Como todo era divino, nadie fue capaz de ver la primera de las chispas sobre el Templo que al Sol rendía culto. Por alguna razón, este había escupido sobre el techo, y ahora miraba desde el cielo su sentencia. Su saliva, el fuego, se expandió rápidamente y reunió a los vecinos en las calles.
Nadie corrió. Contemplaban seducidos aquel hermoso color sin nombre que se devoraba sin culpa lo sagrado. No había quien se atreva a parpadear, como en hipnosis; buscando qué creer.
Un sacerdote supo ver, en el friso del Templo, lo que todos miraban y nadie estaba viendo: el retrato del Sol tallado en la piedra emanaba su propia luz, distinta a la de las llamas. Nadie le entendió pero querían entenderle. Entonces, el hombre de mantos amarillos, con parsimonia, se dirigió uno por uno señalándoles con el dedo a lo que se estaba refiriendo. Y ahí sí. Todos lo vieron. El Sol había bajado y se había puesto allí en lo alto, para que todos lo vieran. Por instinto, las miradas lo buscaron en el cielo, y no lo encontraron. Ahora había una nube en su lugar. Se percibían sus rayos del otro lado, pero no se vislumbraba su silueta. Y dejaron de buscarlo por el simple hecho de que ya era una verdad. El Sol estaba allí, frente a su pueblo, queriendo decir algo.
Siguió y siguió y siguió, con el Sol ya de vuelta caminando el cielo, el fuego siguió y siguió; por las casas pegadas al Templo y las pegadas a las pegadas, las más humildes, las no tanto, las no. Siguió hasta que paró.
Paró con la lluvia de la noche, ya que nadie se animó a apagarlo durante el día. La mañana siguiente, los pocos vecinos que quedaron salieron de sus casas destruidas a ver cómo había quedado su pueblo y lo encontraron en el suelo, en las cenizas. Los cuerpos sin vida estaban allí, ahumados entre escombros, miles. Tantos que decidieron no enterrar ninguno, porque llevaría meses.
Ese día además del de las decisiones fue el de las preguntas. Fueron y vinieron miles, reflexiones calladas; un proceso introspectivo, y a la vez colectivo, porque todos se hacían, al final, la misma pregunta: por qué.
Y quiénes eran para hablar por él, pensaban. Pero poco a poco las razones del Sol se fueron haciendo conocidas: quizás porque desde hacía un tiempo que los pobres eran más pobres y los ricos más ricos, seguro porque las ofrendas eran más pero también lo era el oro en los trajes de los sacerdotes, porque los trabajadores eran azotados y los gobernantes cobraban su tributo…
Y el que todo lo ve, todo lo vio. El Sol se cansó de que su pueblo padezca el mal de la injusticia y envió con la muerte y el fuego su sagrado mensaje: debían comenzar de nuevo. Acordaron que al otro día construirían el templo más grande que jamás se haya visto, más alto que el mismo cielo. Construirían murallas que inviten al extranjero a pasar, ayudarían al que en su camino busque agua y asilo. Nadie tendría poder sobre nadie. No habría sacerdotes ni gobernantes y cada quien adoraría al Sol a su manera. Todos comerían de lo mismo, y más importante: en la misma porción.
Esa misma noche, mientras los vecinos soñaban con mañana, las llamas regresaron para quemar lo poco que había quedado. Y ya no hubo quien viva para interpretar eso.
A pocos pasos de las murallas que no fueron, un grupo de soldados de un pueblo aledaño levantaba las carpas, considerando terminado su trabajo. Cargaban en las mulas las armas, que no usaron, y las herramientas con las que ya sus más antiguos ancestros hacían el fuego. Por un momento, cada quien llegó a cuestionarse sin voz por qué sus enemigos no opusieron resistencia; pero supieron responderse que la razón estaba más allá de los límites del mundo. Dieron las gracias mirando al cielo y al rato partieron.
En el camino soñaban con el recibimiento que tendrían en sus tierras. Serían besados por su gente, premiados por su fe y recordados para siempre por el más grande de los hitos de la historia. Habían convertido en cenizas a aquellos, adalides de falsos ritos, que no entregaban su alma al verdadero y único dios: la Luna.
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