La noche es oscura y fría, la luna gibosa anima a la neblina con su rielar tímido . Los niños salen disfrazados caminando bajo las farolas esperando obtener el beneficio que caracteriza la festividad de la noche de los muertos. Sin embargo, he de confesar que yo siempre he tildado esta fiesta de mamarrachada hasta los eximios Sucesos de Hexfluss. El suceso e remonta ya muy lejano, pero aún me fustigan las pesadillas y no hay remedios paliativos que mengüen el terror de aquella noche.
Me había instalado en el apartado y apacible pueblo alemán de Hexfluss con la intención de vivir el sueño del escritor- retirarse de la vida mundana de la urbe, para poder así, encontrar mi voz- Ha decir verdad no ha sido una tarea fácil. Había comprado, con el dinero que había conseguido juntar trabajando como redactor de segunda categoría en diversos periódicos y revistas. Sí, pasé desapercibido pero pude amasar cierta fortuna gracias a la austeridad con la que estoy capacitado para sobrevivir. Pues, mis lujos siempre se componen de libros, ciertos discos de música clásica y cigarros que sirvan de acompañante al amargo café solo. Me asenté en esa localidad ensoñadora en un mes de mayo, coincidiendo con la insigne noche de Walpurgis. Hice el camino en un furgón para llevar mis enseres domésticos, que no eran muchos, desde Munich . El camino hasta arribar hasta allí fue espeluznante e inquietante por momentos. El vehículo iba con las luces antiniebla que reverberab an en la niebla que culebreaba en las innumerables sinuosas curvas que se iban sucediendo una tras de otra. En el momento me resultó curioso los pocos automóviles que pasaban por la carretera conforme me acercaba. El pueblo de Hexfluss estaba cercado por un herboso bosque, la carretera lo debía atravesar, el frondoso bosque era conocido como el bosque de los lamentos, por la mala fama que lo precede: Muertes horrípilantes, violaciones, bandolerismo, secuestro, brujería y rumores de alimañas que campan a sus anchas en sus ensombrecidos rincones. Cuando lo atravesaba para llegar a mi destino, sólo venían a mis mientes los sucesos más frescos que aún sacuden la memoria colectiva.
Una vieja leyenda espolea el terror de sus habitantes y es el miedo a las esposas del demonio. Pues, rayando la fantasía que se nutre del folclore de este bello país de altas montañas nevadas y largas estacione de frío que producen refugiarse al calor que ofrecen las viviendas, lo que enardece los timoratos corazones. Pero se dice, que en esta localidad también se produjeron en los siglos XVI y XVII la caza de brujas y sus respectivos juicios. Una caza cruenta y virulenta que hizo estremecer al viejo continetnte. Pues estas siervas del señor de las tinieblas, se entregaban a orgías dionísiacas en los herbosos bosques, a la luz de una hoguera que presidía Satanás que se presentaba en forma de macho cabrío. Libros como el Malleus Maleficarum publicado en el país bávaro por dos monjes dominicos e inquisidores dio preludio a la lucha contra las brujas y como darles muerte. Cito este libro porque fue un apoyo para la Inquisición, y las condenas en Salem. Se condenaron, como pensaba antes de que me acontecieran los macabros hechos de los que haré mención, a muchas inocentes, aplicándoles por ordenes de los tribunales las pruebas de fuego, el baño de la bruja entre otro métodos punibles que buscaban una falsa confesión. Un cruel ajusticiamento con un desenlace que solía buscar el lucro del acusador. Un total de 100.000 personas fueron condenadas a hoguera.
He de confesar, querido lector, que antes de que me sucedieran los atroces hechos, hoy conocidos por los sucesos de Hexfluss. Yo achacaba todo lo mencionado a la ignorancia imperante de esos siglos. Tampoco me interesaba mucho estos temas esotéricos, pues vine a este pueblo verdoso y hogareño a escribir poesía naturalista y a fundirme con el paisaje rural. Me asenté en Hexfluss en el mes de mayo del 20.. , la gente se mostró de lo más afable. Largas veladas de su rica cerveza y cordialidad, amoríos estivales, sonetos, madrigales y églogas salían en torrente de su pluma, la inspiración salía a borbotones, pues el propio pueblo era mi musa. Pero conforme el estío se iba extinguiendo, como la luz de una vela en una noche tormentosa que te deja a oscuras entre lucubraciones umbrías. La gente al llegar el mes de octubre mudo el trato conmigo, mostrándose hurañas conmigo y reservadas en conversaciones, lo que causó turbación en mí y comencé a abrigar una tristeza en mi interior. Mis poemas se tornaron a lúgubres y sombríos, solía salir a pasear a la caída del día, cuando la oscuridad se dilata para abrazar el astro de plata. Entre las ruginosas hojas que se desangran por los suelos de los parques, dejaba vaciar el peso de dolor que llevaba dentro para que saliese para perderse en la quietud de la noche, me sentía despojado de cariño, marginado. Estaba solo en un sitio precioso, pero que no era mi hogar.
Conforme octubre iba arrancando sus hojas del calendario, y la fragancia autumnal iba embriagando mi felicidad para infestarse de misantropía mi razón, y era extraño como rehusaban el contacto conmigo los lugareños. Sus miradas se torcían al pasar cerca de ello y la rumología acerca de mí iba en aumento, un hermetismo por algo ignoto me alejaba a distancias superlativamente grandes de esa gente; a pesar, de vivir en un minúsculo pueblo. Me sentía un apestado, sólo salía de casa para comprar el sustento necesario para mantenerme con vida. Quería irme, pero había una piéce de résistence que me brindaba de envalentonamiento para resistir ese mes pese a la sensación opresiva que me acompañaba en cada momento.
La última semana del mes, unas voces plañideras se colaban por las rendijas de mis persianas, me hipnotizaban, me hacían sentirme desnudo bajo una lluvia de melancolía que desciende en turbión para erosionar la piel que envuelve mi atacada y ansiosa alma. Esas voces me hacían temer mi morada y escabullirme al bosque que está en los lindes del pueblo. Pero seguía escuchando esas lamentaciones, chirriantes y disonantes, me hacían pensar que se habían abierto las puertas del infierno dejando salir los gemidos alados de los condenados a nuestro mundo para infundirnos pánico. Solía perderme en el bosque cada noche de esa semana, el gélido frio lo depredadores nocturnos no parecían menguar mi espíritu aventurero. Lo curioso, es que en esos paseos a la luz de la luna, siempre me sentía vigilado por algo que no lograba discernir entre la caliginosa oscuridad. Algo que lograba cobijarse en tapiz de negrura reinante en la noche. Notaba como sus avizores ojos se clavaban en mí como las afilada saeta de Apolo. Pese a sondear con la mirada el perímetro circundante no lograba encontrar quién me observaba, No sé explicar el por qué de esta extraña conducta que me espoleaba a salir de mi casa e ir al bosque, me sentía imantado, poseído por unas fuerzas venidas de ultratumba, El 29 de octubre llegué del bosque al despuntar el día, el abanico de calles que se desplegaba ante mí estaba desierto, solamente había un anciano con un traje blanco que se acompañaba de un bastón en su acompasado paso, cuya empuñadura unas manos entrecruzadas muy bien talladas, sus cabellos eran canos y sus ojos enterrados entre profundas arrugas parecían guardar una sabiduría que se alimenta por años de experiencia en esta vida salpicada de infortunios.
-Buenos días, joven. Veo que vienes del bosque de los lamentos. Nombre que han dado las tribus que vivían aquí hace milenios. Has de saber que ese bosque provoca una intervención perniciosa en los foráneos. Ya los romanos en sus expediciones a Germanía la temían. Las campañas en busca de anexionarse a los territorios comprendidos entre el Rin y Elba, solían evitar estos bosques porque temían las figuras tenebrosas que murmuraban escondidas. Me gustaría darte más detalles de lo que pueda pasarte si hoy no haces las maleta y no abandonas ésto, pero no tengo la potestad para hacerlo. Pues quién soy yo, para cambiar el curso cósmico, y la serie de acciones que nos depara el futuro. Es más, podría tornar tu vida a un cauce más pedregoso y escabroso, lleno de remolinos. Te lo diré una vez más: abandona este lugar, sobre él pende una maldad germinada por fuerzas supraterrenales que son incognoscibles para nosotros.
Su fuerte acento alemán le daba un énfasis a su advertencia, aunque pensé en ese instante que estaba chocheando.
- Efectivamente vengo del bosque. Y no veo el por qué debo partir. Es verdad que últimamente he estado aislándome, pero créame que no ha sido de manera deliberada. Yo soy de lo más sociable, la gente es la que se aleja de mí, me hacen sentir un apestado- Dije, tragué saliva para atreverme a realizar la pregunta- ¿Cuál es el peligro que me acecha?
-Mira, muchacho. La gente de este pueblo pertenece a una extensa raigambre. Es precisamente el peligro que te acecha el que nos ancla, el que no trastorna año a año. Hemos pactado con ese mal, sí, para vivir mejor en estas tierras que están al margen de cualquier ley terrenal o divina, pues este territorio está sellado por las fuerzas del dios verdadero. Del dios que se remonta mucho antes al dios cristiano o al dios pagano Wuotan. Nosotros reverenciamos al verdadero dios. Pues hemos vivido más milenios en la penumbra de la noche que a la luz de las hogueras. No estaba ahí ninguno de los dioses que de ordinario salen en sagradas escrituras o ensayos de carácter teológico y filosófico. No, nuestro dios nos cuida y nos protege, nos hace eludir el miedo a la oscuridad, nos hace desnudar nuestra alma y abrazarla. Nos hace ver cómo debemos seguir las verdaderas virtudes cardinales, nos hace envidiarnos, nos hace avaros, nos hace lujuriosos, nos hace sentirnos como el animal dotado de inteligencia que somos. Porque ha sido él quien nos ha brindado de esa inteligencia.
El inmaculado anciano suspiró afligido y me miró con sus azules iris.
-Cada año, la víspera de difuntos, sus hijas a las que el mundo conoce como as brujas salen de sus guaridas, en las que unas duerme y otra salen al exterior en forma de cuervos, para diseminar la maldad y hedonismo de nuestro dios.
La ojizarca mirada del anciano se adentraba en lo más profundo de mi alma, pareciendo tallar su mensaje en mi interior. Sin mediar más palabras se fue. Le llamé pero no obtuve respuesta ni él dio la vuelta. Qué quería decir no pude saberlo, pero atribuí sus palabras a la senilidad producto de su edad. Pese a ello, no dejé de darle vueltas, ¿ Y si el pueblo solamente quería protegerme haciéndome marchar por lo que estaba por venir? Aquel día lo pasé durmiendo y me desperté el siguiente que cuadraba con el día de la Víspera de todos los santos.
Ese día me decidí a intentar marchar, pero antes quería recorrerme el pueblo de cabo a rabo por una última vez. Fu analizando cada callejuela adoquinada, cada alcantarilla, cada farola hasta caer en la cuenta de una cosa que no había pensado en mi hospedaje ahí; no había camposanto. En ese momento es extraña carencia por parte del pueblo me resultó muy llamativa, pues, qué es lo que hacían con sus muertos. Esa reflexión me hizo trenzar eslabón a eslabón una cadena lógica que me hizo llegar al último que estaba, por cierto, íntimamente ligado con lo qué me había dicho el anciano de su dios. ¿ Y si todos los residentes están vinculados a él por eso no pueden escapar a cambio de una extraña inmortalidad?
Gracias por leer!
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