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De cuando mi mamá se enteró que soy gay... sin yo estar listo para contarlo.


LGBT+ Todo público.
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Cadenas

No sé si debo correr, si debo gritar. No tengo lágrimas. A él le sobran. Tengo un cigarrillo entre los dedos que no me provoca encender y que destruyo lentamente tratando de escapar de mi ira.

Contengo la respiración pero no por mucho tiempo, pues sin darme cuenta ya tengo el espejo empañado por mi aliento contenido. Mi respiración es tormentosa. Abro paso en el espejo y logro verme. Y logro escucharlo una vez más llorar desconsoladamente. Como hace dieciocho años, cuando lo vi nacer.

He sobrevivido al segundo día de llanto incontrolable. Hablo de aquel llanto que me desgarra la garganta con cada gemido de agonía, con cada grito silencioso. Gritos que nadie debe oír. De esos que me consumen internamente. De aquellos que alborotan y crean peleas entre mis neuronas. Aquellos que hacen explotar mi cabeza de dolor. Hablo de aquel llanto que convierte mi almohada en un paño de lágrimas. Y de aquel que convierte a esa misma en mi saco de box.

He sobrevivido a las cuarenta y ocho horas más difíciles de todos mis dieciocho años. No quiero salir de mi habitación. No tengo hambre. No sé si es de día o de noche. No sé si estoy dormido o despierto. Ni siquiera sé si sigo siendo yo. Despierto y son las tres de la mañana en punto. Dicen que a esta hora se levantan las almas a deambular por un mundo que antes fue suyo, o que quizás, recién empieza a pertenecerles.

Miro por el gran ventanal de mi sala. Me desdoblo y logro verme. Tengo la mirada perdida. Las lágrimas caen por sí solas y no las puedo controlar. Me tiemblan brazos y piernas. Siento la más profunda tristeza al verme ahí sentado. Quiero abalanzarme y abrazarme, secar yo mismo mis lágrimas y parar con toda esta pesadilla con sabor a vida real. Por fin siento hambre.

Mi cabeza va a explotar. Estoy gritando y esta vez todos me pueden oír. No sé si llamar a esto llanto o tormenta. Tengo los ojos hinchados y la mirada pegada al techo de una habitación que no es la mía. No tengo más palabras que decir, todo lo resumo en un¿qué hago?que jamás fue tan incierto. Un qué hago que no quiero volver a pronunciar con la intensidad con la que la hago ahora. Todo se mueve sin importar que me siento a morir. Miro todo al revés y siento que no camino con los pies.

Escucho las bisagras de la puerta y mi corazón quiere salir corriendo. Cierro los ojos y me preparo para terminar de derrumbarme. Me preparo para convertirme en aire. Para convertirme en un fantasma que nadie querrá recordar. Mi piel se eriza. Mis ojos han bloqueado sus puertas. Veo todo negro. No me oigo. He dejado de llorar. Siento flotar. Me concentro en los latidos de un corazón que no es el mío. Unos latidos que me tranquilizan. Que me abrazan. Que me besan. Me siento frágil. Protegido. No hay palabras. No hay ruido.

Me armo de valor y abro la puerta del baño de mi habitación. Tiene la mirada fija en el techo. Tengo el corazón partido. No por lo que haya pasado, sino porque me mata su dolor.

Cómo puedo decirle que lo amo a pesar de todo. Que soy su madre. Que daría mi vida entera por calmar el ardor que produce su sufrimiento. Cómo puedo eliminar ese sentimiento de vergüenza que brota de su ser.

Siento proteger a ese bebé que tuve por ocho meses dentro de mí. Siento sus latidos retomar su ritmo habitual. Ese ritmo que identifico desde el día en que sus ojos vieron la luz.

Cómo no enamorarse de un hijo. Me siento tan fuerte al verlo tan indefenso.

Es un niño pequeño, de esos que tienen dieciocho años.

He sobrevivido al segundo año de aquel día de llanto incontrolable. Hablo de aquel llanto que me desgarró la garganta con cada gemido de agonía, con cada grito silencioso. Gritos que nadie debía oír. De esos que me consumían internamente. Hablo de aquel llanto que resumía mi dolor. Aquel dolor que se esfumó no sin antes presentarme a los papás más maravillosos. Un dolor que me enseñó a admirarlos, a amarlos con toda la intensidad posible. Un dolor. Mi dolor.

En algún momento de mi vida, cuando tenía que soportar algunas bromas en la escuela, en el barrio, o hasta en mi misma familia , prometí nunca contar ni expresar lo difícil que resulta tener preferencias sexuales distintas en este mundo. Pasó cuando no lo planeé, cuando no estaba listo para asumir una homosexualidad que ni yo mismo terminaba de conocer y mucho menos aceptar. Resultó difícil. Muy difícil. Dificilísimo. No sabes cuanto.

La vida me envió a los dos padres más amorosos del mundo. Unos padres que han defendido a su hijo de cualquier posible ataque. Unos padres que han tenido que ir en contra de la ideología familiar que cree que un hijo homosexual o bisexual es un problema. Cuánta razón tuviste papá cuando con toda la naturaleza del mundo afirmaste que esto no era un problema para ti. Que estás feliz si yo lo estoy. Que si alguien abría la boca para faltarme el respeto, tú te encargarías de cerrarla muy amablemente. ¿Sabes qué significó todo eso? Que hoy me sienta plenamente feliz de tenerlos conmigo. Que tenga los huevos de compartir esto con los demás, no para que me aplaudan ni para que algún desadaptado me insulte. Voy más allá. Quiero llegar a los que aún no se aceptan. A quienes han pensado o piensan en el suicidio. A los padres que no saben cómo manejarlo. A los psicólogos que creen tener el poder de sanar del virus de la homosexualidad. A las religiones que nos temen porque venimos del diablo. Es tan deprimente no tener una libertad completa. Hoy un niño ve a dos señoritas besándose en la calle y mañana lo olvida. Pregúntame si yo he olvidado las caras de quienes hacían bromas inocentes conmigo en la primaria. ¡Ah, un par de cosas! No salimos del clóset. No seas tan poca cosa como para usar un término tan bajo. No existe la opción sexual. Cuando nací no me dieron a elegir a quien amar o en quien fijarme.¿A ti sí?

29 de Marzo de 2020 a las 23:57 1 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

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Prince Gómez Prince Gómez
Me siento identificado con tu historia!💕💕💕
March 31, 2020, 20:56
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