“El Trasgu que vive debajo de mi cama me ha robado los deberes”, “El Trasgu se ha llevado el libro de matemáticas”. Siempre me utilizas como excusa para escaquearte de tus tareas escolares cuando lo único que quiero de ti son tus golosinas y tu videoconsola. ¡Pero eso sí que no lo sueltas!

—Entonces, ¿fuiste donante en el Hospital de la Princesa? —preguntó Jenny aún turbada por el episodio anterior— Y desde entonces tienes esa mancha. Alain asintió y, antes de que pudiera preguntar nada, ella se adelantó: —Yo estuve allí ingresada cuando... cuando sucedió aquello. —Fue cuando yo recibí la llamada del donante —contestó nervioso. Se miraron un momento y, de pronto, todo parecía cobrar sentido entre ellos.

Jenny y Alain se miraron en silencio cuando quedaron a solas. Un extraño ambiente se había instalado y no sabían de dónde venía. Jenny, con el corazón acelerado, se decidió a adelantar la mano en su dirección con un claro mensaje. Alain comprendió y la imitó. Cuando sus dedos marcados se juntaron una corriente eléctrica nació del contacto, trasladándose por sus cuerpos hasta la última fibra de ellos, como un fuerte chispazo.

Nueve de la mañana y Jenny corría apurada por la facultad. Desde que se había mudado con César siempre llegaba tarde a clase. Llegó al aula y se dio de bruces con el nuevo profesor. Sonrío con vergüenza y él le mostró la puerta, dejándola pasar. De pronto vio en su dedo índice algo que la estremeció. Tenía la misma mancha rojiza que se extendía por su dedo desde que había abandonado el hospital.

Tras una semana en el hospital, Jenny recibió el alta. Ya esperaba a su padre en la habitación, cuando apareció el doctor Montes, haciéndola sonreír de inmediato: —Venía a despedirme —comenzó apenado. —No tenemos por qué —se apresuró a decir Jenny, sosteniendo un papel doblado entre sus dedos — Este es mi número. Llámame, César. —Eso haré —contestó él satisfecho, pero de pronto, vio algo entre sus dedos que hizo que añadiese — ¿Y esa mancha rojiza? Ella también la vio y no supo qué contestar.

Siete de la mañana. El despertador resuena enfurecido y lo apaga de un manotazo, era hora de empezar el día. Alain no tiene mal despertar, por lo que se levanta de la cama sin rechistar y se encamina hacia la ducha. Tiene que dar una clase en la Facultad a primera hora y no podía apetecerle menos. Se enjabonó en silencio y de pronto algo rojo llamó su atención. Observó su mano derecha y descubrió una extraña mancha rojiza que parecía extenderse por su dedo índice. ¿Qué diantres era eso?

Jenny abrió los ojos despacio mientras se acostumbraba a la luz y obligaba a su mente a recordar dónde se encontraba. Ruido de explosiones, vista borrosa y mucha sangre la asaltaron en la mente, atrayéndola a la realidad del accidente de tren y se incorporó de golpe sobre la camilla. Se tocó la cara con las manos temblorosas. Estaba viva en un hospital. —¿Cómo te encuentras? —una voz la sorprendió y se encontró con un joven médico que sonreía de forma encantadora— Soy César Montes, tu médico.

No pudo hacer nada por la inerte muchacha e increpó a la bruja por sus artes malditas. Pero ésta le observaba con una sonrisa perturbadora, como si él se tratase de una mercancía. —Tú no eres un común, ¿verdad? Tú eres un híbrido —comenzó a decir disfrutando de cada palabra—. Un cuerpo como el tuyo podría soportar mi sangre. Despídete de tu libertad porque a partir de ahora me pertenecerás. Tras un toque de su varita, perdí el conocimiento, quedando completamente a su merced.

No resultó difícil seguir la huella mágica que desprendían los cadáveres, llevándole a la guarida de la bruja Winchester, conocida en el pueblo por sus hechizos antinatura. Era de noche y de su vivienda aún irradiaba luz. Sólo necesitó asomarse para presenciar como una mujer común moría de forma súbita mientras recibía una transfusión mágica de la sangre de la bruja. Su débil cuerpo no pudo soportarlo.

Amanecía en Villa Maldita con un reguero de cadáveres abandonados en ambas márgenes del Río Maldito. Todos eran comunes, humanos corrientes procedentes de aldeas aledañas en las que solían sembrar el terror frecuentemente. Pero había algo extraordinario en ellos, la marca de la bruja estaba presente en ellos, pero no como un maleficio, sino emanando aquella esencia de sus entrañas, de su fría sangre paralizada por la muerte. Como si fueran híbridos de sangre impostada.

El ala de urgencias del hospital era un hervidero de actividad. Los heridos procedentes de la explosión de los trenes comenzaron a ingresar en tropel, colapsando las urgencias durante horas. El doctor Montes sentía el ardor en los ojos propios de demasiadas guardias sin dormir. Pero, de pronto, algo de luz al final del túnel. Llegaron los refuerzos para ayudarles en aquella batalla. Los primeros donantes de sangre hicieron su aparición.

La televisión vomitaba a su salón terribles noticias, dejando palabras como explosión, trenes y heridos suspendidas en el ambiente. De pronto, el sonido de un SMS entrante le asaltó con un mensaje de profunda urgencia. Sin pensarlo, tomó su abrigo y salió de la vivienda, con su carnet de donante universal vibrando en su mano

De pronto, el sonido de una potente explosión la ensordeció y una onda expansiva como de una bomba la golpeó inmisericorde, dejando atrás sólo oscuridad.

Esa conexión nuestra, tan única y especial, que convierte los kilómetros en centímetros y los instantes en eternidades.

Ese último latido entre la expectativa y tu boca devastándolo todo con un único beso.

Allí está. Puedo sentirlo sentado sobre mi pecho, presionando e inmovilizándome contra la cama. Notaba su aliento de demonio como un golpe en el rostro y sus largos dedos apretando con fuerza mi garganta. El aire no llegaba y la angustia me domina, su fuerza es tal que impide cualquier resistencia. Ese siempre es el destino de los que duermen cuando Inguma llega. La muerte.

Sólo lloro cuando llueve, así mis lagrimas se confunden con las gotas de lluvia y se convierten en el único testigo de mi profunda desolación.

Fuimos vida, fuimos hogar. Ahora de sus cenizas volveré a empezar y recuperaré aquel calor que tanto sentí junto a ti.

Como un barco a la deriva navegando por el mar del quizás.

Sus cabellos eran como espigas doradas trenzadas al sol.

No pone rejas en sus ventanas porque ya suficientes vio toda su vida.

Besos que eran fuego como quien se los regalaba, besos que prendían la mecha y abrasaban cada molécula de su piel cuando se unía a ellos. Besos que le llevaban al límite y que sólo deseaba muchos más.

La forma en que tu voz abraza mi corazón y lo acuna hasta quedarme dormida.

Tu suave voz rasgada acaricia mis oídos y pellizca mi corazón.

Mi alma plasmada en papel y cautiva entre los esbozos de una pulcra caligrafía.

Te prometió el cielo y descendiste a los infiernos.

El mar, embelesado por el cielo, aceptó ser su espejo, dejándose colorear de aquel azul intenso.

Me perdí en la profundidad de tu verde mirada y sólo fui hallada por la locura.

Lo único que tengo claro es que, cuando tú cantas, todo mi desierto se convierte en mar.

Jenny dejó el despacho de Alain media hora después con el rostro enrojecido y sintiéndose profundamente avergonzada. Aún recordaba cómo se habían besado y estrechado en los brazos del otro sintiendo algo que jamas había sentido con nadie. Como si estuvieran destinados. Echó a correr a su casa con ganas de llorar. Odiaba sentirse así y recordar a César. Aún le quería, pero deseaba estar con Alain. ¿Qué podía hacer?

Jenny y Alain volvieron a toparse en la puerta del aula y se rieron a la vez ante la casualidad. Ambos volvieron de forma inconsciente la mirada a la mano del otro, buscando aquello que tanto les unía sin saber por qué: —Señorita... pase, por favor —la vio asentir y se apresuró a añadir— ¿Le importaría pasarse después de sus clases por mi despacho? Tengo algo que hablar con usted. Jenny estaba sorprendida ante la petición y sólo atinó a asentir torpemente, profundamente curiosa.

Alain tenía una pila de exámenes por corregir frente a él, pero tenía la cabeza en otra parte. Estiró su mano y contempló aquella mancha que se extendía por su dedo y que nadie había logrado hallar su origen. La estudió por un momento y recordó a aquella alumna con aquella mancha idéntica a la suya. ¿Sería ella la clave para aquel misterio? Tenía que descubrirlo como fuera.

—Te digo que mi nuevo profesor tiene esta misma marca que tú no sabes qué es —le decía Jenny a César con firmeza—. Es exactamente la misma. ¡Tiene que significar algo! —¿Y qué sugieres qué significa? —preguntó César sin entenderla. —No lo sé, la tengo desde que estuve ingresada en el hospital. A lo mejor fue mi donante o... —Jenny de pronto dejó de hablar. —¿O qué? —O mi alma gemela —contestó ella en un susurro segundos antes de marcharse sintiéndose turbada por la revelación.

Se le llenaba la boca jurando ser el amor de tu vida, la razón de tu ser, tu otra mitad. Pero lo que él desconocía era que tú ya estabas al completo y que ya tenías un amor y una razón de ser: TÚ.

Ahí está, puedo sentirlo. Aquel demonio negro que se instala en el cuerpo, que tortura, atormenta y rasga las entrañas mientras te fuerza una sonrisa suave que ahoga tus plegarias y le oculta de los demás.