En una grisácea tarde de abril de 1957, Kian Vargovie caminaba de la mano de su hermano mayor, Ellard, por la plaza de Liberec, en la República Checa. En ése entonces, Kian tenía seis años, y su hermano mayor diecisiete. Había concluido sus tareas de aritmética y lectura, y acompañó a su hermano a la biblioteca. De vuelta a su hogar, Kian observó cómo las palomas engullían las migas de pan que alguien había espolvoreado al suelo, y no pudo evitar acordarse de las palomas del cuento, argumentándole a su hermano:
—Odio los pájaros.
Su hermano lo miró vacilante, y rió ligeramente.
—Son muy bonitos, Kian. Tienen un propósito en el ecosistema, como tú o como yo —respondió distraído.
Era indiscutible que su hermano no lo comprendía.
—Pero... ¡míralos! Si siguen devorándose las migas de pan, alguien no encontrará su camino a casa —exclamó Kian, evidentemente preocupado.
Entonces, Ellard supo cuál era su angustia y sonrió.
—Descuida, Kian. A ti no te va a ocurrir lo que a los niños del cuento, yo te enseñaré siempre el camino a casa y estaré a tu lado eternamente. Donde tú estés, ahí estaré yo también. —Lo miró, pero la inquietud no había desaparecido de los ojos de su hermanito. En contraste, había algo más lóbrego.
—Es que tengo miedo de que un día, tú no encuentres el camino a casa —balbuceó el niño, y miró nuevamente a su hermano, quien permaneció inmóvil por un instante.
Ellard no dijo nada, ni le dedicó gesto alguno. El camino a casa aconteció en silencio desde ése momento.
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