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ROBERTO EL MATEMATICO

Alfonso Ortiz Sánchez


Cuando niño era flaquito, un poco cabezón, y de mal genio. Su mal genio no tenía parangón en el pueblo; de todos los niños de la región el más cascarrabias era él, y su carácter la hacía dominante entre los de su misma edad. Tal vez, fue por eso por lo que se ganó el apodo de “geniecito”; aunque muchos creyeron, después que “geniecito”, posiblemente, fuera una premonición de grandeza. Por su constitución física, y por todo lo demás, fue siempre el hijo preferido de doña Lucha, quien, para fortalecerlo y engordarlo un poco, le preparaba un menjurje compuesto de sustancia de pata de vaca, verduras, cereales, y una cucharadita de vino Sansón. Doña Lucha era una mujer noble, y su inconmensurable ternura hacia que sus ocho hijos se sintieran protegidos en medio de las penurias económicas, y de la soledad provocada por la ausencia de don Rubio, padre de los ocho muchachos y esposo de doña Lucha, pues don Rubio era intensamente mujeriego y, por tal razón, permanecía muy poco en el hogar. Sin embargo, doña Lucha era hecha de un temple de acero; altiva, valiente, y su personalidad y su carácter la convertían en una mujer indoblegable ante cualquier dificultad. Su altives la hacía digna heredera de la estirpe de los Pijaos. Su optimismo, y su capacidad de vislumbrar el futuro se constituyó en la génesis de la formación intelectual de sus hijos, pues siempre los estimulaba y los inducía al estudio. Los orientaba por los caminos de la superación intelectual y, sobre todo por el espíritu de la solidaridad social. Soñaba con hijos amigos del conocimiento, de la ciencia, y sensibles y solidarios con los pobres. La solidaridad social era parte de su diario trasegar; siempre compartía lo poco o lo mucho, con los más necesitados de su pueblo. La espiritualidad de doña Lucha era tan grande, que se ganó el respeto y admiración de la comunidad, por tal razón era la única persona de la región a la cual buscaban para dirigir el rosario de cada una de las nueve noches que, según la creencia campesina, se debía rezar para pedirle al señor el descanso eterno del alma del difunto. A los seis años Roberto se volvió diseñador de sombreros. Los diseñaba y los elaboraba de papel periódico, o de cartón. Sus sombreros estaban hechos de diferentes colores y estilos; los fabricaba grandes y pequeños, a la medida de la cabeza de los niños de su edad. Pero, el que más le gustaba era uno de cucurucho que cuando se lo ponía se asemejaba a un arrocero vietnamita. Por este sombrero sentía un especial apego, tal vez porque oía que los vietnamitas con su sombrero a cuestas derrotaban al imperio más grande del mundo. Sobre todo, siendo un niño, a Roberto lo impactó la noticia difundida por todo el planeta, sobre el bombardeo de aviones de Estados Unidos con bombas en forma de juguete, lanzadas el día de navidad, para que los inocentes niños vietnamitas creyeran que era un regalo del niño Dios. Ese regalo estallaba y mataba miles de niños quienes tenían un abuelo venerable llamado Ho Chi Minh. También, Roberto, fabricaba sombreros como los de los mariachis mexicanos e invitaba a sus compañeritos a cantar rancheras. Elaboraba sombreros como los que usan las mujeres inglesas e hizo creer a la familia que con el tiempo sería un acaudalado proveedor de sombreros de la reina inglesa. Pasado el tiempo olvidó la afición por los sombreros y se volvió fabricante artesanal de carros de madera que fabricaba en todos los estilos y tamaños, pero tenían un defecto: las ruedas eran octogonales, pues no tenía las herramientas necesarias para darles forma circunferencial; por esta razón sus carros eran ineficientes cuando de correr se trataba. De todas maneras, su ilusa familia creía que llegaría a la dirección de la General Motor o a la asesoría de la presidencia de la Ford; o, tal vez, seria proveedor de la Mazda, y después como magnate altruista crearía la “Fundación Geniecito”. A los diez y seis años olvidó todo su pasado de diseñador y fabricante de cachivaches, y, detrás de una hermosa gitana salió a deambular de pueblo en pueblo, de choza en choza, muy enamorado y decidido a volverse gitano y asimilar la cultura de los Romíes. Con la gitanita como profesora, tomó clases de flamenco pero después de muchos intentos se dio cuenta que lo suyo no era el baile por la torpeza de su esqueleto. Definitivamente estaba muy distante de la bella danza andaluza. Luego intentó con la guitarra tratando de imitar a Paco de Lucia, pero su oído tampoco lo obedeció.

Estos primeros obstáculos lo convencieron de que era mejor aprender las artimañas de los Zíngaros y fue así como, de la suegra, aprendió a leer las cartas, y a adivinar el porvenir de los clientes después de un jugoso pago en dinero contante y sonante. Del suegro aprendió a maquillar caballos viejos para presentarlos, en las ferias equinas, como potros relucientes. Lo que Roberto no sabía era que la gitana de sus sueños deseaba una vida de aventuras, enseñada al vertiginoso cambio y la agitada y nómada vida del pueblo de los Romíes. Pues bien, un día cualquiera como en la ópera Carmen de Bizet, su amada lo dejó, para irse con un torero. Como el Don José de la Opera y con el corazón desecho, Roberto volvió donde doña Lucha recitando el gato bandido: “mamá dame palo pero dame de comer”. Como futuro matemático, Roberto detestaba los trabajos del ámbito campesino. El trabajo de los jornaleros, de sus coterráneos, le parecía rudimentario, inhumano e inútil. No obstante, era aficionado a la pesca, solo por deporte, por pasar el tiempo que transcurría con desesperante lentitud. La pesca le generaba placer y a través de ella huía de las labores campesinas. Una noche, en compañía de un amigo, se fue al rio Magdalena y en una canoa fabricada de madera de igúa, muy cómoda y segura, se adentró en las profundas aguas del rio; llevaban una atarraya, dos linternas y dos machetes. El agua corría tranquila, silenciosa, sin ninguna turbulencia y sin ningún remolino; el silencio era absoluto y ni siquiera el canalete rompía la quietud. Todo estaba oscuro y desde la orilla se prolongaban las sombras de los árboles de caracolí, igúa, ceibas y matarratón; Los guaduales y las matas de cañabrava, contribuían a oscurecer mas la noche. La obscuridad era casi total, solo permeada por fugaces destellos de luciérnagas que con su luz alertaban a los demás insectos sobre la presencia indeseable de los bogas, que imprudentemente irrumpían en su enmarañada y tupida vegetación. También desde la orilla se oía el croar de las ranas que con su estridente canto promovían la huida de los peces para que, a la velocidad del rayo se internaran en las profundidades del rio para evitar ser presa de los detestables pescadores. Algunas veces, muy pocas por cierto, algún nicuro despistado caía en la red para disgusto de Roberto quien buscaba algo más grande. Después de varias horas, ya cansados, cuando el regreso pasaba por la mente de cada uno, lanzaron la red y sintieron el envión de un animal inmensamente grande. Su fuerza descomunal los arrastró varios kilómetros aguas abajo y, por un momento, estuvieron a punto de naufragar. Pero “geniecito” era tan pertinaz que decidió luchar con todas sus fuerzas para vencer la obstinada resistencia del prisionero animal. Roberto, fatigado y alucinado, creyó estar ante la presencia del Mohán y, en vez de miedo sintió curiosidad por saber dónde se ubicaba el harén del monstruo peludo de quien se decía robaba las muchachas bonitas para internarlas en una cueva en Las profundidades de Magdalena. Roberto era hijo de don Rubio, el marido infiel y mujeriego, y como tal llevaba en sus genes el desmedido apetito por las mujeres bellas; lo anterior lo impulsaba a disputarle el harén al despiadado Mohán. Cuando estaban al borde de la derrota, por el cansancio y el desánimo, un playón salvador apareció en su ayuda, pues alló “encalló” el animal y, sin oxígeno, se rindió a los pescadores. Fue tal la sorpresa al verificar que no se trataba del Mohán, sino de un inmenso bagre de ocho arrobas. Roberto, entusiasmado y decepcionado, esperó, con su compañero el amanecer y, muy temprano en la mañana convocó a la comunidad y repartió el pescado, “tal era su sensibilidad social”. Pasado el tiempo decidió estudiar matemáticas en una prestigiosa universidad. En el estudio le fue muy bien porque tenía especial facilidad para las matemáticas; y en sus ratos libres jugaba parqués. Este juego, a la postre, resultaría una de sus más grandes torturas psicológicas, pues le gustaba ser correcto en el juego y no soportaba la trampa ni a los tramposos. Consideraba, tal vez erróneamente, que el juego era la prolongación del comportamiento social de las personas. Cuando terminó su carrrera, en las vacaciones de diciembre se reunía con el hermano mayor y pasaban varias horas jugando parqués. Roberto siempre perdía y nunca se explicaba por qué, pues du hermano era chambón para correr las fichas y poco sabia del juego. Algo le decía que el hermano le hacía trampa pero no podía descifrar cómo. Se dedicó a estudiar a profundidad teoríıas de juegos, estadística compleja, probabilidades, pero no encontraba la explicación ni podía descifrar las marrullas tramposas de su hermano. Siempre salía derrotado, y siempre tenía la certeza de la trampa. Desesperado, decidió viajar al exterior a estudiar un doctorado en matemáticas. Su tesis doctoral se basó en la búsqueda científica de la trampa en el juego de parqués. Su tesis “Summa cum laude” mereció el reconocimiento del cuerpo académico del claustro universitario. A partir de sus comprobadas hipótesis, y de la defensa de sus principales tesis, jamás jugador alguno volvería a la trampa en el parqués. Pero la desilusión fue grande, tan grande como su tesis doctoral, pues el marrullero hermano seguía ganándole con trampas invisibles e impercep- tibles. Desesperado, consultó por doquier, y le escribió a su director de tesis, consultándole lo ocurrido, y no podía solucionar nada; no descubría la trampa, y su hermano gritaba a los cuatro vientos que, una vez más, el doctor se rendía a su hábil juego. Desesperado, atendió el consejo de un campesino analfabeta quien le dijo que la bruja Quiteria le resolvería el problema. Gracias a ese consejo se dirigió a pie, a dos horas de camino, con un calor de 42 grados, a una choza muy pobre donde vivía la bruja Quiteria, quien lo recibió con una nube de humo de tabaco, y le dio a be- ber una sustancia verdosa, amarga, y mal oliente. Después de rezarle un oración ininteligible, y de untarle saliva en la frente, le vendió un parqués imantado. Desde entonces, con ese parqués imantado, el hermano jamás pudo volver a hacer trampa. A partir de ahí, Roberto el matemático ganó todas las partidas.

5 de Mayo de 2020 a las 00:03 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

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