El joven entró a la habitación. La intensa luz blanca del techo le daba un toque angelical a su aspecto. Iba vestido con una camisa de vestir al menos una talla más grande de lo que él normalmente usaba, supuse. Sus pantalones grises eran ajustados en la parte superior de las piernas y caían en forma recta hasta apenas tocar sus zapatos, que eran de un color café claro y que hacían juego con su cinturón. Me recordó al uniforme que yo solía usar cuando iba al instituto.
Los dos policías que lo custodiaban salieron de la habitación y el chaval, con sus manos aseguradas con relucientes esposas de metal, se acercó a la mesa con una actitud sumamente relajada, considerando la situación en la que se encontraba. Se detuvo, y se mantuvo de pie a un lado de la silla, doblando ligeramente una de sus rodillas sacando hacia un lado sus caderas. Su rostro expresaba fastidio; como el de los adolescentes rebeldes que reciben una reprimenda cuando son descubiertos fumando. Solo que él ya no era un adolescente. Con veintiún años ya era considerado un joven adulto.
Lo miré y al mismo tiempo él posó sus ojos sobre los míos.
—Puedes sentarte, si gustas —le dije y señalé con la palma de mi mano la silla disponible.
El chico se dejó caer sobre el asiento y colocó sus dos manos sobre la mesa, justo enfrente de mi. Me observó detenidamente.
—Estamos aquí para que me cuentes tu versión —dije en un intento de comenzar el interrogatorio de una forma sutil. El chico lanzó un resoplido.
—¿Para qué quieren saber mi versión? —habló al fin—. Los hechos hablan por sí solos.
—Sí, tienes razón —le respondí tranquilamente—. Pero queremos saber qué hay detrás de todo este asunto. Nos interesa el trasfondo de la situación.
—Se aburrirían. ¿Por qué no me condenan de una vez y ya? El «trasfondo» es lo que quieren saber. —Se rió al terminar la frase—. Una vez le conté a mis amigos el «trasfondo» y no me creyeron.
Lo observé por unos segundos, y debajo de toda aquella fachada de muchacho insolente, me pareció descubrir un dejo de tristeza.
—Cuéntame —insistí.
El muchacho me miró con expresión severa durante unos instantes. Respiró hondo, como rindiéndose mentalmente. Entrelazó sus dedos, y noté que era de esas personas que tienen el hábito de morderse las uñas.
—¿Por dónde quieres que empiece? ¿Por el comienzo de todo, incluyendo lo bonito y romántico, o quieres que vaya al grano? —dijo finalmente.
—Puedes comenzar a contarme a partir del momento de la historia que quieras.
El muchacho calló nuevamente, por lo que quise recuperar la confianza.
—Puedo sugerirte que comiences contándome cómo se conocieron.
Noté que sus hombros se relajaron. Ahora hablaría.
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