No dejaba de gritar. No paraba de lamentarse. El cazador, en su lecho de muerte, suplicaba perdón. Miraba a su alrededor, observando las cabezas de animales que adornaban su habitación. ¡No me hagan daño, no, por favor! Rogaba. Su familia lo miraba atónita ante su desespero, sin embargo y de la nada, un zarpazo le arrancó la cabeza, salpicando su cerebro sobre su esposa. Era su primera caza, el primer león, reposando sobre su cuerpo, lamiendo su cuerpo. Al fin su espíritu había cobrado venganza.
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