré de una vez —comentó ella lanzándole una llave a Yaakov—. Te sugiero descansar, ya yo te pedí una habitación, volveré mañana si no tengo complicaciones, entonces decidiremos que hacer.
—Muchas gracias, Marín —contestó Yaakov viendo la llave que acababa de atrapar—. ¿Cuántas víctimas hay hasta los momentos?
—Entre todos los poblados suman veinticuatro desaparecidos, catorce de ellos eran niños. Las desapariciones han tenido lugar a razón de cuatro a seis por mes, pero sabes que los números no son tan importantes, es el estado en el que se han encontrado los cuerpos lo que nos preocupa.
Yaakov entendía a qué se refería Marín, aquellas personas habían sido encontradas en un estado de envejecimiento que no era lógico, era como si les hubieran robado todos sus años de vida y juventud, también les habían extraído toda la sangre de sus cuerpos, dejando como resultado unas carcasas carentes de toda vida.
Luego de hablar, la mujer abandonó la posada. Yaakov recogió el cofre y subió a su habitación, ubicada en el tercer piso de la posada.
Aparte de una amplia ventana que le dejaba ver buena parte del pueblo, la modesta estancia estaba equipada con una espaciosa cama, un pequeño refrigerador, un microondas y un televisor adherido a la pared.
Lo primero que Yaakov hizo fue sacar la caja plateada del cofre de madera y dejarla en el suelo, después entró al baño y procedió a lavarse la cara, luego se quitó la ropa e ingresó a la ducha.
Cuando salió del baño, el joven avanzó hasta el pequeño refrigerador, allí encontró una botella de gaseosa junto a una bandeja rebosante de pollo y papas fritas.
«Creo que será mejor que duerma y salga en la madrugada a inspeccionar las adyacencias del pueblo», pensó el caballero al acabar de comer, por lo que, tras ver las noticias locales unos instantes, apagó el televisor y se acostó.
El sueño de Yaakov no fue muy extenso, ya que cuatro horas después, un estruendo, acompañado de una sensación de estremecimiento que recorrió todo su cuerpo hicieron que este se levantara de golpe.
—¿Un ataque? —murmuró cuando corrió a asomarse por la ventana de la habitación.
Ante sus ojos pudo ver como un gran incendio devoraba tres casas que se encontraban calle abajo, a más de veinte metros de la posada.
—¡Mierda! —exclamó Yaakov cuando vio salir del incendio a tres figuras que tenían un aura oscura cubriéndolos de pies a cabeza, todas vestían túnicas negras y parecían llevar personas en brazos.
—¡Una joven y dos niños! —masculló el caballero viendo a los rehenes de aquellos individuos.
En ese momento, Yaakov volvió a sentir aquella aura maligna que creía haber percibido en su llegada al pueblo, no estante, esta era mucho más intensa.
—¡Son los culpables, debo detenerlos ahora! —dijo él retrocediendo un par de pasos para tomar impulso y atravesar la ventana de un salto, al tiempo que la caja plateada en su habitación refulgía y se estremecía, como si de un ser viviente se tratase.
—¡No puedo perder más tiempo! —dijo aquel joven con seriedad empezado a correr en dirección al incendio, no sin antes proferir un grito que retumbó en los oídos de los hombres y mujeres, los cuales ya no solo estaban impactados por el incendio que estaban presenciando, sino por el hecho de verlo caer desde el tercer piso de la posada—. ¡Centauro!
Cuando la caja plateada se abrió, una gran bola de fuego emergió iluminando toda la habitación, luego aquella esfera salió a través el agujero dejado por Yaakov en la ventana. En ese momento las llamas se disiparon, dejando ver un centauro hecho de un metal blanco, el cual iluminaba todo a su alrededor. Aquella mítica figura no tardó en dividirse en diferentes piezas que surcaron el aire con el único fin de integrarse al cuerpo de Yaakov.
Unas grebas simples y un cinturón dotado de unas capas que caían hacia los lados y un ornamento rojo en el centro protegieron el tren inferior del cuerpo de Yaakov, luego unas hombreras en forma de caparazón con puntas que iban hacia los lados, junto al peto resguardaron el tronco, al tiempo que unos brazaletes cubrieron desde la punta de sus dedos hasta los codos, finalmente una máscara se fijó en su cabeza para resguardar su frente y parte de su rostro.
—¡No irán a ningún lado! —exclamó Yaakov empezando a correr a una velocidad que le permitió superar la barrera del sonido y posicionarse delante de aquellos secuestradores.
—¡Un caballero de Athena! —dijo el primero de los hombres encapuchados.
—No es posible… ¡Esa es la armadura del centauro! —añadió el segundo—, pero se supone que el usuario de esa armadura murió asesinado por el que ahora es el caballero de acuario.
—Muchas cosas han pasado desde ese día —dijo Yaakov extendiendo sus brazos hacia adelante al tiempo que mostraba las palmas de sus manos—, pero no es algo que me interese contarles.
En ese momento, de las palmas de sus manos salió una llamarada que a gran velocidad se dirigió hacia aquellos hombres, quienes al verse amenazados dieron un gran salto que los posicionó media docena de metros por encima del caballero de plata.
—Llévense a la chica y a los mocosos, yo lo distraeré —indicó uno de los hombres encapuchados arrojándole el niño inconsciente que tenía en brazos a uno de sus compañeros.
—Entendido, no te retrases —replicó la figura que llevaba a una joven de cabellos rubios en brazos.
Luego aquellos hombres empezaron a desplazarse por los tejados, todo con la evidente finalidad de alejarse del pueblo lo más rápido posible.
Yaakov se disponía a seguir a los secuestradores, pero fue sorprendido por una ráfaga de relámpagos que lo obligaron a cubrir su rostro al tiempo que retrocedía un par de pasos para ponerse en guardia.
—Caballero de plata, yo te enviaré al reino de la muerte —dijo aquel hombre tras quitarse la túnica negra que lo cubría.
—¿Qué clase de caballero eres? —preguntó Yaakov al ver un ropaje sagrado, que siendo tan negro como una noche sin luna, parecía tener la forma de uno esqueleto cubriendo las partes más importantes del cuerpo de su adversario.
—Soy Nicomedes de Ctonia, el mago que te llevará a la muerte. —añadió aquel hombre de rostro demacrado antes de juntar sus puños hacia adelante y dar origen a un gran trueno que fue directo hacia Yaakov.
En ese instante el caballero de plata extendió de nuevo sus brazos, haciendo aparecer una gran bola de fuego que devoró los rayos que lo amenazaban.
—No es posible… —dijo Nicomedes con asombro y horror.
—Ya deberías saber que una técnica usada una vez no volverá a funcionar con el mismo caballero —anunció Yaakov, quien sin que Nicomedes lo notara, se había posicionado a un par de metros detrás de él—. Ahora quiero información.
—¡No… no te diré nada! —masculló Nicomedes.
—Qué pena siento por ti, eres a simple vista un guerrero que para acceder a sus poderes requiere que su dios este en la tierra. No eres diferente a los soldados de Poseidón y Hades. No obstante, me sorprende que puedas usar energía cósmica. La energía tan débil que sentí al llegar debió ser tuya, pero al ser alguien tan débil fallé en tomarla como una amenaza real.
—Cierra la boca, maldito caballero, no tienes derecho a…
—El que no tiene derecho a nada eres tú, lastimar a estas personas es algo que no tiene nombre… No puedo perdonarte.
Sin replicar a las palabras de Yaakov, Nicomedes lanzó una ráfaga de rayos contra el caballero de plata, quien respondió aquel ataque creando un centauro en llamas de más de dos metros, el cual avanzó hacia su adversario dispuesto a chocar contra los relámpagos que venían hacia él.
Mientras la batalla entre el centauro y Ctonia tomaba lugar, los secuestradores se alejaban más y más de Biddestone, desplazándose con rapidez por un frondoso bosque aledaño al pueblo.
La gran velocidad de aquellos individuos era una muestra de la prisa que tenían en llegar a su destino. Su marcha continuó hasta que estos se vieron frente a un altar, el cual, estando compuesto por una gran mesa de madera, se encontraba adornado por una multitud de cráneos de diversos animales, ubicados simétricamente a los lados del mismo.
—¡Debemos darnos prisa, Arkadios! —masculló el hombre que tenía a la joven en brazos.
—Tu trabajo es más relevante que el mío, Waramunt —replicó el otro depositando a los niños en el altar—. Yo empezaré mi labor, pero tú debes llevarte a la chica, la necesitan en otro lado y te tomará tiempo llegar.
—¿Estás seguro de lo que dices? —cuestionó Arkadios
—Totalmente, Waramunt, no sabemos si hay más caballeros por aquí, es un riesgo que tú, teniendo algo tan importante seas capturado o derrotado, debes irte.
Al escuchar esas palabras Waramunt asintió, entonces aun con la joven en brazos empezó a correr por aquel bosque, dejando atrás a su compañero.
Cuando Arkadios se vio solo, inició una plegaria al tiempo que miraba a los niños de los que pronto dispondría, luego aquel hombre elevó sus manos al cielo. Seguidamente una esfera negra apareció en el espacio que aquel hombre había dejado entre los infantes, dicha esfera empezó a emitir un fulgor azulado mientras se elevaba poco a poco, volviéndose en el proceso un faro que iluminó buena parte del bosque.
Sabiendo que debía darse prisa, Arkadios tomó una daga que colgaba de su cinturón y ejecutó un leve corte en las muñecas de los niños. Al instante la sangre de estos empezó a salir y flotar en dirección a la esfera que se volvía cada vez más opaca.
La plegaria de Arkadios continuó un par de minutos hasta que un destello azulado, originado a su espalda, llamó su atención, cuando aquel hombre se giró, recibió una potente patada que lo elevó por los aires y lo hizo caer varios metros lejos del altar.
—No me imaginaba que ustedes fueran tan descuidados —comentó una mujer que llevando una tiara en forma de águila, unas rodilleras simples, un peto azulado, unas hombreras, un brazalete en su brazo derecho y una máscara para cubrir su rostro, se encontraba ahora revisando el estado de los niños.
Cuando Arkadios se alejó del altar, la esfera paró de robar la sangre de los infantes. Al notar aquello, la mujer tocó las heridas en las muñecas de los niños, haciendo que sus manos emitieran un resplandor azulado que cauterizó los cortes que amenazaban sus vidas.
—Tú eres… Marín del Águila. —dijo Arkadios poniéndose en pie con dificultad.
—Ustedes son bastante débiles, creo que hasta los caballeros de bronce de más bajo rango podrían vencerlos —dijo Marín caminando hacia Arkadios.
—No se suponía que ustedes llegaran aquí, las desapariciones no fueron tantas como para que…
—¿Para qué sospecháramos? —adivinó Marín—. En eso tienes razón, pero no es tanto el número de víctimas lo que llamó nuestra atención, sino la forma en la que estas eran encontradas. Es obvio para mí que están haciendo sacrificios humanos. ¿Son para algún dios?
Sin previo aviso, Arkadios cargó hacia Marín, en ese momento aquel hombre se quitó la túnica que cubría su cuerpo, dejando ver una armadura que apenas protegía su torso y extremidades. Pero que para sorpresa de aquella mujer, parecía evocar la forma de una serpiente.
—¿A que dios sirves? —preguntó Marín dando un paso hacia atrás para encajarle un rodillazo en el estómago a su atacante, cosa que lo hizo caer al suelo, privado de dolor.
—No te diré nada… No eres más que un caballero femenino.
—Entonces tendré que arrastrarte al santuario para que te interroguen, hay muchas formas de hacer hablar a alguien como tú.
—¡Me alegró mucho de verte, Marín! —dijo una voz que se proyectó desde la arboleda a espaldas de la mujer.
Cuando esta se giró pudo ver como Yaakov se acercaba, sosteniendo en sus manos el yelmo que había pertenecido a Nicomedes.
—Estos sujetos atacaron el pueblo, yo derroté a este —dijo lanzando el casco de Nicomedes al suelo, cerca de los pies de Arkadios, pero hay un tercero que se llevó a una joven. ¿No lo viste?
—Cuando llegué solo encontré a esta rata —replicó Marín.
—¿Dónde está la joven que se llevaron? —demandó Saber Yaakov.
—Con seguridad ya debe estar muy lejos de aquí, aunque me maten ya nuestro objetivo se ha cumplido, mi trabajo aquí era opcional. Debieron priorizar a la joven por encima de la de estos mocosos —dijo Arkadios señalando a los niños con la cabeza.
En ese momento, Yaakov extendió sus brazos y abrió las palmas de sus manos, instantes después, una gran bola de fuego apareció a pocos centímetros del caballero de plata.
Aquella esfera salió disparada hacia Arkadios, quien a pesar de intentar evitarla la recibió de lleno. Cosa que causó que esta callera inconsciente y con evidentes quemaduras al suelo.
—No lo maté, creo que nos servirá para entender mejor que es lo que está pasando aquí —comentó Yaakov girándose para hablar con Marín.
—Hiciste bien —dijo Marín asintiendo mientras seguía revisando el estado de los niños—. Lo llevaremos al santuario. El patriarca y Athena decidirán de qué forma le sacaremos la información que necesitamos.
—Regresemos a los niños al pueblo —sugirió Yaakov—. Sus familias deben estar preocupadas. Aunque me preocupa la joven que se llevaron.
—Perdimos el rastro, es una pena pero nada podemos hacer por ella.
—¿Crees que vaya a estar bien?
—Lo dudo —dijo ella.
Eran las nueve de la noche cuando seis figuras se reunieron en las costas del sureste de Australia, allí, cerca de un acantilado habían hecho un altar de granito, el cual era iluminado por seis llamas de colores que danzaban por el aire, describiendo círculos de un lado a otro.
—Veo que Nicomedes y Arkadios se retrasaron —dijo una voz femenina que se distinguía del resto por llevar una túnica con capucha rojiza.
—Se suponía que vendrían detrás de mí… creo que esos malditos caballeros pudieron con ellos —comentó Waramunt con pesar mientras caminaba con la joven que había traído hacia el altar.
—Ya hemos perdido mucho tiempo, sería prudente iniciar de una vez —comentó un hombre envuelto en un hábito azul.
—¿De todas formas su tarea no era vital, aunque confieso que me hubiese gustado tener la treceava esfera de nuestro lado—informó una mujer de cabello castaño y ojos azules tras quitarse la capucha de su túnica verdosa.
—¡Ya está listo! —afirmó Waramunt dejando a la joven en el centro del altar.
—Entonces, daré inicio —anunció la mujer de túnica rojiza—, no debemos perder mas tiempo.
Al escuchar esas palabras, todos los presentes hicieron aparecen en sus manos una esfera negra fulgurante, luego se arrodillaron pareciendo caer en un estado de meditación profundo.
Cuando abrieron los ojos, aquellos hombres y mujeres se pusieron en pie, en ese momento las esferas en sus manos empezaron a flotar en dirección al altar. Allí empezaron a girar una detrás de otra, emitieron un destello enceguecedor que obligó a los allí reunidos a cubrirse los ojos.
Un temblor hizo que la tierra se sacudiera, en ese momento las esferas se dividieron hasta formar un total de doce, instante en el que un pilar de luz cayó desde los cielos.
La joven en el altar profirió un grito que en circunstancias normales habría desgarrado su garganta, pero esta vez no fue así, dado que ese cuerpo ya no le pertenecía.
Las facciones del rostro de esa muchacha empezaron a cambiar. Su piel se volvió más pálida y sus cabellos rubios en antaño, adquirieron un tono que alternaba entre el plateado y el azabache.
Luego de eso, el cráneo de una cabra apareció sobre su cabeza, adornándola como si de una corona se tratase, mientras sus ojos perdían todo rastro de humanidad, adquiriendo un tono amarillento en su totalidad.
—¡Señora Hécate! —dijo la mujer de túnicas rojas.
—Mi estimada Euphrasia, ha pasado tanto tiempo —replicó la mujer elevando sus manos al tiempo que las doce esferas en el altar flotaban a su alrededor.
En ese momento la diosa empezó a mirar con atención a los que eran sus súbditos.
—¿Quién falta? —preguntó Hécate con tristeza.
—Nicomedes y Arkadios, cayeron luchando por usted —señaló Euphrasia.
—Es una horrible pena —dijo Hécate con pesar—. No los olvidaremos.
—Los caballeros de Athena deben pagar por lo que han hecho —dijo Waramunt—. Con usted aquí tendremos mayores posibilidades de luchar contra ellos.
—En efecto, Waramunt, ustedes serán más fuertes —afirmó Hécate—, pero son mis niños y no quiero que sufran. Para eso es que tenemos estas doce esferas aquí.
—Eso quiere decir… —empezó a decir la mujer de túnica verdosa.
—Quiere decir, mi querida Gaiane, que ya sé cómo iniciar nuestra guerra contra Athena. ¿Ya Hades descendió a este mundo? —preguntó la diosa.
—Hades fue vencido hace seis años, señora mía —informó Euphrasia.
—Tanto mejor, entonces las fuerzas de Athena deben estar menguadas, es algo que vamos a aprovechar.
Al decir esas palabras, el piso sobre Hécate y sus sirvientes empezó a sacudirse, luego de eso, un enorme fragmento de tierra con forma discoidal se levantó del suelo alrededor del altar, llevando consigo a la diosa y aquellos que la adoraban.
Aquel fragmento de tierra se desplazó a toda velocidad por el océano pacifico, recorriendo sin que aquellos sirvientes lo supieran, los antiguos vestigios del continente de Mu, lugar donde en el pasado los alquimistas dieron vida a las primeras armaduras del ejercito de Athena.
Al llegar a un punto concreto, justo por encima de la ubicación de la Isla Death Queen, aquel enorme fragmento de tierra se detuvo.
—¿Estamos en…? —empezó a decir Euphrasia.
—En un lugar de historia, mi hermosa niña, un lugar donde nuestros nuevos camaradas duermen —añadió Hécate dando respuesta a la pregunta que pensaba hacer su sirviente.
Al decir esas palabras, Hécate alzó sus manos al cielo. Un gran sismo sacudió la tierra y para sorpresa de todos menos la diosa, una gran porción de tierra empezó a emerger de lo profundo del océano. En ese momento las doce esferas que acompañaban a Hécate descendieron a toda velocidad, penetrando el suelo en distintas direcciones.
Segundos después, doce columnas de luz purpura emergieron del suelo, la sonrisa y satisfacción de Hécate se hicieron notorias cuando ella, dando tres pasos al frente y mirando lo que sucedía, empezó a hablar.
—Despierten ahora, traigan la ruina a la tierra una vez más, ustedes que fueron olvidadas y desterradas por sus contrapartes doradas —clamó Hécate—. Vengan a mí… Armaduras del zodiaco negro.
De lo más profundo de la isla emergieron doce cajas de pandora, estas contenían las armaduras que iban desde el signo de Aries hasta Piscis.
—Los doce caballeros negros… —murmuró Euphrasia.
—La sangre pura reunida por ustedes alimentará las armaduras que tienen siglos dormidas, así las dotaremos de vida. De igual forma, las almas que habían apresado en las esferas obligaran a los dueños originales de esos ropajes oscuros a obedecernos —dijo Hécate girándose a ver a sus sirvientes con una sonrisa en su rostro—. Recuerden este día, mis niños, hoy inicia la guerra del zodiaco negro. Y sus primeras víctimas serán los caballeros de Athena.
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Nombre del autor: German Martinez (Seudónimo Gerhard Wolf)
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