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La herrumbre

Eran las ocho de la mañana de un domingo. El olor a café reinaba en la cocina y se mezclaba con una esencia a jazmín arrastrada por el viento a través de las ventanas abiertas. El sonido de las bocinas era tenue al igual que el murmullo generalizado de la vida. La ciudad estaba aletargada. Y Nadia también.

Se deslizó entre las sábanas de forma pesarosa y se incorporó hasta sentarse al borde de la cama. Dirigió la mirada enajenada rodeada de ojeras hacia la puerta entreabierta del baño.

La ducha estaba descuidada y el sarro formaba una película rasposa en el interior de las canillas que por fuera estaban tomando un débil color anaranjado. La cortina plástica tenía varias hileras de hongos negros y el doblez que oscilaba sobre la superficie del suelo parecía una suerte de papiro disecado por el tiempo. Nadia entró al baño arrastrando los pies y se duchó sin darle importancia a la apariencia de los mobiliarios hasta que algo le llamó la atención cuando llegó el turno de cepillarse el cabello: el espejo estaba empañado pero el vapor no lograba ocultar una sustancia extraña adherida a su borde, y que incluso mordía un poco los límites de la superficie reflejante. Rascó con la uña una de las manchas del marco y ésta se desgranó un poco dejando una pequeña hendidura en el material.

Intentó restarle importancia al evento y se dirigió a la cocina donde se sirvió café y comenzó a beberlo de forma automática, con la vista fija en el firmamento que se dejaba vislumbrar por una de las ventanas. Parecía que no pensaba, o quizás pensaba demasiado.

Nadia no percibía el olor a café, tampoco el olor a jazmín. Y no se había dado cuenta de que la pileta de la cocina estaba descuidada, sucia y oxidada y que ese óxido se extendía deliberadamente sobre el bajo mesada y en parte del piso.

Fue con la taza de café hasta el sillón de la sala de estar ubicado estratégicamente al lado de la mesita de roble donde reposaban un teléfono y tres portarretratos. Recordó la época en la que su foco de atención era el teléfono y ese estridente sonido que indicara una llamada entrante, pero ahora su interés yacía en las fotografías. La que tenía más próxima era una imagen de ella misma el primer día de escuela. Su rostro estaba manchado. Pero no era una mancha de tiempo, como de esas que se le forman a todas las fotografías a lo largo de los años. Era algo de color cobrizo que tachaba su sonrisa. Alarmada se percató de que lo mismo ocurría en las demás fotografías. Donde se suponía que tenían que posar eternamente sus padres solo había manchones naranjas y la misma suerte había corrido la imagen donde alguna vez había figurado su grupo de amigas.

Tomó una de las fotografías y la liberó del marco, deslizó los dedos sobre ella manchándolos con el color intenso de aquella imperfección intrusa. Dudó unos instantes, pero finalmente se llevó el dedo índice a la boca y lo lamió. El sabor a óxido la desconcertó. Una incomodidad vívida le recorrió el cuerpo en un escalofrío. Tomó desesperada un sorbo de café para mitigar la agria sensación de la sustancia en su lengua. Pero la taza cayó al suelo partiéndose en varias partes ya que Nadia la soltó luego de proferir un grito de pavor: en el fondo yacía un cúmulo de algo similar a la arena.

Se abrazó a ella misma tratando de tranquilizarse, respiró hondo varias veces. Le picaba el cuerpo. La piel de sus piernas descubiertas se distinguía reseca y estaba adquiriendo un color amarillento como el del azafrán. Sacudió bruscamente la cabeza pensando que todo era obra de su imaginación, producto de un delirio provocado por la soledad y el encierro, pero esas extrañas visiones seguían allí como si una lámina en sepia cubriera su visión.

Viró hacia el teléfono y lo levantó con la intención de pedir auxilio, pero no solo no se le ocurrió nadie a quien llamar sino que el tubo del teléfono también estaba contaminado con esa presencia horrenda. Sintió cómo se iba perdiendo en las dimensiones de la locura.

Se levantó de un salto del sillón en cuanto notó la consistencia polvorosa del óxido ascendiendo como una sombra sobre los apoya brazos. Gritó por ayuda pensando que alguien acudiría a ofrecerle una dosis de realidad, pero nadie apareció.

Como si del mismísimo infierno se tratara, observó lívida el camino que el óxido trazaba consumiendo cada porción de la vivienda. Cubría las paredes, trepaba por repisas, mesas y sillas, eclipsaba las ventanas y estaba llegando hasta la aterrorizada Nadia quien se dirigió a la puerta de salida, raudamente, tratando de no tropezar a pesar de sus piernas temblorosas. Bajó por las escaleras hasta el primer piso y salió a la calle.

Todo estaba estático.

Gritó.

Gritó más fuerte.

Pero la única devolución de la ciudad era su propio eco. El sol seguía en alto, pero su calor no cobijaba a Nadia que se sintió desfallecer en cuanto reparó en las motas que corrompían su piel e iban incrementando en tamaño a un ritmo vertiginoso. Notó con consternación cómo su piel inmunda cedía a la presión más leve desgranándose en miles de partículas que se unían a la danza del viento. La herrumbre había llegado a sus pulmones, a su corazón, conquistaba cada centímetro de su persona, de su alma.

Lloró e intentó avanzar en vano mientras sus extremidades se hacían cada vez más etéreas hasta que, rendida y destrozada en su interior, cayó de rodillas convirtiéndose en un montón de polvo arenoso y ocre sobre el piso.

Se sirvió café y comenzó a beberlo de forma automática, con la vista fija en el firmamento que se dejaba vislumbrar por una de las ventanas. Parpadeó varias veces hasta desprenderse del nefasto hilo de sus pensamientos y cuando hubo acabado el café, abandonó la taza sobre la mesada donde yacían otros tantos cacharros esperando su hora de desengrase.

Aquel iba a ser otro día solitario, de silencio, de cuatro paredes. Nadie iba a llamar, nada iba a pasar. Así fue como el teléfono se mantuvo en silencio durante todo el día. La ciudad también. Los aromas a café y jazmín se habían disipado como si ambos se hubieran ofendido con Nadia por su falta de interés.

Los platos siguieron allí, aguardándola; la cortina del baño se mantuvo solemne en su posición rígida y con sus múltiples hileras de hongos negros inmutables; el espejo ya no estaba empañado. Su superficie devolvía la imagen claramente. La cama continuó revuelta hasta el momento en que el sol se ocultó y la taciturna muchacha volvió a deslizarse entre las sábanas.

La muchacha cerró los ojos y pensó hasta quedarse dormida. Dentro de sus pensamientos en ruinas, aun había una luz de esperanza, quizás al otro día algo cambiaría, quizás esta vez sí percibiría café y jazmín en el aire.

29 de Agosto de 2019 a las 22:56 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Natalia Marcovecchio Disfruto escribir. Ojalá les guste lo que tengo para contar. ¡Bienvenidos!

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