eva-buenestado1561654355 Eva Buenestado

Audrey es una joven divertida y algo desastrosa, a la que le encanta escribir y divertirse con sus amigas, no le entusiasma su trabajo pero le sirve para pagar las facturas y lidia con una familia algo peculiar a la que no cambiaría por ninguna otra más "normal". Sergio es su nuevo vecino y no han empezado con buen pie... y tal vez no acaben con buen pie tampoco...


Romance Chick-lit Sólo para mayores de 18.
6
5.2mil VISITAS
Completado
tiempo de lectura
AA Compartir

Día y Noche

Odiaba mi trabajo. No era esto lo que yo pensaba que iba a estar haciendo toda la vida. Pero por el camino que íbamos, parecía que así iba a ser. Cada día a las diez de la mañana me presentaba en la perfumería que había en la Calle Mayor. Subía su persiana, encendía las luces, me colocaba esa estúpida bata que cada año, desde hacía seis años, cambiaba de color. A las diez y diez se presentaba la encargada, ataviada como si fuera a trabajar a la oficina del presidente del gobierno y me saludaba:

_Buenos días, querida.

Sonreía como si su boca fuera a hacerse más grande que el contorno de su rostro y después miraba a su alrededor para comprobar que no había hecho ningún estropicio en su ausencia. Recordemos, de diez minutos desde que yo entré. Yo sabía que tenía un extraño concepto de mí, basado en los desastres que había provocado en la tienda de la que ella estaba al cargo. Una vez resbalé y el bote de colonia de 212 de Carolina Herrara salió disparado de mis manos. Era una muestra que quería enseñar a la clienta, la señora Lolita, una loca con el pelo rojo que tenía la sensación de que era la dueña del pueblo entero y como tal, consideraba oportuno no moverse del sitio estratégico en que había decidido situarse nada más pasar por la puerta. Otra vez, fregando, eché abajo toda una pila de botes de cremas hidratantes en oferta, formando un estruendo enorme y un desparrame de botes de crema por todo el pasillo. Pero creo que la vez que la convencí de que soy una mujer patosa fue cuando tropecé con mi propio pie, me caí sobre un caballero trajeado al que no conocía, que solo quería comprarle un regalo a su mujer por su 25 aniversario, y juntos volvimos a tirar la montañita de cremas hidratantes en oferta. Se llevó a Jean Paul Gaultier pour femme y un bote de crema hidratante en oferta. Pero Gloria no creyó oportuno felicitarme por la venta(nunca lo cree), más me echó una bronca increíble, diciéndome que habíamos vendido aquellos dos productos pero que aquel buen hombre jamás sería cliente de nuestra perfumería. Ahora me saluda por la calle(habíamos compartido un momento muy íntimo los dos despatarrados por el suelo rodeados de cremas hidratantes) y viene cada Navidad desde entonces. Tres años seguidos.

Odiaba mi trabajo porque ella era la encargada y estaba todo el día mirándome por el rabillo del ojo, vigilando que no hiciera ningún desastre. Y ya sé lo que estás pensando, que estaba justificado, dados los tres ejemplos que te he dado de mi ineficacia en la coordinación de mi cuerpo. Pero también debo decirte que, esos tres ejemplos que te he dado fueron para mí misma justificados como días en que no sentía que mi mente funcionara con la misma energía con que solía hacerlo. Aquellas tres veces mi mente estaba sobrevolando la maravillosa historia ficticia que estaba escribiendo en que Raúl, un endemoniado directivo de una empresa textil, se enamoraba de su secretaria. ¿Cómo no iba a estar despistada el día que tiré(y pagué) el bote de Carolina Herrara, si se dieron el primer beso en las páginas abiertas de mi ordenador portátil? ¿Cómo no iba a tirar, fregando, la pila de botes de crema hidratante en oferta(y el cartel) si mientras fregaba recordaba cómo había escrito con ternura como se acostaban por primera vez en la mesa del despacho de él? Y finalmente, ¿Cómo no iba a tirar a Manuel al suelo aquella mañana en que la noche anterior había escrito las letras FIN, al final de una historia trascurrida a lo largo de 150 páginas? ¡Responde a eso!

Si yo fuera la encargada, que es lo que debería estar ocurriendo, aquello no habría pasado. Primero porque yo no atendería a la Señora Lolita, segundo porque yo no fregaría y tercero porque yo, como encargada, jamás me acercaría a una pila con productos en oferta. Si cobrara el doble de dinero que yo (que es lo que cobra ella por no hacer nada más que decir: querida, querida, querida), me dedicaría a sonreír y ver pasar billetes entre mis dedos de camino a la caja registradora (que en realidad es un ordenador con más prestaciones que el mío) y a despedir a la gente con un : ¡Que pase un buen día, Señora Filomena! Ni de coña me pondría cremas hidratantes en oferta; me pondría una que destruyera las ojeras ipso facto, convirtiera mi piel en sinónimo de suavidad, y atrajera a hombres perfectos para cumplir el sueño de toda mujer del siglo XX(casarse y tener hijos). Pero, ¡Ah! Estamos en el siglo XXI y yo no era encargada. No cobraba más de 1200 euros y no tenía el sueño de conocer a un hombre perfecto con el que tener hijos. Yo solo me dedicaba a trabajar, gastarme el sueldo en un curso de escritura que no sabía si me estaba resultando fructífero y en otro de inglés y mi único sueño era que publicasen una novela en la que debajo del título en la tapa, pusiera: Por Audrey Serrano López.

Por eso odiaba mi trabajo.

Aquel (aunque era sábado) era un día normal, así que empezó tal y como te he contado. Bueno, antes de eso, paré en la cafetería de camino, pedí un café con leche ardiendo para llevar, quemé las yemas de mis dedos de camino a la perfumería y empezó mi tormento. Me salto la parte en que Gloria(el Ogro/encargada) entra y registra el local en busca de algo caído por el suelo. Me salto la parte en que ignoro sus comentarios de desesperación por la situación económica (que no padece ella sino todo el mundo que cobra menos de 1000 euros en este país). Atendí al primer cliente que se coló por la puerta. Eran las 10.30h de la mañana. Ante la visión de un cliente al “Ogro” se le dibujaban dos símbolos del dólar en los ojos y empezaba a animarme en silencio y con mirada de dólar penetrante, para que no le dejara merodear a lo tonto por todo el local y me acercara a él, para preguntarle qué necesitaba; Y, gracias a este gesto prodigioso, conseguir que se llevara dos Calvin Klein, un Paco Rabanne, tres Kenzo y una crema hidratante en oferta(que ya no eran la misma marca que hace tres años y la montaña de potecitos estaba colocada de forma estratégica para que yo no la pudiera tirar, ni fregando ni acosando a un cliente). Pero no fue así como ocurrió. Le perseguí por el local, le enseñé lo que consideré oportuno y se llevó solo un kit de belleza masculina, consistente en: una crema, un aftershave y un desodorante. Todo ello que cuesta 17 euros. Para su padre. ¿Es que no lo veía, que el chico tenía 15 años? “Este sí que no vuelve, porque creerá que la pesada de la dependienta(o sea yo) le ha intimidado para que se llevara aquel paquete de potingues.” Pensé yo en cuanto cruzó la puerta el pobre muchacho con acné.

_Tendrías que haberle insistido en que se llevara una colonia de Massimo Dutti. _ me dijo, en cuanto el chaval salió por la puerta. Me giré hacia ella, sonreí, asentí y me di la vuelta a fingir que hacía algo con mis patosas manos.

Si seguíamos acosando a los clientes por todo el local, no íbamos a conseguir vender más. Pero Gloria creía (y cree) que no hay una selección de clientela y que todos los clientes son iguales y compran de la misma manera. Se equivoca, cuando los ves entrar tú tienes que saber ya de antemano a que te enfrentas, que tipo de persona es y cuando notas que se está sintiendo acosado(lo notas, te lo aseguro) dejarles libres para que, libremente, decidan lo qué quieren comprar. “Gloria, el siglo XX acabó hace más de diez años, espabila”. No se lo dije en ese momento pero lo pensé, porque soy una persona cordial y no me gusta crear mal ambiente con mi compañera. Perdón, encargada.

Mi compañera es Mónica. Que aparece a las 11 de la mañana, sonriente como siempre, con su café con leche natural en la mano.

_¿te parece que…?

_¿te dije que tenía que ir al médico hoy?_ No la dejó acabar. Gloria se calló, arrugó el morro y la ignoró mirando no sé qué en el ordenador. Mientras Mónica se dirigió al cuartito, se quitó la chaqueta y se puso la bata, que este año era de color azul. Pero no se quitó el pañuelo que llevaba anidado al cuello. La alcancé:

_¿qué médico? Hoy es sábado.

_Ayer ligué con un médico. Estaba, extraoficialmene, en el médico._ me guiñó, traviesa.

_¿Y se lo ha creído?

_Le escribí un mensaje ayer y le dije que tenía hora para hacerme un tac esta mañana.

_Tienes mucho morro. Me dejas aquí sola con ella.

_Solo ha sido una vez. Es horrible levantarse a las 9 de la mañana teniendo a un médico metido en tu cama.

Puse los ojos en blanco. Yo odiaba mi trabajo. Pero Mónica sentía ese mismo odio elevado a la máxima potencia. Cuando acabara el master, volaría. Seguramente a excavar en las pirámides egipcias. O en las aztecas, seguro que le daba igual con tal de estar lejos de este sitio.

_Mónica, el pañuelo. _ le recordó Gloria en cuanto la vio reaparecer.

_Perdona, pero yo a cinco grados como estamos, no pienso quitarme el pañuelo.

_Audrey ha encendido la calefacción.

_Me da igual. Tengo frío.

_Sabes que no debemos llevar nada más que la bata.

_Eso sería demasiado provocativo. _ me arriesgué a decir, desde detrás de la estantería de los desodorantes, con una sonrisita tímida. Mónica se tronchó de risa.

_Vale, seguid haciendo lo que os dé la gana. Ya os lo encontraréis.

Dijo, amenazante. No le hicimos caso. Cada semana nos caía una o dos amenazas a lo tonto. Si echaban a Mónica por dejarse el pañuelo en el cuello a principios del mes de diciembre… este país estaba peor de lo que nos parecía a pie de calle. Ahora, si la echaban por inventarse excusas para llegar una hora tarde… quizá no sería una mala idea. Me reí para mí con una cierta malicia. Solo había sido una vez. La miré. Estaba concentrada en ordenar una estantería. Lo cierto es que, con las contestaciones que le daba al “Ogro”, lo raro era que no la hubieran echado ya. Seguramente fuera porque hacía más caja que yo cada día. Y eso cuenta. A mí, a veces, me puede una timidez enorme que no me permite hacer preguntas inesperadas a los clientes.

_Hola.

Nos volvimos las tres hacia la puerta. El saludo nos había pillado por sorpresa cuando estábamos cada una a lo nuestro. Lo cierto es que fue como si nos hubieran tirado un dardo paralizante. Ante nosotras, un chico alto, de pelo castaño y despeinado y con una incipiente barba, vestía unos pantalones tejanos hechos polvo exactamente igual que las botas en sus pies. Un jersey y una chaqueta que le impedirían notar el frío en cualquier lugar del mundo. Sus ojos marrones nos miraron alternativamente:

_Necesito un perfume de mujer.

Esa frase hizo que acabara el efecto del dardo paralizante. De hecho, me di cuenta de que yo era la única que había sido alcanzada por un dardo paralizante. Mónica ya estaba frente a él, coqueteando y haciéndole ojitos con sus largas pestañas. Yo le miraba desde unos metros de distancia. No era imponente, pero tenía una bonita sonrisa y un algo raro que le envolvía. Que me llamaba.

_¿Y tienes alguna idea de cuál le podría gustar? ¿Te ha dado… pistas? _ Coquetona. Siempre coqueteaba con los clientes jóvenes. Aunque fuera más que evidente que quería un perfume para su novia/mujer.

_Pues… no.

_Bueno… ¿cómo es ella? Es sofisticada, es atrevida, es alegre…

Él la miró como si estuviera volviéndose loca delante de sus narices.

_Lo que quiere decir es que tipo de colonia podría gustarle. _ intervine casi sin querer. _ algo más afrutado para una chica joven, algo más sofisticado Chanel nº5, por ejemplo. Algo juvenil, infantil, adolescente, Amici.

Cuando acabé de hablar me digné a alzar la vista y mirarle a los ojos encontrándome frente a su mirada por primera vez. Durante un segundo nadie dijo nada y Mónica alternaba su mirada entre los dos. Hasta que él dijo:

_Yo creo que algo juvenil.

Los ojos de Mónica se dibujaron en corazones rojos y palpitantes. Algo juvenil, no podía ser para su novia, ¿no? Me sonreí solo con verla seguir coqueteando con él, lo cogió por el codo, lo arrastró hasta la estantería donde los perfumes de mujer formaban fila y empezó toda su explicación de la jovialidad de aquellos perfumes, de aquellas aromas…

Sin que me diera cuenta, la perfumería empezó a llenarse de gente, progresivamente y ya no se vació hasta la hora de comer, algo tarde. Ni siquiera tuve tiempo de pensar en qué me había atraído de aquel visitante. Ni siquiera tuve tiempo de verle marcharse. Así que, ni siquiera le di importancia. Mónica y yo nos despedimos en la puerta con el pronóstico de reencontrarnos a las 16.30h de la tarde, justo antes de abrir la tienda, para tomar el café que nos daría fuerzas para afrontar las tres horas y media de ventas que nos esperaban.

Principios de noviembre. El mundo ya empezaba a ver los anuncios para las compras navideñas por la tele. Aún no había llegado la marabunta, pero sí que empezaba a rondarnos esa aura capitalista que colmaba el mes de diciembre de regalos. Suficientemente cerca para que la gente hubiera perdido ya la cabeza. Y aquel día, concretamente, parecía ser esa la única explicación razonable a la sonrisa triunfal de Gloria en el rostro; había tenido que arremangarse aquella tarde y vender algunos productos, dada nuestra falta de tiempo y capacidad para responder a todas las peticiones de los clientes. Si, fue un gran día. Un grandísimo día de trabajo. Aunque Mónica llevara el pañuelo al cuello y yo hubiera roto una botellita de muestra de Carolina Herrera hacía tres años.

Llegué a casa hecha polvo. Literalmente, hecha polvo. Me quité las botas y las tiré por el recibidor. Desenrollé la bufanda amarillo otoño que rodeaba mi cuello y me quité la chaqueta verde que me protegía del frío durante el regreso a casa. Y por último me quité el gorro de lana del mismo color que la bufanda y los guantes. Mis pantalones tejanos y el jersey de punto negro se quedaron en el sitio. Me los quitaría cuando tuviera que ducharme para salir por la noche. Porque, si. Era sábado. Y cada sábado tenía una cita con la diversión.

Porque ya sé la imagen mental que te has hecho de mí en cuanto he dicho que mi sueño era publicar un libro. Chiflada retraída, que pasa las horas muertas metida en casa, enganchada a un ordenador en el que las páginas blancas van llenándose de palabras la mayor parte de ellas ligadas sin sentido o sin gracia. Que no cuida su aspecto, que no cuida sus amistades ni su familia. Básicamente alguien antisocial, metido en un mundo paralelo de una fantasía surreal e inexistente basada en sueños infantiles. Sobretodo cuando una tiene menos de treinta años. La típica imagen del escritor bohemio. Pues no es así. Vale, solo tengo dos amigas. El resto del mundo no son amigos. Son conocidos, compañeros, vecinos, gente del pueblo… ese tipo de clasificaciones sin sentido que se da a los grupos que hay entorno a una persona con los que uno no siempre quisiera tener algo que ver, pero que, por circunstancias de la vida, es así.

Cuando aún me estaba duchando alguien picó en la puerta del piso. Lo ignoré. Sobretodo porque ya sabía quién era. Lo ignoré. Ella regresó a su casa después de echar una nota por debajo de la puerta. Cuando salí de la ducha envuelta en mi copioso albornoz y con el pelo recogido en una toalla que parecía el tocado de una reina egipcia con serpiente y todo, atravesé el comedor en busca de la nota con la seguridad de que estaría allí.

“vecino nuevo frente a tu puerta. Cañón. No olvides espiar por la mirilla en los próximos minutos. Estaré abajo de nuevo en media hora. Espabila que llegamos tarde.”

Obviamente, me deslicé hasta la puerta y asomé los ojos por la mirilla. Esperé durante unos minutos pero nada se movió delante de mis ojos. Y me cansé. Además de que empecé a coger frío. Regresé corriendo al baño donde acabé de secarme el cuerpo y el pelo hasta que conseguí la ondulación perfecta en mi castaño claro. Cuando lo logré me maquillé por encima, nunca usaba demasiado maquillaje (me agobia pensar que no puedo pestañear por si se me corre el rímel) y corrí de nuevo hacia mi vestidor, lo que equivale a la única habitación libre de la casa donde tengo metida, desordenada, desorganizada y arrugada en un armario, toda la ropa. En un cajón cogí un conjunto de ropa interior, y me planté encima unos vaqueros ajustados negros, una camiseta con todo el brazo de encaje verde y un escote redondo y amplio y busqué unas minimedias para después ponerme mis irresistibles zapatos de tacón. Di una última vueltecita frente al espejo, sonreí más o menos satisfecha, cogí la chaqueta negra de cuello grueso y abrigado y salí del piso con el bolso colgado en el hombro relleno únicamente por el monedero, un paquete de tabaco, un paquete de pañuelos de papel, un paquete de caramelos, el mechero, el móvil, unos guantes, un paraguas, una libretita y un bolígrafo y… creo que se me olvida algo. Pesaba una tonelada, eso sí lo recuerdo.

Al cruzar la puerta abierta topé con un obstáculo. Alcé la vista y su mirada sarcástica me sonreía:

_¿En serio? ¿Media hora tarde?

_Vale, Laura. Ya estoy. Así que vámonos.

Y entonces se abrió la puerta del vecino. Nos giramos ambas a la vez.

_Buenas noches. _ saludó.

_Tú eres el vecino nuevo. _ le dijo Laura, casi como si fuera a empezar un interrogatorio. Él asintió.

_Y vosotras las de los tacones arriba y abajo. _ contestó. Abrimos los ojos como platos. Al menos yo los abrí.

_¿Has oído los tacones?_ pregunté.

Él ladeó la cabeza ligeramente. Con sus ojos clavados en mí.

_Si, se oyen.

_Bueno, el edifico es bastante viejo. No tiene protección para vecinas con tacones. Lo sentimos. _ le contesté.

_Que lo paséis bien. _ dijo bajando las escaleras delante nuestro con una bolsa de basura en la mano.

En cuanto desapareció de nuestra vista, Laura me miró:

_Es gilipollas. Guapo, pero gilipollas.

_Bueno, a lo mejor es cierto que hacemos muchos ruido cuando empezamos a corretear de casa de una a la de la otra. _ a veces la conciencia me juega malas pasadas y me arrepiento de mi mala leche.

Laura me miró.

_No es tan guapo como para que pueda perdonarle que le moleste eso.

Aún no habíamos salido del edificio cuando él volvió a entrar, hizo un saludo con la cabeza y volvió a subir.

_Vale, es un resentido sin novia. _ dije, meditando donde le había visto antes.

Pero yo le conocía de algo. ¿De qué le conocía? En cuanto nos encontramos con Mónica que ya estaba en el bar, tomándose la primera copa ella sola, como si no necesitara a nadie más, me vino a la mente. Era el chico que había comprado Don Algodón como colonia especial para… alguien. Estaba clarísimo que tenía que ser un resentido. ¿Quién regalaría Don Algodón a su novia?

_A lo mejor no era para su novia. A lo mejor era para su prima, o su hermana pequeña. Eso sí sería apropiado.

_O para su abuela.

Y no sé porque, el nuevo vecino comprador de colonias sin ningún tipo de sofisticación ocupó más de media hora en nuestra noche, sin justificación alguna. Hasta que la aparición de Alberto hizo que el tema de conversación cambiara. La llegada del camarero más guapo del local a las doce y media de la noche hizo que se nos olvidara todo lo demás. Nos saludó al entrar y nosotras, babeantes, le devolvimos el saludo para, acto seguido chismorrear al respecto. Lo cual significaba solo que yo debía atreverme, tarde o temprano, a pedirle una cita. Yo no lo tenía tan claro, fingía que me gustaba tanto como a ellas para que no empezaran a decirme que soy una rarita (lo cual en realidad, es cierto). Y el chico era guapo, muy guapo, no se le podía negar eso. Pero no me interesaban los líos amorosos propios. Ellas consideraban que mis prioridades vitales debían dar un giro mortal y poner el amor romántico (y de verdad, no el que yo me imaginaba escribiendo en un ordenador) en el número uno de mis prioridades. Porque según mis dos amigas estaba claro que Alberto me hacía ojitos (hacer ojitos quiere decir que miras a una persona con un interés más allá del puramente cordial o amistoso, aunque tú no te des cuenta, seguro que te ha pasado). Yo no lo creía así en ningún caso, aunque debía reconocer, y si lo negara sería mentira, que en aquel momento, creerme que Alberto me hacía ojitos me subía un poco la autoestima. Solo porque era guapo. Y porque llevaba un año sin sexo. No me hacía falta que nadie me subiera la autoestima más de lo que ya la tenía, pero a todo el mundo le gusta sentirse atractivo.

No, aquella noche no le pedí una cita. Ni pensaba pedirla en los próximos mil años. Pero tanto a Laura como a Mónica les encantaba dilucidar posibles excusas para acercarme a él, como si eso fuera tan sencillo. Después de un par de cervezas nos levantamos de las sillas y en la zona del pub en la que la gente bailaba, fuimos a divertirnos. Habíamos ido a un curso de baile hacía dos años, así que, siguiendo las instrucciones de nuestro profesor de baile, practicábamos con periodicidad nuestro aprendizaje en la academia. Después de eso, Laura se apuntó a hacer yoga en el mismo gimnasio y Mónica siguió yendo para machacarse en el gimnasio cada tarde, una hora y media. Yo no. Ni yoga, ni gimnasio. Yo tenía unos maravillosos videos de entrenamiento diario con pautas excelentes para mantener el cuerpo fuerte y vigoroso y no los había usado desde el primer día que los puse, la misma tarde de haberlos comprado. Sí, soy vaga por naturaleza, no hay nada que se pueda hacer al respecto. ¿O sí?

El caso es que después de pegarnos el bailoteo hasta las 3 de la madrugada, el local cerraba y todos los veinteañeros del pueblo y bastantes de más de treinta nos alejábamos de allí. Algunos de camino a la discoteca más cercana a las afueras del pueblo. Otros a otro pueblo en un coche que no deberían conducir y otros, como mis amigas y yo, a casa. Vale, veinteañeras de 27. Salíamos para pasarlo bien. Cuando el objetivo estaba conseguido, podíamos volver a casa una noche más sin miedo a que nadie nos dijera que éramos poco juerguistas. Cumplido. Nada más que decir. Y a mí el domingo se me presentaba siempre como el día en que me dedicaba más profusamente a dar rienda suelta a mis fantasías.

Cuando llegamos a casa a las tres y media de la madrugada, después de haber estado media hora en la esquina de la calle para despedirnos de Mónica, que vivía en otra dirección, Laura clavó los tacones en el suelo cuando anduvo por mi rellano y yo me reí por lo bajo. La puerta del vecino no se abrió y ella subió los escalones hasta el tercer piso con fuerza, como si tuviera toda la intención de que él se enterara de que habíamos llegado. Crucé la puerta de casa, me desnudé al lado de la cama y lejos de tener ganas de buscar el pijama, me metí tal cual bajo el nórdico que pronto me envolvió con su dulzura y su calor y me dormí en un santiamén.

28 de Junio de 2019 a las 16:04 1 Reporte Insertar Seguir historia
4
Leer el siguiente capítulo Locura y Cordura

Comenta algo

Publica!
Erika Nodal Erika Nodal
Impaciente por descubrir qué ocurrirá en el próximo capítulo!!
July 02, 2019, 19:41
~

¿Estás disfrutando la lectura?

¡Hey! Todavía hay 34 otros capítulos en esta historia.
Para seguir leyendo, por favor regístrate o inicia sesión. ¡Gratis!

Ingresa con Facebook Ingresa con Twitter

o usa la forma tradicional de iniciar sesión

Historias relacionadas