Cuento corto
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Ojos Azules

Un río de aire cual espanto llegó, filtrándose entre las tinieblas de la noche y los arbustos del jardín. El impetuoso ventarrón embistió mis ojos, embistió mis orejas, pero no me inmuté: no cerré mis ojos ni giré mi cabeza. Con desdén, con esa consabida indiferencia mía, observé como las hojas de los arboles agitadas bailaban el ritmo enloquecido de la ventisca, el mismo ritmo que hasta entonces bailó mi espíritu extraviado. Musical fue para mí el sonido de aquel baile y choque desenfrenado de ramas y hojas, como placentero fue el cosquilleo en mis bigotes, y exquisito el olor de la noche, el sabor de su sonido, la dulzura de su voz callada.


Enloquecido, entre las sensibles vibrisas de mis labios el viento manifestó su ira, su confusión, su desprecio por todo lo que estaba a su paso. El viento fue locura de aire, rabia invisible, fría y escalofriante; el soplo del cielo, la furia de la tierra.


Las últimas hojas sobre mí cayeron: secas, ocres, muertas y derrotadas; y así, por un instante, por una eternidad, fui dueño de la noche, fui sosiego como las hojas, claudiqué ante la embestida del viento y me dejé llevar: me desprendí, morí, renuncié al mundo y me elevé: con mis pensamientos me elevé, con mi alma trascendí, del tejado de mi casa salté y en caída libre surqué el hondo vacío; entonces fui uno solo con el viento, con los árboles y sus hojas y sus ramas, con el cielo oscuro y la luna iluminada. Fue mi espíritu el clamor del cielo, la furia de la tierra, la vesania del viento y mi atribulado corazón de gato. Pero vana fue mi renuncia a la vida: tras mi salto al vacío, como todo inmortal felino, caí en mis cuatro ligeras patas sobre el frío suelo adoquinado. La fea costumbre de nuestra especie de sobrevivir a todo evitó mi anhelada muerte. ¿Serán siete o nueve nuestras vidas? No importa: siete, nueve, una o media son demasiadas, y poquito es mucho y mucho es doloroso.


Vibraron mis orejas: de la lejanía un ruido callado llegó a mi agudo sentido del oído. A lo lejos, vi la fuente del sonido: un gato pardo taciturno que caminaba con femenina gracia, presumiendo de esa elegancia común en nuestra especie. Por sus movimientos, por sus maneras lentas y medidas, inferí que el gato en realidad era gata, una gata única, una gata hermosa. Mi corazón latió más rápido esa noche, dentro de mí todo se sacudió como árbol atrapado en ventisca. Ella, cual viento furioso, cual vendaval huracanado, llegó sin avisar, y sin avisar se iría; pero no sin antes, como viento enloquecido, sacudir la vida que encontró a su paso. Ya ni los arbustos del jardín, ni las tinieblas de la noche, ni los árboles con sus ramas y hojas serían los mismos: ya nunca fui el mismo. Con inusitado movimiento la gata siamés emprendió rápida huida tras la llegada de una ruidosa motocicleta.


Acalló el traqueteo del motor que asustó a mi amada, y un hombre grande se apeó de la moto. Vi como mi gata adorada se difuminaba en la lejanía, y como el motociclista cruzaba el jardín y se encaminaba hacia la puerta trasera de mi casa. Abrió la puerta que daba a la cocina, haló la puerta de la nevera, comió tres trozos de mortadela con pan, bebió un extraño líquido burbujeante de color negro y eructó. ¡Imbécil! Provocó la huida del amor de mi vida, su sucio par de patas mancillaron el escenario de mi melancolía, mi jardín, y para terminar de completar como mi ama dice (ama es un decir porque los gatos no tenemos amos), como ladrón entro por la puerta de atrás y se repantigó a sus anchas en una silla para tragar, beber y eructar como cerdo.


Desde el vano de la puerta miré al intruso fijamente, y él devolvió una mirada más intensa aún, tras lo cual, gesticulando con repugnancia, torció sus labios plagados de migajas de pan y rebuznó a grito herido: - ¡Claudia! ¡Te dije que soy alérgico a estos bichos! ¡Sácalo de la casa de una vez, maldita perra desconsiderada! La pe… perdón, Claudia (mi “ama”), bajó las escaleras atropelladamente, como quien huye del mismísimo demonio; ¡pero qué va! Si iba en pos del mismísimo diablo, de ése que se había adueñado de la cocina, de la casa y de su vida.


En escena entró ella con su despeinado y brillante pelo dorado, sus ojos claros, claros como su piel cetrina, expresivos como su armonioso rostro desfigurado por la expresión del miedo y del dolor. Sentí pena por ella, por la niña que arriba dormía, por mí y hasta por el “cerdo asqueroso” como yo solía llamarlo. La vecina también se refería a él con el mismísimo apelativo indignante (fue ella la que se inventó el apodo). Ese buen hombre hizo méritos suficientes para hacerse odiar hasta de la mismísima madre. Pero allá él, allá él con sus ojos cafés de mirada unas veces violenta, otras veces lasciva, borracha, muerta, carente de alma por el demonio que desde dentro consumía sus últimos despojos, las sobras de lo que antes fue un hombre.


Mi Claudia, mi sufrida Claudia… La pobre nunca tuvo el carácter suficiente para enfrentar al demonio que poseyó a su casa, a ella, a su hija y a mí. A mí porque nunca más pude conciliar tranquilamente el sueño desde la llegada de la bestia a nuestras apacibles vidas.


El demonio, el puerco, el sucio, pasó su sucia mano por su sucia boca, del bolsillo de su chaqueta sacó una botellita, muy pequeñita, bebió dos tragos, luego otro más, y con la brusquedad acostumbrada en él, se paró de la silla haciendo que ésta cayera al suelo, levantó su mano como quien blande un cuchillo, dio tres pasos rápidos al frente y en la delicada mejilla de Claudia estrelló su mano con tal fuerza violenta, que el golpe sonó como latigazo e hizo eco. Sí. La golpeó. Sin motivo la golpeó. Él era así. ¿Quién necesita de motivos? ¿Para qué motivos? La pobrecita… La pusilánime apenas si podía creerlo... En sus ojos azules vi la sorpresa: sus dilatadas pupilas, sus parpados muy abiertos, su inerte mirada… El sopapo del cerdo había sido contundente. Esa misma noche, en ese mismo instante, en esta misma casa Claudia murió por dentro. “2 de febrero de 2012: en esta tumba yace Claudita, enterrada para siempre bajo la atrabiliaria voluntad de la bestia”. Con mi pata me persigné y le deseé el descanso eterno a su alma agobiada. Lamentablemente para ella, mi deseo tardaría en realizarse: se levantó del suelo como pudo, con una mano adherida a un costado de su magullado rostro se dirigió a la nevera cuya puerta permanecía abierta, del congelador tomó un cubo de hielo y lo puso sobre la hinchazón. ¿Eran lágrimas las que resbalaban por su mejilla? ¿O era agua de hielo derretido? Yo digo que era agua, porque los muertos no lloran y Claudita acababa de morir por dentro.


El cerdo oliscó como caballo y se fue a su habitación, o mejor dicho, a la habitación de Claudia. Ni siquiera la miró antes de irse: cachetada, venteo nasal y retirada. El perfecto asesino, incólume segador de inocentes vidas.


Claudia y yo nos quedamos solos en la cocina, en la soledad del silencio de nuestras almas, su recién adquirida tumba. Por entre los barrotes de la ventana de la cocina se filtró una luz, la luz de la luna llena. Aquella luz pálida, resplandeciente, iluminó la oscura humanidad de Claudia, dándole la apariencia de un ángel. Así, ante mí un ángel aparecía, de rizos dorados y cuerpo de mujer atractiva, de rostro blanco de porcelana, de ojos azules mirando el suelo, de mano delicada sobre su delicada mejilla, de gotas y gotas de agua cayendo y mojando sus pies descalzos… Era un ángel en el infierno, un ángel de esos que en la comodidad de su casa vestían bata blanca de girasoles. ¿Eran lágrimas o era agua lo que caía al suelo? Deseé disipar mi duda, entonces lamí el líquido aquél: tenía un sabor salado.

3 de Mayo de 2019 a las 03:20 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

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