El paisaje de aquel cerro era desolador. Lo que antes eran frondosos árboles y arbustos de montaña, ahora no eran más que muermos ardiendo. El pequeño niño recordaba que hasta hace unos minutos el día estaba radiante. Ahora, solo quedaba una penumbra inexplicable y aterradora, solo iluminada por las llamas que consumían las últimas ramas y arbustos. Sin poder explicárselo, sentía un sabor entre sangre y tierra en la boca.
De pronto advirtió una sombra frente a él. La rabia vino enseguida. No entendía racionalmente por qué. Solo la sintió, sin poder explicarlo. Antes de discernir nada, el niño advertía cómo su cuerpo era sacudido; no, más bien, era hecho pedazos, ante el ataque despiadado de ese ser desconocido. Luego de la parálisis completa por el golpe, venía el ponerse de pie, como si nada. Era como si perdiera una vida en un juego y volviera a aparecer, completamente restaurado. Acto seguido, el niño volvía a intentar acercarse inútilmente para enfrentarse a la enorme y terrorífica sombra que se le había aparecido y consumió todo.
Aquella bestia todopoderosa, como el “enemigo final” de un juego, no daba tregua, ni tampoco el tiempo para que el niño la viera, advirtiera cómo era, ni qué quería. Lo único que se acumulaba en aquel pequeño era el dolor y la rabia. Así, el terror, la rabia, la impotencia y el dolor se repitieron y se acumularon en una espiral inconmensurable que duraba un instante y una eternidad a la vez. Sin pensarlo, el niño saltaba para intentar “matar” a aquella sombra.
Nada más lejos de cualquier posibilidad. Casi de inmediato, en un lapso demasiado corto para medirlo, volvía a caer. Luego, la tierra y la sangre, los brazos reventados, el cuello fracturado. Esta experiencia corta, pero que se repetía una y otra vez extendía de forma inconmensurable la agonía y desesperación. Así, el mismo ciclo se presentaba una y otra vez.
De repente, en el infinitesimal lapso que se presentaba entre un ciclo y otro, el niño pudo advertir algo cerca suyo. Atinó a mirar a un costado, tirado en el suelo, sólo para ver ante su pavor que lo que tenía cerca suyo era lo que quedaba de la cabeza de una niña, con una expresión desfigurada. El niño trató de cerrar sus ojos, mas no podía. Luego, intentó taparse los ojos, pero tampoco sus brazos le respondían. Su terror creció y creció más al ver que la mueca de unas palabras se articulaba en la boca de lo que quedaba de la niña. No se entendía ni se podía escuchar lo que trataba de decirle al niño. El niño, sintiendo terror e impotencia, solo pudo gritar varias veces una frase inconexa, antes que el monstruo se acercara a darle el golpe de gracia en el suelo:
—¡Devuélveme a…!
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