—¿Alguna vez has visto algo como policía que te haya hecho vomitar? —me pregunta Walter, mi amigo.
—Claro que sí —le contesto—. Me dan náuseas con tan sólo recordarlo.
—2—
Hace unos años, junto a mi compañero Mariano nos ordenaron buscar a una mujer para interrogarla. Vivía en una gran mansión dentro de un barrio privado. El dueño era un millonario que había sido denunciado como desaparecido. Lo extraño fue que los denunciantes habían sido sus socios comerciales.
Arribamos con el auto y nos anunciamos en el portero eléctrico. El portón automático se deslizó lentamente frente a nosotros y recorrimos un kilómetro de jardín hasta llegar a la robusta puerta de madera de la entrada. Fuimos atendidos por una sirvienta. La mujer nos orientó por la residencia, entre un laberinto de pasillos, hasta un amplio salón. Las paredes estaban decoradas por cabezas disecadas de animales. La que más me llamó la atención fue la de un antílope con una desproporcionada cornamenta y vidriosos ojos oscuros.
Junto a una chimenea de piedra, abrigada por el calor de las llamas, se hallaba recostada en un sillón la esposa del desaparecido. La señora poseía una cabellera ceniza coronada con una diadema bañada en diamantes, que me recordó a la realeza medieval. Su perfume me hizo pensar en mi infancia y en el jardín de mi madre; el aroma de las flores de geranio. Por lo demás, iba vestida de negro, como si hubiera decidido llorar la muerte de su esposo antes de tiempo, sin esperar una confirmación de nosotros. El velo le cubría el rostro y nos impedía vislumbrar sus facciones.
A sus pies, sobre una mesa ratona, había una fuente con gelatina. Antes de que pudiéramos empezar a interrogarla, nos ofreció, o, mejor dicho, nos obligó a aceptar un poco de esa gelatina.
—Adelante agentes, la hice con mis propias manos.
Nos entregó a cada uno un platito y una cuchara de plata que valdría más que mi propia casa. Y con un gesto de su mano nos indicó que nos apresuráramos a comer.
Al contemplar de cerca la gelatina un escalofrío se deslizó por mi espalda; era de un tétrico color gris y en su interior había unas extrañas hebras rojizas. En ese momento pensé que por más deliciosa que estuviera, jamás se vendería en los escaparates de las tiendas.
Decidí no probar bocado.
En cambio, Mariano comenzó a engullirla como si la paga no le alcanzara para alimentarse; debía tener mucha hambre. Le pregunté cuándo había visto por última vez a su marido y por qué no había denunciado ella su desaparición.
—¿Sabían que se puede obtener gelatina cociendo en agua, huesos, tendones y ligamentos de animales? —nos preguntó, con la mirada clavada en las llamas.
—¿Y eso qué tiene que ver con lo que le hemos preguntado? —acotó mi compañero, aún con la boca atiborrada de gelatina.
—Ahora todo se fabrica con máquinas, pero en mi juventud lo hacíamos nosotros mismos. —respondió con voz seca.
Sus evasivas me obligaron a creer que ocultaba algo. La frente se me perló de sudor, sentía los ojos del antílope en la nuca y el crepitar del fuego no ayudaba a calmarme. Volví a repetir la pregunta, pero en vez de contestar, se dedicó a hostigarme para que pruebe su gelatina.
—Pruébela agente, no se va a arrepentir. Además, es de mala educación no aceptarla.
No deseaba permanecer un segundo más en ese salón, por lo que decidí darle el gusto para que cooperase. Desprendí un trozo, la cuchara temblaba entre mis dedos, pero logré llevármela a la boca. La gelatina se deshizo en mi lengua junto con mis nervios; tenía un sabor normal, no era excelente, pero tampoco mala; la tragué rápidamente.
En ese momento Mariano le hizo una pregunta casual:
—¿A su esposo le gusta ir de caza?
—En efecto, era uno de sus hobbies. Pero lo que más volvía loco a mi marido eran las mujeres…
Se quitó el velo y las paredes de mi estómago se derrumbaron; sus ojos eran como los del antílope; estaban vacíos. La señora lo meditó por un segundo y después nos regaló una sonrisa de porcelana:
—Mi marido nunca se ha ido. Está en este mismo salón.
—¿Cómo dice? —la pregunta se escapó de mis labios, incrédulo.
Me observó y se me heló la sangre: —Se halla con nosotros, y ahora también en el estómago de ustedes…
Cruzamos miradas con mi compañero. Yo debía estar pálido como un cadáver, pero él había tomado el color de uno de esos dibujos animados cuando se enferman; el rostro teñido de verde.
Ambos dejamos caer nuestros platos al unísono. El estallido rompió el incómodo silencio del salón. Mariano se llevó las manos al vientre como una mujer que no puede creer que lleve una vida dentro. Se encorvó hacia delante y vomitó.
Casi de inmediato, le imité.
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Merci pour la lecture!
Desde el cuento "Mal sabor de boca" hasta el cuento final "Las paredes me hablan", la antología te sumerge en pequeñas pero interesantes historias y aventuras que te dejan con un buen sabor al acabar cada una
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