El estridente ruido de la motosierra desapareció en cuanto la apagó. Se quitó las gafas protectoras y se pasó la mano por la sudorosa frente. En el lado izquierdo del mono azul de trabajo, a la altura del pecho, se leía: MADERAS S.A, y, en el lado derecho: HUGO. Al oír el pitido de una bocina lejana, sostuvo la motosierra con una mano y dejó su puesto de trabajo; era la hora del almuerzo. Caminó sobre un piso de hojas y cortezas resecas que crujían a su paso y zigzagueó entre un mar de tocones hasta llegar a un camino de tierra húmeda. Hugo se unió a varias docenas de compañeros de trabajo que compartían su mismo semblante fatigoso. Mientras marchaba cabizbajo y el sol del mediodía le abrasaba la nuca, miró por casualidad hacia un solitario tocón a un lado del camino.
—Uno de los primeros en ser talado —pensó.
Juzgó que debía de ser muy viejo; no sólo por su aspecto pétreo, si no también, por su cercana ubicación con respecto al campamento. Pero eso no fue lo que le llamó la atención; algo se había movido furtivamente entre los recovecos de la madera, o eso imaginó.
La vibración de un gran camión que pasó cerca lo distrajo. El vehículo era de un amarillo chillón y en el chasis decía: MADERAS S.A. Las ruedas eran más altas que el propio Hugo. Cuando éste giró la cabeza de nuevo en dirección al tocón, ya estaba demasiado lejos como para vislumbrar algo y continuó caminando.
Una vez en el área de descanso, Hugo se dirigió a los casilleros, abrió la taquilla y guardó el casco. Sacó una mochila del interior, y antes de cerrar la puerta, contempló por unos segundos una foto de cuando tenía diez años; sonreía de oreja a oreja mientras abrazaba a un perro más grande que él, y muy peludo. La expresión del Hugo adulto se relajó y sonrió; el perro era Walter, y sólo Dios sabía cuánto lo extrañaba, aunque hubieran pasado más de cuarenta años desde su muerte. En realidad, Hugo era de esas personas que vive el presente extrañando el pasado. Cuando era joven, pero, sobre todo, feliz.
Rascarse la tupida barba repleta de canas le recordó la cruel realidad; el pasado jamás regresaría. Deslizó el cierre de la mochila; en el interior había una muda de ropa y una fiambrera de plástico que contenía los sándwiches que le había hecho su esposa. Le encantaba el de salame y queso, y como su abultado vientre lo indicaba, nunca se cansaba de comerlo.
Y eso hizo, pero no con los demás trabajadores.
Mientras lo saboreaba se vio de regreso junto al viejo tocón.
Se detuvo y lo examinó sin dejar de masticar. La madera había adquirido un color ceniciento, y entre sus incontables rajaduras, brillaban sedosas telas de araña que le otorgaban un aura fantasmal.
Hugo casi se ahogó al ver que en realidad algo se movía.
Terminó de tragar el pan que le quedaba, quitándose alguna que otra miga atrapada en la barba, y se descolgó la mochila. La abrió y sacó la fiambrera. Bajo el caluroso sol, los sonidos de un coro de motosierras, y camiones desfilando de un lado a otro, sostuvo la fiambrera en una mano y la tapa roja de ésta en la otra. Se agazapó, y como una de esas leonas que había visto en Animal Planet, se acercó sigilosamente hacia su presa. Quien lo observara en ese momento hubiera pensado que se había vuelto loco; Hugo diría que se sentía como en su juventud. Los rápidos latidos de su corazón lo confirmaban.
Se detuvo con el recipiente a escasos centímetros de la madera y permaneció inmóvil. Una mancha negra destacaba sutilmente contra la madera grisácea. La figura se desplazó apenas un centímetro; ocho velludas patas le daban impulso. Hugo esperó un poco más; no quería perder la oportunidad. Tenía las axilas húmedas de sudor y la boca semiabierta en un gesto de concentración total.
La cosa volvió a moverse.
Dejó atrás la oscuridad formada por la sombra de su nuevo observador y alcanzó el lado del tocón iluminado por el sol de mediodía. Hugo abrió los ojos como platos al admirar a la enorme araña, que en realidad no era tan oscura, sino que, mirada bajo la luz, era de un color marrón similar al de los ladrillos de construcción.
—Es enorme —pensó. En su mente las palabras sonaron como las de un asombrado chico de doce años.
Había visto más grandes, pero siempre en la televisión. Uno de los zoólogos locos de los programas de Discovery no le daría importancia, pero para Hugo era todo un hallazgo.
La criatura avanzó hacia el sol una vez más, y se detuvo cuando sus patas delanteras hicieron contacto con el plástico. De inmediato intentó regresar sobre sus pasos, pero era demasiado tarde. Hugo la esperaba cortándole el paso con la tapa del recipiente. La araña trató de trepar por la rojiza superficie, pero sus patas resbalaron y cayó de espalda dentro de la fiambrera. Hugo la cerró en el acto, y una gran sonrisa se le plasmó en los labios. Se propuso mirarla detenidamente, pero fue interrumpido por la molesta bocina, que esta vez, ponía fin a la hora de almorzar. Hugo se estremeció y masculló un insulto. Echó un vistazo alrededor para comprobar que nadie lo estaba observando y regresó a los casilleros para ocultar su increíble captura.
La primera hebra de los extraños eventos que ocurrirían en el futuro, acababa de ser hilada.
—2—
La molesta bocina volvió a sonar cuatro horas más tarde; había llegado el final de la jornada laboral. Hugo juntó sus pertenencias y se paró detrás de una larga fila de personas sucias y agotadas. Se subió a uno de los colectivos de la empresa y se sentó en la parte trasera junto a una ventana. Siempre dejaba la mochila tirada a sus pies, pero ésta vez, la llevaba sobre el regazo y la protegía con ambas manos como si transportara una carga peligrosa. Un hilo de nerviosismo le recorría el cuerpo, a pesar de que no tenía por qué estar nervioso. Pero varios carteles por todo el lugar señalaban; PROHIBIDO APROPIARSE DE HERRAMIENTAS O MATERIALES DEL TRABAJO. Y Hugo recordaba haberlo leído también en alguna parte del contrato que había firmado.
—Una araña no es propiedad de la empresa —se dijo, en un intento de relajarse y cerró los ojos.
Despertó de un respingo unos quince minutos después, cuando el hombre sentado a su lado lo zarandeó por el hombro. Hugo le sonrió por el favor, y de inmediato tanteó con las manos el interior de la mochila; la tapa seguía en su sitio.
Al silbar los frenos Hugo fue el único en abandonar el colectivo en la primera parada. Vivió toda su vida de casado en las afueras de la ciudad, o por lo menos, lo que antes eran las afueras de la ciudad.
Al llegar a casa, Hugo no la miró en absoluto; ya lo conocía de memoria; paredes descascaradas faltas de una mano de pintura, una herrumbrosa puerta de chapa y ventanas de madera hinchadas. Nadie necesitaba decirle que parecía una casa vieja (y lo era). En su lugar prefirió contemplar la casa de sus vecinos desde hace unos meses.
—No conocen lo que es la privacidad —decretó como cada día que regresaba del trabajo.
La casa de dos plantas era un conjunto de cuadrados; como todas las que diseñan los nuevos arquitectos. Se asemejaba a un cubo de cristal; tenía más ventanas y vidrios que metros de hormigón. Algunas de las paredes estaban pintadas de blanco y otras de un gris metálico. Afuera del garaje había estacionado un FORD deportivo color rojo último modelo, y Hugo sabía que dentro había un MERCEDES negro descapotable. Sus adinerados vecinos (lo únicos hasta ese momento) formaban parte de empresas de electrónica que pagaban a sus empleados grandes cantidades de dinero. El marido; un joven delgado y un tanto afeminado (creía Hugo por su manera de vestir) trabajaba en algo llamado GOOGLE; sea lo que fuese.
En realidad, era de lo poco que conocía sobre ellos. Se saludaban, pero siempre estaban demasiado ocupados con el celular adherido al oído, como si sus vidas dependieran de ello, para poder entablar una conversación amistosa. También sabía que, tenían una hija pequeña…
Hugo no pudo continuar con sus pensamientos. En ese momento, una mujer delgada de cabello corto salió de la casa hablando por su celular; su vecina. Vestía camisa blanca y una falda negra. Una costosa cartera de color rojo le colgaba del hombro, y sobre ésta, se distinguía un saco negro. Apenas entró en su campo de visión, levantó la mano de manera fugaz para saludarlo; sin dejar de hablar en ningún momento. Hugo le devolvió el saludo meneando la cabeza. No tenía duda de que esa mujer era la que dirigía las riendas de la relación; y Hugo era la voz de la experiencia en ese tema.
Suspiró y se dispuso a entrar en su hogar. Había algo que le preocupaba considerablemente más que el trato con su vecina.
Su propia esposa.
—3—
Sucedió tal y como se lo suponía.
—¡Una criatura horrenda! —exclamó Aurora al posar la vista en la repulsiva araña dentro de la fiambrera.
Sentada en el sillón, de brazos cruzados, frente arrugada y labios apretados; no parecía tener simpatía alguna por la nueva mascota de su esposo. Hugo no sintió enojo hacia su mujer, la amaba; o estaba acostumbrado a ella, de la misma manera que uno se termina acostumbrando a vivir con dolores en las articulaciones al alcanzar cierta edad. Sabía que su esposa había tenido una infancia difícil. Su madre murió cuando ella era pequeña, y tuvo que dejar de lado los placeres de la niñez para hacerse cargo de las tareas del hogar; las mismas tareas que continuó al casarse. Frustrada con la vida, en los últimos años se había dedicado a dos cosas; la primera, sentarse a ver televisión y engordar; y la segunda, a decir que no; una experta en el tema. Era como si con cada negativa tratara de compensar por todo aquello que hizo de mala gana en el pasado. Por esa razón, en ese momento Hugo extrañó a su propia madre; que falleció por culpa de un cáncer fulminante hace cinco años. Había sido un pan de Dios, una persona de gran corazón y completamente entregada a su hijo; el pequeño Hugo, que no tenía amigos y por ese motivo compartía todo su tiempo con animales, incluso insectos. Y ella permitía que su hijo conservara cualquier criatura que quisiera dentro de un frasco. Hugo había tenido una gran colección.
Aurora se reacomodó en el sillón y volvió a sumergirse en el programa de chismes que estaba mirando; dos mujeres tenían una acalorada discusión sin sentido.
—¡No la quiero dentro de la casa! —sentenció elevando la voz para hacerse oír sobre el griterío del programa.
Y con aquellas palabras, otro hilo fue tejido.
Hugo, como buen esposo, le hizo caso, pero no del todo.
Llevó a su nueva amiga hasta el cobertizo detrás de la casa; un pequeño rectángulo de tablas y chapas viejas, una ventana y una puerta herrumbrosa que chirrió en bienvenida cuando entró. Hugo sopló la superficie de la pequeña mesa que había dentro antes de apoyar la fiambrera. Una nube de polvo se arremolinó en su rostro y la alejó con una mano. Colgadas de clavos en la pared había algunas antiguas herramientas que ya no usaba; serrucho, martillo, pinzas, entre otras. Justo al lado, en una tabla hecha repisa, se hallaban varios frascos de vidrio repletos de clavos y tornillos. Tomó el único frasco vacío, GRANOS DE CAFÉ rezaba la etiqueta, y con la precisión de un cirujano, movió a su amiga de la fiambrera al recipiente.
Hugo se inclinó para admirarla; era la araña más grande que había visto fuera de la televisión; de patas peludas y del color de la arcilla, la verdad era que no tenía idea de a qué especie de araña pertenecía. De lo que sí estaba seguro, viéndola explorar la superficie de cristal con sus extremidades, era que sin oxígeno no sobreviviría mucho tiempo. Con la ayuda de un clavo y un martillo, hizo unos pequeños agujeros de respiración en la tapa de metal.
—Te buscaré algo que comer —le dijo, y acarició el cristal con un dedo.
Su jardín trasero no poseía división con el de los vecinos; Julia, Marcos, y su pequeña hija Julieta. Ni siquiera un cerco precario separaba los terrenos, y eso siempre había molestado a Hugo; pero no tenía tiempo para hacer uno (y claro que debía ser él quien lo hiciera) tampoco dinero; tal vez cuando al fin se jubilara. Y no entendía por qué ellos no se encargaban de construir uno, y más teniendo en cuenta lo rápido que habían levantado su casa; muchas personas no lo saben, pero el dinero posee el poder de acelerar el tiempo. Quizás la pareja ignoraba la existencia de su patio; rara vez se los observaba por esa parte de la propiedad; a diferencia de otra personita que Hugo conocía.
Al salir del cobertizo y dar un par de pasos, y como si la hubiese llamado con sus pensamientos, se topó con una pequeña visitante. La niña, un tanto rellenita, le regaló una sonrisa pícara, mientras las coletas doradas en ambos lados de su rostro angelical se agitaban con la brisa.
—Hola, señor —le saludó, y meció el oso de peluche entre sus brazos.
Hugo la observó, le devolvió el hola sin demasiada alegría, y a continuación la ignoró, saliendo disparado hacia su casa impulsado por largas zancadas. No odiaba a la niña, pero algo en su interior le decía que se alejara de ella; le caía mal, simplemente eso. Sus padres son jóvenes y están aprendiendo a educarla, le había dicho su esposa. Es un diablillo, había juzgado Hugo.
Al regresar, el atardecer había adquirido un tono rojizo en el horizonte, y la niña ya no estaba. Eso último no le importó demasiado a Hugo. La caída del sol era otra cosa; el cobertizo no contaba con luz propia por lo que tuvo que dejar la puerta abierta para poder ver algo en la penumbra que se formaba en el interior. Empleando una banqueta de plástico se sentó frente a su nueva mascota y procedió a destapar el frasco con delicadeza.
—Espero que te gusten —murmuró.
Utilizando un par de sus dedos a manera de pinzas, dejó caer un par de moscas, como si se trataran de chispas de chocolate, dentro del recipiente. Eran las que pudo atrapar en su casa con ayuda de una revista enrollada y mucha paciencia.
Al principio no sucedió nada. Los cadáveres no parecían abrir el apetito de la araña, la cual se hallaba quieta con ambas extremidades delanteras elevadas a manera de advertencia. Después de varios minutos sin cambios, Hugo estaba a punto de darse por vencido. Entonces la araña se abalanzó sobre los insectos muertos. Se los llevó a la boca y los devoró. La acción duró unos pocos segundos, pero tuvo el poder de quitar un par de décadas al rostro de Hugo por esa misma cantidad de tiempo. Estaba fascinado, le brillaban los ojos como a un niño pequeño ilusionado. Debía atrapar más alimento; y si el alimento todavía se hallaba vivo, mejor aún. Con suerte conseguiría alguna cucaracha debajo de la mesada.
—4—
Al día siguiente, antes de irse a trabajar, Hugo agarró el frasco y lo movió hasta la punta de la mesa, donde la luz (la poca que pasaba a través del sucio cristal de la ventana) lo iluminó, junto a su inquilina. Para alivio de Hugo, la araña continuaba con vida.
—Para que te calienten los rayos del sol —le explicó.
Salió del cobertizo y apoyó la puerta; la apoyó, porque la cerradura estaba rota, a pesar de que juró que la arreglaría, algún día. Por el momento bastaba con enroscar un alambre para que la mantenga cerrada. Lo que no sabía, es que había dejado a la pobre araña a merced de una gran amenaza; que no era el clima, y tampoco un animal salvaje, sino una pequeña y hermosa niña; un diablillo…
Un simple e intrascendente hecho que unió otro hilo de la telaraña.
Se escuchó el rechinar de las oxidadas bisagras y una leve brisa recorrió el interior del cobertizo; la araña permanecía inmóvil con sus patas delanteras apoyadas en la pared de vidrio de su nuevo hogar. Desde su perspectiva, una llanura dorada rodeó la mesa y se detuvo junto a la silla; primero aparecieron dos coletas sostenidas por cintas azules, y fueron seguidas por el rostro angelical de una niña. Julieta se arrodilló sobre su propio vestido azul; no le importaba si se manchaba con la polvorienta silla de plástico, la mucama lo lavaría. Apoyó los codos contra la mesa y contempló con ojos bien abiertos a la araña. La miró, y la miró, y no dejó de mirarla por varios minutos; el tiempo no era un problema, sus padres casi nunca estaban en casa, y su niñera era una adolescente de dieciocho años que en ese momento se debía hallar desparramada en el cómodo sillón de su casa, viendo el enorme televisor LED que compraron sus padres.
Julieta ladeó la cabeza lentamente de un lado a otro, como cuando un gato encuentra algo interesante, y sus labios no pudieron evitar formar una marcada sonrisa. La araña continuaba inmóvil, pero si en ese momento pudiera haber conocido la razón detrás de esa sonrisa, seguramente hubiera tratado desesperadamente de huir.
No lo hizo; era una simple araña.
Julieta abandonó la silla de un salto; dos grandes manchas marrones aparecieron en su vestido. Se acercó a la puerta, la entreabrió un poco y espió hacia su casa; era una suerte tener enormes ventanales. Pudo observar cómo la imagen del televisor cambiaba frenéticamente; la niñera estaba hipnotizada. Miró en dirección de la casa de los vecinos; el señor que se parecía a Papá Noel, y su mujer, que tenía ese olor tan raro; rancio, pensó. Al contrario de su propia casa, la de los vecinos se hallaba sellada, con persianas cerradas y sin una luz encendida; la vieja rancia debía de dormir mucho. La niña recordó a su propia abuela; también dormía mucho, y olía a rancio.
Sin nada de qué preocuparse, regresó a la misma posición arrodillada sobre la silla. Se estiró sobre la mesa; el vestido se manchó aún más. Y con las puntas de los dedos atrapó el frasco de café; la araña seguía inerte. La acercó a su rostro y la escudriñó al detalle; la primera palabra que se le vino a la mente fue fea, la araña era fea, no le gustaba. Además de ver lo obvio; que era grande y peluda, advirtió algo más, algo que el propio Hugo había pasado por alto, tal vez por lo fascinado que se hallaba, o tal vez porque el día anterior eso no estaba, o no era tan visible. A Julieta no le gustó particularmente el extraño bulto blanquecino que la araña poseía debajo de su cuerpo; similar a una pelotita de esas que a miles protegían al televisor dentro de la caja cuando sus padres lo compraron.
Una pequeña llama se encendió dentro de ella.
No era precisamente un incendio forestal, pero le molestaba, le irritaba. Y siempre había algo que le ayudaba a calmarse cuando estaba irritada, pero ahora ya no.
El gato se había ido, desapareció días atrás; ya regresará le dijeron sus padres, pero ella sabía que no regresaría. A lo primero nunca se iba, a pesar de que siempre lo estrujaba para calmarse, jamás se marchaba. Pero necesitaba aplacar la irritación todos los días, y al gato, Pelusa, eso no le gustaba. La bola de pelos se había vuelto astuto y escurridizo, y la dejaba con la llama encendida y la obligaba a llorar; y odiaba llorar delante de sus padres; Mamá y Papá lloraban a solas sin que los demás los vieran. Al final, cuando Pelusa aparecía, lo apretujaba por todos los días de ardor; los días que no veía a sus padres, los días que nadie le hacía caso, los días que los encontraba llorando, o cuando se peleaban, todos esos días. Y Julieta tenía la seguridad de que Pelusa había huido para siempre, gato traidor.
Las pupilas le brillaron humedecidas por el deseo de llorar. El horrible cobertizo era un lugar seguro para hacerlo. Pero al contemplar a la fea araña, sonrió; la fea araña no puede salir corriendo y no volver. De golpe, y sin previo aviso, apretó los labios sin mostrar los dientes, los cachetes se hincharon y los ojos se le achinaron.
Y sacudió el frasco.
Lo sacudió, zarandeó, y volvió a sacudirlo sin parar. La araña volaba desde la base de vidrio hasta la tapa y regresaba, como si fuera la pelotita de ping pong en la final de un partido profesional entre los dos mejores asiáticos de la historia; la velocidad con la que chocaba de un lado a otro la hacía parecer una mancha de pintura en el lienzo de un loco; o un genio.
Y tal y como comenzó, se detuvo.
El rostro enrojecido de ira de Julieta retornó al de una feliz niña de ocho años. Ya no se encontraba irritada. El sacudir a la araña fue mucho mejor que cualquier terapia.
—Mucho mejor que hablar con la señora López —pensó.
La señora López era una mujer delgada, de cabello blanco, que dedicaba su tiempo a la psicología infantil. Julieta la visitaba una vez a la semana para tratar de resolver sus “problemas de conducta”.
Con la delicadeza de una niña muy responsable, que cuida sus juguetes, apoyó el frasco junto a la ventana; la luz se reflejó en el cristal, y por un momento la araña pareció estar muerta. Se hallaba con las patas hacia arriba, medio cerradas como los pétalos de una flor cuando comienza a oscurecer. La extraña pelotita de telgopol adherida a su vientre continuaba en el mismo sitio, protegida por las peludas patas.
Julieta se inclinó contra la mesa, cruzó las manos, recostó la pera entre sus dedos y se quedó mirando a la araña, ¿estaría viva o muerta?
—Ojalá esté viva…
Y lo estaba.
Una de las extremidades se movió lenta y mecánicamente. Continuó otra, y la de al lado la siguió, hasta que las ocho entraron en funcionamiento. Con sacudidas raquíticas, y después de resbalar varias veces al intentar utilizar los lados del frasco para darse la vuelta, la araña logró erguirse. Tanteó la pared de vidrio con sus patas delanteras e hizo un esfuerzo para quedar de pie sólo con sus patas traseras; las otras seis se afirmaban al vidrio traslúcido en dirección a la niña. Ambas se miraron. Los negros y vacíos ojos de la araña se reflejaron en los celestes, vivos, y maliciosos ojos de Julieta. La niña sonrió sin descubrir los dientes y se marchó.
Los órganos de visión de la criatura la siguieron hasta que abandonó el cobertizo, y en ese momento, y si las arañas son capaces de sentir algo, se sintió irritada; muy irritada.
Era la primera, pero no la última vez que Julieta visitaría a la araña, su nueva amiga, durante los siguientes días.
Hasta que sucediera lo inesperado.
—5—
La señora araña se acostumbró a tener dos visitantes diarios; uno era Hugo; el humano malvado que la arrebató de su hábitat natural y la encerró en esa estrecha prisión de cristal. Pero que también podía considerar como el hombre que la cuidaba; y la alimentaba con lo que parecía ser una reserva infinita de moscas, mientras le hablaba con la voz chillona que algunas personas usan con los bebés.
—Aquí tienes tu comidita —le decía estirando las palabras de manera exagerada, y dejaba caer el cadáver del insecto de turno directo a sus fauces.
Eso estaba bien, necesitaba alimentarse, ella y las niñas, pero su captor/cuidador, demasiado absorto en el acto de comer, aún no se había percatado de la pelotita blanquecina que crecía poco a poco en la parte baja de su abdomen.
Por otra parte, aparecía ella; el demonio de rubios cabellos, el diablillo. Cuando la sonriente niña empujaba cautelosamente la puerta herrumbrada del cobertizo, la araña tanteaba cada milímetro del cristal en busca de una salida. Los celestes iris se posaban sobre el arácnido y le contemplaban tranquilamente como un verdadero niño en un zoológico. Pero, desde el León más salvaje y valiente, hasta al roedor más inseguro y cobarde, que pudieran hallarse en cualquier zoológico, se le erizarían los vellos como le pasaba a la araña en presencia de Julieta.
La niña alargaba las manos y estas se cerraban como garras en torno al frasco. Apretaba los labios hasta que empalidecían, y esa era la señal de peligro. Inmediatamente comenzaba a canalizar su irritación en forma de violentas sacudidas que ponían el mundo de la araña de cabeza, una y otra vez, aumentando la velocidad como un auto de seis velocidades en una carretera desierta con kilómetros y kilómetros de recta por delante. Si alguien, Hugo, su mujer, o alguno de sus padres (lo que era poco probable), la encontraran con las manos en la masa y le preguntaran, ¿por qué?; ¿qué la incitaba a hacer algo tan malo? Julieta no sabría qué contestar, no conocía una razón, sólo sentía irritación, sin razones para la niña, pero si con tal vez…
Tal vez el martes estaba irritada, malhumorada, tal vez se descargaba con la indefensa araña porque su padre había mirado el dibujo que tanto esfuerzo y cariño le había costado realizar (ella, él, y su madre, los tres tomados de la mano en el parque) y de su boca solo brotó un —Qué lindo— sin una pizca de gracia o emoción, y de inmediato había vuelto la mirada a su Tablet, y a sus problemas de adultos.
Tal vez el miércoles hubiera seguido irritada, molesta porque su madre le había regalado una nueva muñeca, MADE IN CHINA, según la caja; un bebé que reía cuando se le apoyaba el biberón en la boca. El regalo estaba bien, pero a Julieta le molestaba porque tendría que hacerse cargo sola del bebé, al igual que de las otras docenas de muñecas desparramadas en su habitación. Todas eran hermosas y le gustaban, pero le gustarían más si su madre le ayudara a cuidarlas, vestirlas y alimentarlas, pero no, nunca se encontraba en casa, y cuando regresaba de sus viajes y reuniones, aprovechaba su tiempo en otras cosas; clases de tennis, peluquería, amigas, y, sobre todo, a discutir con su padre; algo sobre stress, tiempo y dinero.
El jueves, mientras el peludo insecto de ocho patas giraba bruscamente como la ropa sucia dentro de un lavarropas, Julieta sentía como se liberaba la irritación; la frustración de una simple respuesta. Había ido llorando a moco tendido hasta el living donde sus padres se encontraban en una de sus charlas no aptas para niños. Extrañaba a Pelusa y quería recuperarlo.
—¡Quiero a mi gato! —exigió y suplicó entre sollozos.
En primera instancia la irritó el —¿Qué sucedió con el gato? — de su madre al escucharla; ignoraba que faltaba la mascota de su hija. Pero lo que terminó de desencadenar su frustración fue el —No te preocupes linda, te compraré otro. —de su padre.
Ella no deseaba un regalo; UN GATO MADE IN CHINA. Lo que deseaba era que la ayudaran a buscar a Pelusa, y también hubiera sido feliz con un simple abrazo y palabras consoladoras, pero las de verdad, las que salen del corazón.
El viernes simplemente se había sentido sola; sus padres no estuvieron en todo el día. Y la niñera permanecía hipnotizada por sus dos amos electrónicos; un celular con una manzana mordida dibujada en la parte de atrás, y el enorme televisor de pantalla plana. Julieta se había cansado de jugar con sus muñecas; eran demasiadas y cuidarlas era una tarea muy exigente. Fue al patio en busca de Pelusa, pero desistió después de gritar su nombre un par de veces; el gato no regresaría. Y terminó por ir a visitar a la fea araña. Arrodillada contra la mesa, y sin siquiera saber la razón, sujetó el frasco de café y lo zarandeó sin parar hasta que se sintió satisfecha.
Sin saberlo, esa había sido la última vez que Julieta liberaba su irritación con la pobre araña de Hugo, pero no la última vez que se verían, para desgracia de la niña.
—6—
El sábado antes de irse a trabajar Hugo fue a darle de comer a su araña, y por primera vez se percató del cambio; el saco blanco pegado a su abdomen resaltaba a simple vista.
—¿Qué es esto? —se preguntó a sí mismo.
Elevó el frasco hasta la altura del rostro y lo acercó hasta casi tocarlo con la punta de la nariz. Lo miró detenidamente por unos segundos y de inmediato su cerebro comenzó a funcionar a toda marcha; recolectaba años de documentales de animales y libros sobre la naturaleza. Lo alejó y lo giró lentamente de un lado a otro; estaba claro, la araña iba a tener crías. Sintió un tenue malestar en el estómago y depositó el recipiente de nuevo en la mesa. Hugo se sentó y se frotó las sienes con las manos. En el zoológico en miniatura que había coleccionado y poseído de pequeño nunca había logrado que los insectos prosperaran; hormigas, arañas, mariposas, gusanos, todos ellos morían en algún punto temprano de su cautiverio. Y mientras digería el hecho de que docenas de diminutas arañas se contorsionaban dentro del saco, se sintió aliviado por no haberlo conseguido.
—No está bien —se dijo en un murmullo.
Una cosa era un insecto adulto; nadie siente verdadera compasión por un insecto cuando muere, pero los insectos recién nacidos eran como bebés, y que uno muera, sin importar su especie, siempre toca las fibras más sensibles de las personas (o por lo menos las de las buenas personas). Había pensado en comprar una pecera y adornarla de un modo selvático para que la gran araña se hallara a gusto, pero no tenía ni la más remota idea de cómo cuidar a las pequeñas.
—No te preocupes —le dijo a la araña mientras acariciaba el cristal con el dedo—. Mañana que no trabajo, te liberaré.
Podía llevarla al trabajo y soltarla en el mismo tocón donde la había atrapado, pero pensó que lo mejor era ir a alguna parte más alejada de la civilización, y, además, minutos atrás había escuchado claramente el pronóstico en la radio cuando se despertó; SE ESPERA UNA FUERTE TORMENTA PARA EL DÍA SÁBADO A LA NOCHE. Acomodó el frasco y se marchó. Lo mejor era esperar al domingo.
Pero los pronósticos no son del todo exactos, y esa tarde el clima decidió dar un tenue adelanto de lo que se avecinaba.
Cuando Julieta sujetó el picaporte de la puerta que daba al patio, recibió una rotunda negativa:
—Hoy no puedes salir a jugar, quédate dentro —le avisó la niñera desde la comodidad del sillón.
La adolescente no cesaba de escribir en su celular con una velocidad estrepitosa, y solo elevó la mirada con ojos que decían, ¿a qué esperas? Ve a tu cuarto. Julieta apretó los labios y las mejillas se le enrojecieron de ira, pero no lloró, dio media vuelta y subió corriendo las escaleras hasta su habitación. Dentro, deslizó la cortina con dibujos de pequeños ángeles risueños, y observó a través del ventanal; el cielo de verano se había teñido de gris, y una molesta llovizna había comenzado a caer; no podría ir a visitar a su amiga. Giró y se dirigió al armario donde guardaba la montaña de muñecas, las contempló y pensó en la niñera:
—¡Eres fea y por eso nadie te quiere! —hubiera querido gritarle.
La niñera encendía su llama interna, la irritaba; y ese mismo día, una de las tantas muñecas fue apretujada hasta la muerte, o en su caso, hasta que sus extremidades de plástico MADE IN CHINA reventaron…
—7—
A la medianoche del sábado; porque todas las cosas extrañas y misteriosas del mundo suceden pasada la medianoche. Las estrellas desaparecieron detrás de voluminosas nubes negras, y el rugido de un trueno desató una lluvia torrencial que se estrelló contra los techos de las casas como un ataque de ametralladoras. Los fuertes vientos silbaban de manera espectral y arrancaban del suelo hojas, bolsas de plástico, colillas de cigarrillo, y cualquier cosa que no tuviera el peso suficiente para aferrarse a la tierra.
A las 12;03 a.m. del domingo Hugo se levantó de la cama. Un golpe seco se repetía una y otra vez, y había llegado a despertar a él y a su esposa. Bajo las exigencias de Aurora salió de la cama descalzo, en calzones y con solo la remera blanca que usaba para dormir. Atravesó el comedor y abrió la ventana; de inmediato fue atacado por una ráfaga helada, producto del viento y la lluvia, que le abofeteó el rostro. Pero después de un par de intentos fallidos entrecerrando los ojos, al fin consiguió sujetar el postigo de madera y cerrarlo como era debido.
En ese mismo momento, y debía ser ese, porque si no Hugo hubiera podido escucharlo (si su mujer lo escuchó, no dijo nada), las violentas ráfagas atraparon la deteriorada puerta del cobertizo y la azotaron hasta que las bisagras fallaron. Se desprendió de sus goznes y quedó tirada en el patio como un pedazo de chatarra. El viento penetró en el cobertizo y se apoderó de cada centímetro de espacio. Constantes rayos surcaban y se bifurcaban por el cielo. Su fulgor se proyectaba a través de la ventana del cobertizo, iluminando el interior.
Una nube de polvo se elevó cuando una ráfaga barrió la superficie de la mesa; el frasco de café se tambaleó, pero se mantuvo en su lugar. El clavo donde colgaba el martillo no aguantó el movimiento pendular de éste, y se desprendió; la herramienta cayó sobre la mesa con un golpe seco a escasos centímetros de la araña, la cual se agitaba dentro del frasco. El viento volvió a golpear dentro del interior del cobertizo y sacudió con un poco más de intensidad el frasco; que se tambaleó con una inclinación mayor.
En ese momento, en una gran casualidad, la araña irguió las patas delanteras y avanzó con su peso hacia la misma dirección de la inclinación. El frasco se mantuvo en una posición diagonal por un segundo de suspenso, y después se volcó. Rodó hacia el borde de la mesa, mientras la araña ocupaba sus ocho patas en tratar de no girar junto con su jaula de cristal. Y finalmente cayó precipitadamente; el cristal estalló contra el suelo y los fragmentos se esparcieron por todo el cobertizo.
Parada sobre un trozo de vidrio de su mismo tamaño, y en el mismo lugar donde había caído el frasco, la araña continuaba viva, y había conseguido liberarse de pura casualidad.
O quizás no se trató de una casualidad; tal vez se sentía muy irritada, irritada con una niña en particular. Quizás esa irritación la llevó a tomar la oportunidad, y abalanzar su cuerpo de manera premeditada para que el frasco se voltease. Quizás también, de forma consiente, había impulsado el frasco para que girase hasta el borde de la mesa, cayera, y ser libre. Todo esto, impulsada por un instinto primitivo de venganza. Quién sabe, quizás en ese momento era la Moby Dick de las arañas, y el capitán Ahab había adquirido la apariencia de una niña de rubios cabellos…
La telaraña estaba lista para atrapar a su presa.
—8—
Cuando un potente rayo iluminó el cielo por un breve momento y provocó que la tierra vibrara, Julieta se despertó. Pero el sueño no la abandonó a causa del estruendo similar a una explosión. La niña abrió los ojos y reparó en el reloj sobre su mesa de noche; 12;13 a.m., señalaban los números digitales de color rojo dentro del vientre de una sonriente Minnie Mouse. Se propuso continuar durmiendo, pero no pudo cerrar los párpados; un extraño sentimiento de preocupación, apenas perceptible, pero presente, le obligó a repasar el espacio de la habitación. Todo estaba tenuemente iluminado por un brillo marino procedente de la pecera en diagonal a la cama; en su interior unas pequeñas figuras fantasmales de colores nadaban de un extremo a otro en una exploración eterna debido a su efímera memoria. En la pared, una alargada figura amenazante trepaba sobre la manga de corderos saltarines y casi llegaba hasta el techo.
Julieta no sintió temor, bajó la vista hasta el nacimiento de la sombra espectral; una conejita rosa con grandes y alargadas orejas. Inclinó el rostro hacia el otro lado de la cama; todo en orden. Que el armario donde se guardaban la mayoría de las muñecas y toda su ropa estuviera cerrado, era un verdadero alivio. En el pasado un monstruo vivía en el armario y se dedicaba a asustar a Julieta noche tras noche; su mirada amenazadora desde el interior la paralizaba, incapaz de hacer algo, solo esperaba en tensión a que el sueño la venciera. Por suerte, el monstruo se marchó por su cuenta el año pasado.
—Seguro encontró otro niño a quien atormentar —pensó Julieta, porque ella, a pesar del temor que le generaba, nunca había gritado, y a los monstruos le gusta que grites.
Pese a que la habitación era segura, seguía sintiéndose observada. La colcha, de un rosa chillón, la tapaba sobre la cintura, arrugada en el centro y formando un pequeño hueco oscuro. Se estremeció al creer que algo la acechaba desde el interior del hueco. ¿Estaba imaginándolo o era real? Un nuevo rayo resplandeció en el cielo y la habitación volvió a esclarecer por un segundo.
Y con eso fue suficiente.
Julieta quedó petrificada, con las piernas como bañadas en cemento. Conocía a la cosa que se ocultaba en su cama, y que estuviera allí no podía traer nada bueno. La cosa avanzó despacio y Julieta sintió su peso a través del pijama con dibujos de los personajes de una película de Disney. Se detuvo sobre su vientre y elevó dos de sus ocho patas; la araña había ido a visitarla y la niña tuvo un pensamiento muy claro y terrorífico; debía estar irritada.
La frente se le perló de sudor y un hilillo líquido y caliente se le escapó de la entrepierna. Abrió la boca, pero no gritó; solo procuró un débil gemido. La araña se adelantó a penas un centímetro. El cuerpo de Julieta se estremeció con un escalofrió eléctrico que se refugió en su estómago y se lo encogió. La criatura elevó dos más de sus extremidades y enseñó el saco, antes blanquecino, y que ahora era traslúcido; en su interior docenas de diminutas arañas luchaban por romper la delicada membrana.
En ese momento comprendió que la araña no iba a lastimarla, iba a dejar que ella fuera el primer alimento que probaran sus bebés al nacer.
Las lágrimas brotaron de sus ojos y se deslizaron hasta la comisura de la boca. Con un gran esfuerzo, Julieta movió los labios y comenzó a murmurar palabras casi inentendibles:
—Perdón, perdón…, perdón.
Sabía que no la perdonaría, la araña se hallaba irritada, ella conocía ese sentimiento, y la araña necesitaba liberar su malestar.
Y eso hizo.
Lo liberó tomando la forma de docenas de diminutas versiones de ella misma que se desparramaron sobre Julieta cuando la membrana del saco cedió como un globito para agua.
Por un instante esperanzador, Julieta consideró que podía estar viviendo una pesadilla y que pronto despertaría, pero toda la ilusión se derrumbó en cuanto la primera de las mini arañas tocó su piel desnuda.
La sensación era muy real.
Se deslizaban por cada recoveco del pijama haciéndole sentir cosquillas, como las de un calambre terrorífico que le endurecía los músculos del cuerpo y le impedía moverse. El corazón le bombeaba con tal ímpetu que los latidos le llegaban a la garganta y le empastaban la boca. Julieta cerró los ojos. No se atrevía a mirar a la araña y a sus hijas; era mejor desconocer lo que estaban haciendo; si lo averiguaba se volvería loca. También cerró la boca y rezó porque no le entraran por la nariz y los oídos.
De lo que estaba segura era que, las mordidas, picaduras, o lo que sea que hagan las arañas, no iba a ser agradable. Tensa, esperó el dolor. Una película de sudor helado le cubría el cuerpo y cada segundo le resultaba interminable e insoportable.
Las sentía en todas partes. Era como meter la pierna en un hormiguero. Cuando la más intrépida de las criaturitas alcanzó la altura de su cuello, Julieta ya no resistió más.
Todo el pánico contenido durante la breve liberación de las arañas, escapó de su garganta en un grito desconsolado que le hizo arder las cuerdas vocales.
La araña atrapó a la mosca.
A las 12;18 a.m. (según la panza de Minnie Mouse) las luces de la casa de Hugo y la de sus vecinos, se encendieron al unísono. Todos despertaron por culpa de un grito desgarrador…
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