Delante de ella había cuatro hombres. El primero era un enano pelirrojo cargado de hombros; el segundo era un gañán enorme, peludo y con la cara picada de viruela; el tercero era un adonis moreno de sonrisa cautivadora, y el cuarto hubiera sido atractivo de no estar tan gordo. Tenía que elegir a uno de ellos para casar a su hermana, a la que detestaba. Respiró hondo, dio un paso al frente... y señaló a uno. Estaba hecho.

La hermana menor tenía el don de ver bajo las apariencias. Miró a los candidatos a obtener su mano y supo que uno era un brujo; otro, un vampiro; otro era hijo de Reyes y muy rico, y el cuarto estaba encantado y solo de noche recuperaba su verdadera figura. Respiró hondo. Su hermana la desposaría con uno de los feos y seleccionaría para sí misma al guapo vampiro que la mataría esa misma noche. Daba igual con quién la casase. Valía la pena por librarse de ella. La mayor levantó el brazo: "Tú".

"Lo bueno es que mi encantamiento tiene cura. Lo malo es que el remedio pasa por bañarme en la sangre de quién me elija", dijo el enano chepudo. Había sido un joven atlético y agraciado durante la noche, pero con la luz del día volvía a verse como un gnomo. "Tranquila, no fuiste tú quien me eligió", añadió al advertir la alarma de ella. Pero ese era el problema. La hermana mayor ya estaría muerta y sin gota de sangre en el cuerpo. No habría cura para el encantamiento.

Era la mejor de las artesanas. El mismo rey se vestía con los mantos y capas que ella tejía. Nadie más conseguía un tejido tan liviano y a la vez tan resistente, tan plateado y brillante. Nadie sabía que la artesana espiaba a la luna cuando esta se bañaba en el lago y le robaba hebras de su larguísima melena de luz reflejada para fabricar las prendas.

El asesino echó un vistazo dentro de la alcoba. Una luz pálida se consumía a un lado del lecho. La cortina del dosel estaba abierta. No había guardia ni servidumbre en la estancia. Iba a ser un trabajo fácil. ¿Cómo era que tantos antes de él habían fracasado? Lo supo en cuanto puso un pie sobre la alfombra. Cada pelo de la alfombra se alzó contra él. Como si fuesen dedos, apresaron su tobillo y lo retorcieron. Cayó y fue atrapado e inmovilizado por una alfombra hechizada. Fracasó él también.

El bardo aseguraba que sus coplas se las susurraba el fuego. Cada noche cantaba y tocaba el laúd con la mirada perdida en las llamas crepitantes de la gran chimenea. El bardo, un soñador, veía en el fuego una danzarina que bailaba para él al son de su música y su voz.

Se incendió el almacén anexo y las llamas abrazaron voraces la techumbre y las viejas vigas de madera de la posada. Desde la calle, espantado, el bardo vio en el fuego invasor la figura de un dragón rojo con alas de humo y ceniza que embestía contra la posada para devorar a la bella bailarina que moraba en la lumbre. Quiso luchar, atravesar el fuego y rescatar a su musa. Llegó tarde. A través del humo y las lágrimas vio alejarse al dragón. Sobre su lomo danzaba, libre y dichosa, la bailarina.

El campeón del rey medía más de dos metros, era sobradamente hábil con la espada e incluso mejor con la lanza y su agilidad y resistencia legendarias le daban fama de casi invencible. Su rival, treinta centímetros más bajo y mucho más enjuto, se despojó de la capa gris que lo ocultaba. Era una mujer. Una jovencita con el pelo recogido en un moño del que sobresalían varias agujas y un puñal al cinto. —No puedo enfrentarme a ella -dijo el campeón. —Si renuncias, pierdes -le advirtieron.

El campeón del rey avanzó cabizbajo. La larga espada temblaba en su mano y apuntaba hacia el suelo en lugar de estar alzada ante él. —Por favor, ríndete. No quiero hacerte daño. La jovencita le escupió a los pies y saltó al ataque con el puñal en una mano y una larga aguja en la otra. En lugar de ir a por ella, el campeón retrocedió, pero la muchacha le clavó la aguja en el muslo. Y luego otra en el brazo. Y otra más antes de que él consiguiera inmovilizarla y desarmarla.

La jovencita volvía a lucir agujas en el moño cuando la princesa la localizó en las cuadras, a punto de partir tras su derrota. —¿Qué has hecho? -demandó la recién llegada--. El campeón se está muriendo. --Lo que me pediste. No tendrás que casarte con él. --¡No te pedí que lo envenenaras! --He cumplido tu encargo. Te librarás de él para siempre. --No. Así no. Tienes que curarlo. --¿Tengo qué? --Está en tu contrato. Si no quedo satisfecha tengo derecho a reclamar una compensación.

El campeón localizó a la jovencita donde dijo la princesa, en lo más intrincado de la cañada. No habría dado con ella sin la guía de los silfos, pero desde que superara su extraña enfermedad veía espíritus de aire y seres que vivían bajo las rocas y oía cantar a los árboles y musitar a los muros. Espantó a los juguetones silfos a manotazos y se plantó ante la jovencita. —Esto que me pasa es cosa tuya. -Ella lo miraba en silencio, serena y curiosa-. ¿Se mitigará, desaparecerá? —Lo dudo -repuso.

—Alguien me contrató para matarte. Y luego otro alguien me pagó para curarte. —La princesa cree que fue su madrastra quien me quiere muerto -dijo el campeón. La jovencita esbozó una mueca irónica. ¡Qué lista la princesa sembrando confusión! —Nunca hablo de mis clientes. —¿Y si te contrato? —¿Cuál sería tu encargo? El campeón del rey sonrió torvamente. —Te lo diré...

Las tarifas de la joven hechicera eran elevadas. El campeón solo pudo pagar un día. Pidió al rey un día de asueto para meditar sobre su futuro y se retiró a un rincón del jardín. Durante horas estuvo inmóvil, sentado en el suelo, con los ojos cerrados y las manos abiertas sobre las rodillas, parecía una estatua. De madrugada una sombra sigilosa llegó hasta él y lo acuchilló en el cuello. Entonces el señuelo se desinfló y el verdadero campeón saltó sobre el agresor y lo atrapó. Era el bufón.

—¿Por qué? -preguntó el campeón a su agresor. —Ella me lo ordenó. —¿Ella? ¿Quién es ella? La reina surgió entre los setos armada con arco y flechas. —¡Yo! Prefiero verte muerto que casado con la princesa. —¡Traidora! Lo sospechaba —rugió el rey que salió de detrás de un árbol con una lanza en la mano. —¡Auxilio! —gritó la princesa desde la copa de un roble. —Parad —pidió él campeón. Pero la fecha de la reina ya se había hundido en las tripas del rey, y la lanza de él en las de ella.

El ex campeón del rey miró anonadado a la nueva reina. Ayer ella era su prometida, hoy lo había declarado responsable de la muerte de su padre y su madrastra y lo había despojado de todo. No le había dejado nada. Ni dinero, ni su caballo, ni armas, ni la armadura, ni sus ropas. Nada. —Desterrado, te concedo una hora de ventaja -dijo la nueva reina—. Después mis caballeros y yo saldremos a darte caza. Los perros ladraban alborotados cuando el desterrado echó a correr.

Fueron los avisos de los árboles y los consejos de las piedras los que hicieron posible que el desterrado escapase de cazadores y perros. Y fueron los silfos los que le llevaron hasta la jovencita. —Te ves... diferente —dijo ella, pues él estaba cubierto de polvo, barro y arañazos, vestido con un trenzado de juncos anudado a las caderas y agotado tras varios días sin dormir apenas—. ¿Descubriste quién te quiere muerto? —Más de los que puedo enfrentar, por eso... acéptame a tu servicio —pidió.

Tras el preceptivo luto, la joven reina se casó con el bufón, y tuvieron una descendencia de príncipes y princesas bajitos, risueños, astutos y ocurrentes. La hechicera jovencita aceptó al desterrado como ayudante, y de ellos nacieron brujas guerreras y guerreros brujos, todos, ellas y ellos, altos, recios y capaces de escuchar a la naturaleza y sus criaturas. Todo fue bien hasta que uno de los príncipes se prendó de una de las hijas de la hechicera. Pero esa es otra historia.

Al atardecer el sol pinta de rosa y violeta las nubes y es entonces cuando se perfila un castillo encantado encaramado sobre el ocaso, un castillo de altas torres y pináculos coronados por banderas de niebla añil. Todos sabían que en ese castillo había una gallina que ponía huevos de oro. No tenían ni idea de que la "gallina" tenía cuerpo de leona y cabeza y alas de águila.

Parece una nube. Es blanca y de aspecto algodonosa, flota y se desliza por el cielo azul, es hermosa. Pero se estira y se encoge como un ser vivo y el viento no la gobierna. No es una nube. Al aproximarse veo sus grandes alas y sus blancos cascos. Una bandada de pegasos pasa sobre mí.

El brillo de la luna llena teñía de blanco y de plata la negra agua de la laguna. El majestuoso unicornio níveo salió del bosque y agachó la testa para beber. Su largo cuerno rozó la estela de luz de luna, que explotó como un globo. La noche se volvió tiniebla. La luna había desaparecido.

El buhonero ofrecía telas, hilos, herramientas, utensilios de cocina y de jardín, lazos, abalorios y perfumes. Pero también vendía frasquitos vacíos etiquetados con nombres ocurrentes como brisa marina, olor a hierba mojada, caricias de madre, besos en el cuello... El alguacil dijo que era una estafa y quiso confiscar la mercancía. El buhonero esgrimió contra él un frasco de "tornado tropical" y el alguacil voló por los aires hasta el campanario. Nadie volvió a dudar de sus productos.

Entró por la ventana. En la oscura noche se veía como una cascada de motitas luminosas azules y verdes. Pese al calor, cerré la ventana y corrí a por el insecticida. La catarata de luz fue más rápida que yo: se expandió con un violento destello blanco y, de repente, yo estaba espatarrado en el suelo y con una enfurecida muñequita con alas subida sobre mi nariz. "A mí nadie me gasea", dijo el hada. Me pateó la nariz y desapareció. Nadie me cree cuando lo cuento, pero yo sé que sucedió.

Era un hada madrina milenaria y coqueta que se negaba a usar lentes. Cuando nació la princesa, se confundió y otorgó sus dones a la gata blanca. Nunca se vio otra gata con una melena más lustrosa ni que bailara y cantara mejor. Su voz hechizaba a todos los príncipes en cientos de kilómetros a la redonda.

Hizo tanto frío en el pueblo que se helaron las calles, la veleta del campanario, el agua del pozo y el arcoiris sobre los campos. Se desheló poco a poco como lluvia de colores. Al verano siguiente, los melones fueron más dulces que nunca.

La princesa era más lista que el hambre, pero también era exigente y perfeccionista. Le llevaron montones de ranas para que las besara y deshechizara, pero a todos los príncipes resultantes les encontró defectos y los rechazó. Ese verano la falta de ranas hizo que hubiera más moscas y mosquitos que nunca. Pero también hubo más costureras felices por la súbita abundancia de príncipes casaderos.

Durante unos días se escucharon cuernos de guerra en el interior del bosque, al amanecer, cuando las sombras brotaban de la tiniebla impenetrable de la noche en retirada. Pero nadie surgió del bosque. Por otros cuantos días, hubo ruido de golpes contra la puerta de la muralla, pero no había nadie fuera. Luego sucedió que el rey despertó al alba, pues oía una respiración jadeante a su lado, pero la reina dormía, relejada... No hubo más ruidos. Tres semanas después la reina dijo estar encinta.

Años atrás se divertía hechizado marineros. Era muy fácil: ella cantaba y se mecía sobre las olas y ellos enloquecían y se tiraban al mar. Pero con el tiempo se cansó de ese juego. ¡Eran tan frágiles los humanos! Y tampoco eran su comida favorita. Ahora que tiene más experiencia, elude los barcos y solo danza con el mar y solo canta para la luna.

La isla del Fin del Mundo, la llamaban. La última roca cubierta de hielo y perdida en medio del helado mar boreal. Un peñasco helado sin el menor interés, pensaba el capitán pirata. Hasta que tuvo que refugiarse allí. Sucedió al pisar tierra: empezó a nevar hacia arriba. Cada vez se alzaban más y más estrellas de hielo blanco y traslúcido. El vigía, que tenía buena vista para todo, fue quien lo advirtió primero: no era nieve, eran mariposas de hielo.

Además de mariposas con estrellas de hielo por alas, en la isla del Fin del Mundo los piratas descubrieron pequeños erizos azules con púas de cristal y árboles que eran altas espinas de hielo que se ramifican en la copa, donde las hojas eran copos de nieve. Cuando retornaron a la civilización llevaron consigo algunos ejemplares. Inesperadamente fueron un éxito. Consiguieron buen oro y alcohol a cambio de las mariposas, los bichillos pinchosos y los arbolitos.

El capitán pirata tuvo una idea singular. Su barco, el Zampavientos, estaba en pésimas condiciones, así que lo repararon con los árboles espinosos de la isla del Fin del Mundo y tejieron nuevas velas con las hojas de copos de nieve. El renovado Gélido Zampavientos, blanco y tan veloz como su nombre pronosticaba, se deslizaba sobre hielo tan bien como sobre agua. Y cuando nevaba, se elevaba y flotaba para danzar con la tormenta.