jacqueline-bodin1581999231 Jacqueline Sellan Bodin

Cuando Martita llegó a vivir a la casa verde, nadie podía adivinar lo que escondían sus ojos demasiado brillantes...


Drama No para niños menores de 13.

#martita #389
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Fue en febrero, un mes soleado, cuando llegó a la casa verde, la que tiene el balconcito en el que se apoya el muñeco grande vestido con uniforme escolar, ese que te mostré el otro día. Ha estado allí desde hace tantos años que no recuerdo la primera vez que lo vi.

Esto que te cuento data de antes, me lo relataron hace mucho también, sin embargo lo tengo fresco en la imaginación. Tal vez porque siempre me impresionó ese balcón con su muñeco desteñido y ya descuidado, casi parte de la misma construcción.

La casa se ve triste desde la calle: ni una flor en las enredaderas resecas que ni siquiera al empaparse con las constantes lluvias, reverdecen; sólo algunas malas hierbas crecen en primavera y se secan en verano.

Ni una luz en las ventanas altas; las cortinas, siempre cerradas; a veces, en los días muy cálidos del estío, se entreabre una de las puertaventanas, la que da al balcón, y un retazo de cortina se balancea en el aire, mecido por el viento sur.

Fue antes, mucho antes, cuando aún no estaba el muñeco apoyado en la baranda mirando con sus nostálgicos ojos azules, con los colores de la cara diluidos por la intemperie, y vestido con su uniforme que alguna invisible mano se ocupa de renovar y mantener en buen estado, lavado y planchado después de las tormentas de verano, lavado y planchado cada día en el tiempo de lluvias que parece ser todo el tiempo en este sur inhóspito y bipolar.

Durante el día, el agua lo empapa y gotea por su rostro como un llanto que nada estanca. Cada madrugada, esas manos misteriosas le quitan la ropa mojada, le ponen un uniforme seco, recién planchado, y lo vuelven a dejar acodado al balcón, bajo la lluvia.

Me oprime el corazón ver ese muñeco, casi un niño, condenado al frío glacial de las noches, a los tétricos amaneceres invernales o a los implacables calores del medio-día de verano, mirando invariablemente hacia el Este, día tras día, para cumplir algún sórdido rito de una memoria enferma.

Pero no es de ese muñeco de quien quiero hablarte, sino de la razón oculta de su presencia, que supe porque lo relató muchas veces mi tía. Le gustaba siempre hablar de eso, parecía que la desgracia ajena la liberara de la propia.

Ese año el verano había llegado tarde, pero se quedó más tiempo del acostumbrado. Era febrero y el sol parecía nuevo y enjoyaba el cielo como un diamante fundido. Los pastos agonizaban en las planicies, cenizos y sedientos, como envejecidos antes de temporada. Los frutos, demasiado maduros, se pudrían en las ramas y hasta los pájaros no cantaban, ocupados en buscar la sombra de las hojas. Los árboles seguramente alargaban sus raíces para alcanzar las napas subterráneas más alejadas, aunque no nos consta, porque eso ocurría en las profundidades donde nadie podía verlo.

Todos sentían que se morían de calor, puesto que no estaban acostumbrados a esas temperaturas y sobre todo a la ausencia de humedad. Hasta los más fanáticos del verano, miraban con nostalgia el cielo en busca de alguna nubecilla extraviada.

- No podemos tenerla con nosotros – había dicho su cuñado – estamos sin trabajo y los pocos ahorros que teníamos ya se nos están acabando. No sabemos qué hacer. Si ustedes quisieran tenerla un tiempo, nos iríamos a Argentina con la Micaela a probar suerte, y al menos sabríamos que la niña come todos los días.

Clara no había estado presente durante la conversación, pero eso fue lo que le contó el marido en la noche abanicándose con el periódico, después de la cena, cuando los niños se fueron a dormir.

- Le dije que te lo plantearía a ver si estabas de acuerdo.

- Sí, por supuesto que sí – había respondido, estaba encantada.

Marta era una niña preciosa y ella que querría tanto haber tenido una niña.

Cuando le detectaron ese tumor maligno que la mantuvo entre la vida y la muerte y tuvieron que extirparle los ovarios y el útero, se truncó esa esperanza. Ya se había resignado a tener sólo a sus dos hijos. Adorables. Los amaba. Pero a veces, en las tardes de verano como esta, por ejemplo, soñaba con haber parido una niña para ponerle hermosos vestidos arrepollados y hacerle dos cachitos en el pelo.

- Diles que sí.

La criarían como si fuera su hija.

Marta tenía seis años. Ojos grandes y negros, como pozos profundos. Y dos hoyuelos cuando sonreía.

Tenía la edad justa: dos años más que su hijo menor, un año menos que el mayor.

- Seguramente se pondrán celosos al principio, pero se les pasará. Aprenderán a quererla como a una hermanita.

Todo sería del modo en que siempre lo había soñado.

Cerrando los ojos se imaginó llevándolos a los tres de paseo, la niña vestida como una muñequita, con sus moñitos y sus calcetines con vuelitos, todas esas tonteras con las que lavan el coco de las mujeres desde que nacen.

Qué alegre era en ese entonces la casa verde, las glicinas trepaban por sus paredes inundando de malva la fachada, se asomaban en curiosos racimos a las ventanas del segundo piso con sus cortinas de claros colores abiertas de par en par a la luz de los veranos. Los macizos de magnolias y las hortensias azul profundo, atisbaban a los transeúntes a través de la cerca de fierro.

Y en el balcón, en el sitio que ahora ocupa el muñeco solitario, un enorme jarrón de greda dejaba asomar una planta exótica de exuberantes flores encarnadas.

Hoy yace roto en medio del jardín.

Fue el 13 de febrero.

Lo recordó la primera vez mi tía justamente porque era la víspera de San Valentín, y estábamos contando raras historias de amor o amistad durante una velada familiar.

Clara había tenido la idea de hacerle ese regalo a la niña: recibirla precisamente para esa fiesta en señal de bienvenida.

Y además, para que no resintiera la partida de sus padres, le había comprado una muñeca, una de esas peponas de trapo que estuvieron de moda en los setenta, de patas interminables y ojos inmensos como lagos, con largas pestañas y pecas bordadas en las mejillas.

Marta tuvo una sonrisa radiante y abrazó a la muñeca. Luego la abrazó a ella y la llamó “mamá”. A Clara se le llenaron los ojos de lágrimas. Era más de lo que se había atrevido a esperar.

Las muñecas de trapo tal vez tenemos una intuición más desarrollada, somos buenas porque casi siempre nos hicieron con amor, lo cierto es que nunca me gustó la forma como me llevaba, colgada del cuello, con las piernas bamboleando de un lado a otro y golpeándome contra las aristas de los muebles.

En el barrial del traspatio

el tilo vierte sus hojas cantarinas,

pesadas de otoño y húmedas de lluvia,

sobre la pequeña tumba del canario.

El ocre que las cubre

no logra borrar del todo el verdor de antaño.

Que las hojas envejecen muy pronto

y por eso la juventud se les queda

atrapada en las venas.

El canario también pintado de ocre

ya no cantará.

Bajo la tierra todo es silencio.

Miguel y Xavier amaban ese canario. Había sido un regalo de cumpleaños para el más pequeño, aunque ambos hermanos compartían siempre todo. Igual compartieron entonces sus cantos, su alimentación y la limpieza de su jaula. Xavier era de todos modos demasiado pequeño para ser responsable.

Me tomó con su mano áspera y enorme y me cambió a esta jaula pequeña, el hombre que me daba de comer hasta hoy pero nunca me habló ni me dijo mi nombre. Nunca supe mi nombre hasta ahora. Cuando el niño puso su mano pequeñita, más pequeña que yo, en la jaula nueva y me sacó y me puso contra su corazón y entonces dijo mi nombre: - Bonito. – Lo dijo varias veces, como para que no se me olvide. Y luego pasó su pequeño dedo por sobre mi cabeza una y otra vez, y seguía diciendo mi nombre. Bonito. Bonito.

Mi tía era amiga de Clara, así que sabe los hechos de primera fuente. Hacía comentarios a veces, de sobremesa, que ella no adoptaría a un niño, que uno nunca sabe qué va a traer como genética, y cosas así. Aunque en este caso era la sobrina, no es como si se tratara de un extraño. Y además, de los hijos propios tampoco puede uno responder por la genética, que a lo mejor tiene uno algún tatarabuelo bandido o pirata, y por ahí te sale el retoño. Aunque, claro, con los hijos no hay remedio, no queda más que aguantarlos aunque traigan el bigote curvo del antepasado guerrero y su sangre pendenciera.

Y por esos comentarios dispersos y por lo que contó al final, pude hacerme una idea de la historia completa, aunque, por supuesto, quizás me falten detalles o me sobre fantasía. El caso es que te la digo como yo me la sé y como me la imagino: de a pedazos y con muchos agujeros, como una especie de red de donde se salieran la mayoría de los peces.

La calle principal nace de la carretera. De pronto, una doble fila de casas la bordea y se transforma en calle. Cruza la ciudad al modo de una columna vertebral, de sur a norte, primero. Luego se tuerce hacia el oeste, como si la ciudad se inclinara saludando al sol en su partida.

En algún momento le surge un camellón central que más que embellecerla entorpece el paso de un lado al otro, porque no se adorna con el tronco festivo de las lumas o la blanca filigrana de los avellanos. En su exiguo lomo crecen unas tristes palmeras desangeladas que, obligadas a vivir bajo ese inhóspito cielo, miran hacia la lejanía con una nostálgica desazón. Sus cabelleras ralas y amarillentas, remojadas por los aguaceros y estrujadas por los vientos, parecen un triste remedo de las verdaderas hojas de palma, esas que crecen en el trópico álgido de donde son parte de la entraña. Acá no pueden evitar ser tristes e inadecuadas.

Frente a una de ellas se alza la casa verde palta, un verde especial, para que me entiendan, no vayan a creer que es un verde chillón de escaparate barato o un verde limón que destempla los dientes. Un verde como el interior de las paltas maduras, (1) verde pastoso, con una pizca de ocre, con un leve regusto a gris, como si fuera de piedra.

La pared se confunde con la vegetación que la envuelve, se lleva de maravillas con el lila oscuro de las glicinas y hace resaltar la greda rojiza del jarrón y, cuando las flores exóticas se abren, parecen corazones ensangrentados y vivos.

Una persona con verdadero buen gusto tal vez no hubiera tenido esa planta, es demasiado incongruente con el resto del paisaje, demasiado llamativa. Es quizás la nota discordante, la primera de todas, que predisponía la casa, con su susurrante existencia tenue y frágil, a los desastres y la tragedia.

Un poco más abajo, unas dos cuadras, más o menos, la calle entronca, de costado, en el viejo puente de piedra, y cruza el río que correrá desde allí paralelo a ella, mientras el puente se alarga en otra calle que a su vez deviene carretera y huye hacia el norte.

Del otro lado del puente venía Marta. Allí había vivido con Micaela y Dante en una casita con minúsculo traspatio ocupado casi en su mayor parte por una leñera y su colchón de aserrín y de astillas, con la leña del invierno amontonada en ordenadas pilas y el hacha apoyada contra la basta pared de tablas sin cepillar. En una esquina, extendiendo sus hojas ásperas, una nalca que daba tallos amargos y poco jugosos. El tronco cortado de un antiguo ciruelo. Un enorme cubo de basura. Eso era todo. Y la casa en sí no tenía tampoco grandes dimensiones, que las construían para el pueblo, al fin que esa gente vivía en malolientes campamentos, que se den con una piedra en el pecho ( acción de todos modos poco aconsejable ) por tener ahora un hogar digno, que no se llueve y que tiene baño, aunque sólo sea un cajón donde cabe la taza, (taza, nótese, no letrina), un diminuto lavabo justo al frente de modo que basta ponerse en pie para lavarse las manos, y al costado un cuadradito de cemento crudo, como el resto del piso de la casa, pero con un desagüe, para recibir el agua de la ducha y que no se apose y de ser posible se escurra lo bastante rápido para no inundar todo el cuarto y salir por debajo de la puerta. De cualquier manera, esos pobres no se duchan muy a menudo. Con una cocina comedor sala de estar, que de por sí tienen la costumbre de estar todos juntos en una misma pieza, resabio de estos indios de estar sentados en círculo comiendo alrededor del fogón, donde se contaban antaño las hazañas de la tribu, tal vez los malones en los que degollaban a los habitantes de las ciudades nacientes, ahora ya no hay malones ni casi indios, pero les quedan las costumbres que es lo último que se pierde. Y dos dormitorios, que ya es ganancia que los niños no estén en la misma pieza que los padres expuestos a ver sus escarceos sexuales y las incluso violaciones de la madre por el hombre borracho enseñándoles un atisbo de la violencia que luego ellos mismos habrán de repetir o de sufrir, según el caso que sean machos o hembras.

En una de esas casas de la nueva población había crecido. Tuvo esa suerte, y no en el campamento donde su madre había pasado gran parte de su embarazo. Les dieron la casa un mes antes de su nacimiento y se podría decir que fue como una celebración, la recepción de la casa y de la recién nacida.

Aunque hace un año que la leñera está vacía; el invierno pasado, el más frío del que se tiene memoria, lo pasaron sin fuego a punta de resfríos. Ya ha llegado la primavera y Marta se entretiene, entre las astillas y el aserrín, en decapitar pequeños saltamontes.

Las reliquias de la pobreza suelen ser los recuerdos más sórdidos. A veces Micaela echa de menos el son de la lluvia sobre las fonolitas, el barrial de los callejones oscuros y hasta el paseo a media noche a las letrinas.

Como los rescatados de los campos de concentración recuerdan enternecidos el día en que una mano amigable se tendió para levantarlos del suelo, o el regalo de un trozo de pan duro o el odio incluso, compartido en tinieblas. O un hermoso atardecer vislumbrado por sobre los barracones.

El terror puede ser igualmente un motivo para vivir, la lucha puede ser un acicate.

A veces Micaela añoraba su antigua pobreza contrastándola con la actual. Quizás el cajón donde vivían no tenía más que un ventanuco, pero estaba forrado con bolsas y en esa única pieza no pasaban frío cuando se encendía el brasero. Además no pagaban la luz porque se colgaban del poste. Ni el agua porque había sólo una llave colectiva al final del callejón.

Y hubo momentos de felicidad. Cuando supieron de su próxima maternidad. Cuando estaban solos y el hablar se volvía íntimo y casi susurrante. Y tenían tiempo para caminar bajo las estrellas veraniegas o para recorrer las calles bonitas del barrio nuevo, con sus jardines y sus casas de ladrillo y sus ventanales desde donde partían las alegres luces a través de las cortinas transparentes. Y ella y Dante soñaban con tener algún día una casa como esa. Tenían tiempo para soñar.

Todo el sur es una vasta humareda.

La lluvia deshace hasta los recuerdos.

En el bus que los lleva a través de la frontera blanca de las cumbres nevadas, Dante le pasa un brazo por sobre los hombros. Micaela reclina la cabeza sobre su pecho y cierra los ojos. Marta es un recuerdo. No entiende por qué no siente ese dolor desgarrador que dicen que es el dolor de madre. Mientras se alejan por la ruta sinuosa hacia Argentina, hay una especie de alivio en ambos, una libertad recuperada, la posibilidad de soñar nuevamente. ¿Reconocerán ante sí mismos que la niña los hace sentir frustrados? ¿Inquietos? ¿Que hay algo que no va bien cuando ella está presente? No, nunca hablan de eso, es un tabú, un tema doloroso, temido. Abre los ojos. Las cumbres nevadas reflejan un sol amarillo y parecen de oro. Se acomoda en el asiento y sonríe, para sí, para Dante, para el futuro que no puede ser peor que el presente.

Supongo que eso habrá pensado mientras subía o bajaba por la ondulante carretera hacia Argentina, ondulante de izquierda a derecha y de abajo hacia arriba. Un verdadero tobogán. Eso pensó y muchas otras cosas, probablemente sin darse cuenta que las pensaba. Yo te cuento esto para que entiendas los sentimientos que la unían y separaban de su hija. La niña producía esa ambivalencia. Si la mirabas así, sin mucho detenimiento, te parecía una chicuela angelical y hasta dulce. Pero esa era una impresión momentánea, superficial. Si te dabas el trabajo de observar con más detalle, más que las líneas de su rostro, que eran regulares, (demasiado regulares en realidad, como un paisaje demasiado simétrico y que se siente artificial, o la casa de un perfeccionista que huele a sicosis) si observabas los gestos y las expresiones de su rostro, hubieras sentido una como inquietud, algo así como un temor presentido, vago, tenue pero concreto a la vez. No es extraño entonces que sus propios padres tuvieran a veces dificultades en sostener su mirada. Era de verdad inquietante la forma fija y brillante con que escudriñaba en las almas ajenas. Así que, a falta de mejores pruebas, mi tía nos dejaba en claro que esa debió ser la sensación de su madre, de liberación, al endilgarle el bulto a otro. A su hermano, o más bien a su cuñada en este caso.





18 de Febrero de 2020 a las 20:56 0 Reporte Insertar Seguir historia
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