¿Es que nunca dejarán de soplar
estos áridos vientos?
Un reloj que bate sus horas al vacío,
un corazón pegado a las paredes,
y las hojas del pensamiento
barridas por la tormenta.
¿Nada abrirá los ojos ciegos?
¿Ninguna luz anidará
entre estas ruinosas escamas?
Almas de pez tienen los hombres,
almas de pez o de esponja,
o de pulpos,
o de mariscos muertos abiertos
en la playa.
Todo se enreda
como un montón de venas
en torno a un corazón con alas,
un pájaro que entre la enramada
no encuentra su nido,
cegado por la palidez de las estrellas.
Si todo fuera tan simple
como escrutar las nubes
en busca de un rostro benévolo y reconocible.
Pero en esta lejanía
entumecida de niebla
todo se arrastra y nada vuela.
Nuevos reglamentos
escritos en los grafitis de las paredes,
apisonados en los ojos vacíos,
cuencas sin mirada
rellenas de vidrio molido.
Sólo cambia el slogan.
Generación de buitres pintarrajeados
llenos de garras y de picos sanguinolentos,
la nueva juventud mutilada,
mutiladora,
tatuada de desgarros.
Zombis putrefactos.
El futuro de la humanidad agoniza
entre acordes de vómito
y vísceras descompuestas.
Los burgueses retorcieron la rebeldía
como un paño mal lavado
y la extendieron al sol
para que esparza su ponzoña
al aire fresco de la mañana.
Babeantes caracoles
enredados en un baile obsceno y procaz,
todo su mundo cabe
en un contaminado condón.
Descendientes de las bestias
ya no les queda de humanos
apenas la forma.
Un monstruo late en su interior.
Todo se enreda en torno a este pájaro sin alas
que añora el cielo y sólo se alza en sueños,
decapitado.
A vuelo de nube,
el corazón siempre pasa lento
sobre las cosas amadas.
La mano de un niño ha dibujado un día
el sol de Diciembre
y una línea azul sobre los cerros.
Los ha dibujado para siempre.
La infancia de túnica blanca
sólo repliega sus alas un momento,
mientras jugamos el juego del adulto,
el ceño adusto y la risa cruel.
Pero nos despierta por las noches
con un beso en la frente
o el pulso alocado de una pesadilla.
La bicicleta alocada del viento
corre calle abajo
salpicando lodo y papeles arrugados
lanzados a morir
ahogados de humedad.
Pedaleando nubes altas,
oscuras, tempestuosas.
Con los cabellos sueltos enredados
en las más elevadas ramas.
Sin casco de protección,
sin precauciones inútiles,
sabe despeñarse para siempre
desde el aliento escarlata del otoño.
No se rinde jamás, no tiene tregua,
sólo se aplaca cuando la muerte
le arrebata el último grito de hojas pisoteadas
y su estertor de agonía es el leve canto
de un pájaro recién nacido.
Gracias por leer!
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