walasmu Walas Mu

En una tarde calurosa, un caliente jovencito decide mostrar el verdadero arte; es decir, su escultural... figura humana casi desnuda a toda esa gente de la calle que pase por debajo y enfrente del balcón de su cuarto. Pero, sin embargo, un amigo suyo toma la decisión de hacer algo sumamente estricto por él.


Humor Sátira No para niños menores de 13.

#AltoCalibre #Humor #Reynaldo
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Alto Calibre

En una tarde, la luz del sol iluminaba intensamente… a un balcón desgastado por los temibles años, esos años que van acabando cada vez más a cada mortal en este mundo cruel. Un mundo en donde nadie está conforme con lo que tienen, y si es que lo tienen.

La camiseta tirada en una silla desgastada como de esas que aparentan tener siglos, pero, en realidad, apenas tenía un ciclo. Los pantalones yacían en el piso, un piso tan brillante como los zapatos de un novato alumno militar. Los calcetines camuflados dentro de un par de tenis, unos tenis completamente nuevos: cada uno de ese par tirado a un costado de la cama del cuarto. Y, en medio de ese cuarto, a escasos metros del iluminado balcón, se encontraba de pie: Reynaldo.

En calzoncillos dio unos cuantos pasos asomándose a su balcón y enseguida retornó; hasta que expulsó totalmente su más allegada compañía: la cobardía. Luego volvió a dirigirse hacia las afueras de su querido balcón, y lo logró. Mientras abría los brazos, Reynaldo fijaba su mirada al frente sin vergüenza alguna; a su vez, se iba adentrando en un alucinatorio trance autohipnótico único.

El fuerte calor de esa tarde calentaba su más deseado cuerpo, ese pedazo de carne que todas las mujeres de su barrio comenzaban a adorar. Cada una de estas se detenían por unos instantes, mientras que otras, permanecían inmóviles. Toda esa atracción era debido a la curiosidad que este les causaba. Y así la gente pasaba por debajo y enfrente de aquel venerado balcón. Un balcón que apenas contaba con algunas barandas y que resaltaba sin límites toda su figura. (Algunos jóvenes que se dirigían al gimnasio, se sentían minimizados por más músculos que tuviesen).

A pocas casas se encontraba Simón, su amigo incondicional. Ese amigo era tan recto como presidente a inicios de su mandato. Simón, al percatarse de que su amigo salía casi en pelotas a la vista de toda esa gente del barrio, rompió en llanto, revolcándose en una rasgada alfombra en medio de la sala de estar de su casa. Sin embargo, a los pocos minutos, pudo recobrar la conciencia. Luego se dirigió hacia el cuarto de su abuelo y, sigilosamente, cogió una pequeña manta allí dentro. También cogió una caja mediana y después regresó a su sala. «Ya es hora de acabar con todo esto», se decía Simón, mentalmente, antes de salir de casa. Pero, ¿qué era lo que le estaba sucediendo a Simón? ¿Acaso sentía pena por su amigo pensando que ya nunca más volvería a contar con él, por lo loco que Reynaldo supuestamente estaba? ¿Qué será realmente?

Un bulto tan llamativo, bien derecho y de forma media puntiaguda, resaltaba en la parte posterior del calzoncillo de Reynaldo; más exacto, entre las piernas. El superdotado. Ese día él estaba bien caliente. Parecía navaja de peluquero frente a un fuego ardiente; su piel ¡quemaba! Pues toda esa calentura acumulada en cada centímetro de su piel, era debido al intenso e inmenso sol que cubría toda la calle, y mucho más a él, porque apenas se encontraba vestido casi como vino al mundo.

—¡Ricura, ricura, llévame a la Gloria! —gritaban las mujeres.

—¡Idiota, imbécil, respeta a tus vecinos! —lanzaban indirectas los musculosos del barrio.

—¡Fenómeno! ¡Fenómeno! —gritaban los palomillas de las cuatro esquinas.

—¡Oye chiquillo, chiquillo! ¡No seas abusivo! —exclamaban los cuadragenarios, quienes, disimuladamente, miraban a las mujeres.

Por ratos se podía sentir la brisa de aquella tarde. Mientras su pequeña cabellera se alborotaba —esa cabellera que nunca lo pasaba peine, y si lo hacía, era minutos antes de la misa de los domingos—, Reynaldo pensaba en ir a confesarse, próximamente. Prometió hacerlo durante ese gran espectáculo que acababa de ocasionar, y que seguía haciéndolo. Su orgullo era cada vez más grande. Quizás ese era el mejor momento de su vida: haber llamado la atención de todos esos curiosos; ese gran público que hace poco, según él, pensaba que lo despreciaban.

Reynaldo no quería moverse más de esa precoz eternidad; aunque él, solamente, lo llamaba “eternidad”. Por un momento creyó que había venido al mundo con un único propósito en la vida: mostrar el verdadero arte, es decir, aquella figura humana que reflejaba su divina presencia.

En medio de la calle, frente a ese venerado balcón por muchas, quizás por algunos, los choferes bajaban de golpe la peligrosa velocidad de sus autos. Ni cuando pasaban por una señalización de tránsito estos lo hacían, creo.

—¡Te pasaste, fenómeno! ¡Te pasaste! —gritaban algunos choferes y unos que otros se burlaban.

Al cabo de un largo rato, Reynaldo pudo sentir… a alguien franqueando la puerta de su cuarto: ese era Simón. Al percatarse de que era su amigo, comenzó a despedirse de su gran público como toda una estrella de televisión; al mismo tiempo se alejaba. Luego cerró por dentro la puerta que daba a su balcón.

Una vez dentro en el cuarto, frente a Simón, Reynaldo se quejaba por un momento de un leve dolor cerca de su vejiga, sacándose un pequeño pedazo de madera media puntiaguda.

—¿Mi premio? —preguntó, Reynaldo.

—No tengo dinero —respondió Simón—, pero sí este fierro de alto calibre; véndelo y cuenta saldada. ¡Chao!

1 de Octubre de 2019 a las 21:05 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

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