El cuerpo en reposo sobre la camilla espera. El uso de guantes de látex no mancharía su reputación, ni sus manos. Con las dos atrapa el cuello, ajusta; unos ojos se abren, el inmóvil despierta al sentir el dolor. Luego, lo que se oye son huesos retorcerse, arrancados de lugar. Horas después —Ya llegué, papá. —Hijo, justo a tiempo. Ya no lo soporto. —Del sofá se incorpora presuroso—. Son todos esta vez. —Padre, soy huesero de los vivos no de muertos. —A callar —pitea el esqueleto—, inicia ya.

Ruge mi nombre desde su guarida. Trajo cabezas otra vez, con esos gestos de horror al morir. Iré por más promete. Vaya, mi señor le repondo, traiga esas pobres almas desahuciadas, que yo me comeré los huesos que haga falta. Al fin y al cabo, estos seres vivieron en completa ignorancia, matándose entre ellos, ensuciando su ambiente. Mi amo, el demonio para ellos, los recibe cadáveres de sus esbirros. Ser la mascota consentida del granjero tiene sus ventajas.

La felicidad que se encuentra en algo tan sencillo como ver a una perrita contenta jugando con su hueso en la playa es algo que está al alcance de pocas personas en realidad. Estamos acostumbrados/as a ver más allá, a ponernos el listón y las expectativas muy altas (a veces demasiado) y no nos damos cuenta de que a nuestro alrededor hay millones de pequeños gestos y momentos que nos aportan la paz que necesitamos justo cuando más caos tenemos en nuestra mente. Abre los ojos, observa y respira.