dan-aragonz1552556782 Dan Aragonz

Cuando la nave Minerva regresa al ártico en busca del paradero de la misión, que antecedió a la suya, descubren una horrible verdad sobre sus compañeros.


Ciencia ficción No para niños menores de 13.

#La-tierra-de-Asmagul #dan-aragonz
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LA TIERRA DE ASMAGUL



Cuando la nave Minerva consiguió dejar atrás la cumbre del iceberg, que minutos antes no dejaba ver con claridad donde iban a aterrizar, los cuatro tripulantes presenciaron asombrados, el hostil terreno glaciar que cubría el mar ártico. Alcanzaban a distinguir a esa altura los pozos de agua, como diminutas manchas azules que pintaban las blancas montañas de la región. El piloto, Teo Witam, apagó las dos turbinas adicionales cuando estuvo a una altura segura y desplegó las cuatro extremidades metalicas de la nave para descender.

Al tocar el suelo, las patas se posaron como una enorme ave que se deja caer sobre su nido. Las fisuras provocadas por el impacto en la gruesa capa de hielo, se extendieron en un radio menor, sin mayores complicaciones. Fue entonces, que el grupo prestó atención a la pantalla, donde una franja roja que abarcaba una determinaba zona en el mapa, mostraba la ubicación exacta donde la nave Terán había perdido contacto con la base central. Lo más importante era encontrar a la tripulación, debido a que en su último comunicado aseguraron hallar lo que buscaban.

Teo Witam abrió la compuerta principal y sus compañeros cubiertos en los trajes negros, no tardaron en salir a la intemperie. Apenas alcanzaron a bajar un par de metros por la rampa, cuando fueron recibidos por una fuerte ventisca que sacudió sus cuerpos. Parecía el bostezo de una enorme criatura en medio de un profundo sueño. A pesar de no ser bienvenidos por la naturaleza, los tres descendieron sin problema, cargando en sus espaldas el equipo necesario para iniciar la búsqueda.

León Gatecco, Mirna Spencer y Vladimir Santoro, tomaron contacto con la nieve y formaron de inmediato una pequeña hilera que no tardó en ponerse en marcha.

—Suerte muchachos—dijo Witam, que los observaba moverse como puntos verdes en su radar.

. —Nos comunicaremos en treinta minutos—le dijo Santoro por la radio.

—Entendido, capitán—y cerró la compuerta cuando los vio desaparecer detrás de una colina.

Rodeados en todas direcciones por inmensos bloques de hielo, que los acusaban como una especie insignificante ante la vasta inmensidad de la naturaleza en su forma más primitiva, los tres acomodaron la carga en sus espaldas para descender por la pendiente que se encontraron delante; cada uno portaba dentro un sintonizador de radio, que les ayudaría a no perder contacto, si llegaban a separarse.

— ¿Es cierto que encontraron el virus, Capitán? —dijo la Bióloga.

—Cuando hablemos con la tripulación de la Terán, lo sabremos ¿No?—respondió Santoro, que iba concentrado en la cuesta empinada.

— ¿Y si el virus es extraterrestre? —dijo la Bióloga— De tan solo imaginar su desarrollo en este planeta, se me vienen a la cabeza miles de preguntas.

—Witam dijo que eran solo patrañas y que quizá las confundieron con bacterias, pero nada más que eso—agregó Gatteco, que vio a lo lejos una densa niebla que se acercaba a ellos.

Bajaron sin problema por la ladera cubierta de nieve, y habían avanzado un buen tramo, cuando una fuerte corriente ralentizó su desplazamiento; los cristales, se convertían en diminutos fragmentos cortantes al impactar con sus trajes e interrumpían la visibilidad sobre el camino, que se desdibujaba con la niebla que los había alcanzado.

—Tengo una pregunta—dijo Mirna Spencer, mientras se aseguraba de no perder de vista a sus compañeros entre la niebla— ¿Por qué vino un filólogo dentro de un equipo de investigación del ártico? —agregó curiosa.

—Puede ser porque…—Gatteco fue interrumpido por el capitán que venía detrás.

—No hablen demasiado. Es imprescindible que cuiden el oxigeno de sus trajes. Si perdieran el casco, no solo sus pulmones se congelarían en un par de minutos, sino que se quedarían atrapados aquí por la eternidad.

—Entendido—dijo la bióloga, y soltó una carcajada al imaginarse como una estatua de hielo.

Los tres avanzaron en absoluto silencio durante los siguientes veinte minutos. La neblina se disipó por un breve instante y fue entonces, que se toparon de frente con las coordenadas que buscaban.

Gatteco encendió la linterna de su casco y se quedó asombrado de pie mirando el paisaje.

—Ahí la tienen. La boca del ártico—dijo Gatteco, y se adelantó a sus compañeros en llegar a la entrada de la cueva.

—Parecen las fauces de un enorme pez congelado—dijo Mirna Spencer, que también encendió su foco y lo siguió.

—Solo tenemos tres horas para encontrarlos, así que no perdamos el tiempo—dijo Santoro y se puso en marcha.

Cautelosos ante los brillantes témpanos suspendidos en lo alto, que parecían estar a punto de caer sobre sus cabezas, caminaban contemplando con asombro, los cristales que parecían llevar ahí una eternidad; se acumulaban unos encima de otros, como si fueran la enorme dentadura congelada de una piraña de la era paleozoica.

—No alcen la voz demasiado — dijo Santoro, que se quedó esperando que avanzaran.

Gatteco y Mirna no agregaron ningún comentario. Solo atinaron a seguir el paso.

A medida que se desplazaban por la gélida catacumba, la luz natural que penetraba la entrada, desapareció de forma gradual hasta perderse del todo. El reflejo de sus focos en las amorfas paredes cristalinas, permitía que los rayos se multiplicaran, como la bola de cristal de una discoteca, lo que era bueno para su visibilidad ahí dentro; una infinidad de colores en todas direcciones, volvían más acogedor aquel oscuro y frío lugar, a pesar que la oscuridad a sus espaldas, los asechaba en cada paso que daban.

— ¡Mira lo que tenemos aquí!—dijo Mirna Spencer—Que ganas de poder llevármelas.

— Son bacterias ¿Verdad? — dijo Gatteco.

—Sí, pero no son como las que he visto. Estas parecen más grandes de lo habitual—respondió la Doctora, y las observó con el filtro de visión microscópica de su casco.

Santoro que venía detrás cubriendo al equipo, se quitó la carga sobre la espalda y la dejó caer sobre la nieve. Miró su reloj, y se dio cuenta que los treinta minutos habían pasado. Extrajo una pequeña caja metálica con ambas manos y encendió un interruptor, que hizo brillar unas diminutas luces de colores. Probó los botones varias veces, hasta que logró dar con la frecuencia que buscaba.

—Estamos dentro de la cueva Witam y este será nuestro canal para comunicarnos—pero el capitán no obtuvo respuesta.

Dentro de la nave, sentado en su puesto, delante de los controles. Witam mantenía ambas piernas sobre la cubierta y bebía una de las dos botellas de whisky que había colado abordo sin autorización. Era lo único que tenía para entretenerse, mientras esperaba que sus compañeros se comunicaran con él.

—No confió en ese borracho—dijo Gatteco, que se acercó para iluminar la comunidad de bacterias que observaba la Doctora.

—Me llevaré algunas muestras al laboratorio Son enormes y deben tener miles de años.

Gatteco se acercó a ella y la cogió del brazo.

—Vamos. Las reglas son claras, doctora. No podemos llevarnos nada de este lugar —y continuó avanzando por la catacumba.

Santoro guardó el sintonizador y se apresuró a alcanzar a Gatteco, que se perdía de vista por el túnel. La doctora miró su descubrimiento una última vez y se dio prisa para alcanzar a sus compañeros; no era opción separarse antes de encontrar algún indicio de los tripulantes de la Terán.

— ¡Lo que me temía!—dijo Santoro, y se arrodilló sobre la superficie.

—No lo vi cuando pase por ahí, capitán—dijo Gatteco, que regresó a mirar el descubrimiento.

— Es de Kinsky —agregó la doctora que los había alcanzado—El filólogo que venía abordo de la Terán ¿Pero dónde está su cuerpo?

—Esto no me gusta nada—dijo Gatteco que le echó un vistazo al uniforme vacio sobre la nieve.

Los tres hicieron una pausa.

Santoro volvió a encender el sintonizador sobre el piso y los otros dos se quedaron a la espera de escuchar al piloto.

Mientras esperaban una respuesta, los tres observaban salir los rayos de luz desde sus cascos, que provocaban un hermoso espectáculo para sus retinas; el espectro colorimétrico que se formó y su camaleónico brillo, les daban la sensación de estar bajo los efectos de algún alucinógeno.

—De seguro debe estar dormido y borracho, ese hijo de puta—dijo la doctora, que miró el radio.

En la sala de mando de la Minerva, sobre la cubierta de los controles, los gritos de Santoro salían de forma intermitente— ¡Witam! ¡Witam! —sin conseguir una respuesta. — ¡Contesta la maldita radio!

La nave Minerva continuaba posada sobre la superficie ártica y desde las alturas parecía un pequeño juguete situado en medio de la inmensidad de los hielos eternos. Witman se encontraba a varios metros de distancia de la maquina dentro de uno de los trajes, avanzando por la nieve y cargando entre sus manos un sintonizador.

Cuando llegó a un sitio seguro, lo dejó caer y probó varias frecuencias diferentes. La capa transparente bajo sus pies era bastante gruesa, pero eso no quitaba que se sintiera inseguro sobre ella.

— ¿Alguien me escucha? ¿Doctora Spencer?—dijo nervioso—Algo hace interferencia dentro de la nave y no puedo verlos en el mapa.

A medida que la niebla se disipaba a su alrededor, las nubes en lo alto que simulaban ser icebergs que navegan sobre las aguas de un planeta sin gravedad, lo asustaron. Lo que lo empujó a regresar a la Minerva. Fue entonces, que bajo la capa ártica donde estaba parado, observó que el agua había adquirido un tono oscuro. De pronto, vio patinar sus botas sobre la superficie de hielo, pero no era su cuerpo el que estaba en movimiento, sino que algo oscuro se desplazaba bajo la suelo transparente.

Corrió como un loco hasta la nave y subió por la rampa sin darse cuenta que podía haberse resbalado. Era tanto el miedo que sentía, que solo se quitó el casco y se bebió media botella de whisky de un sorbo para calmar el temblor de sus piernas. Jamás en su vida había presenciado algo semejante. Aunque no podía decir con certeza, lo que había visto. Parecía ser algo enorme. Algo que no era de este mundo.

— ¿Witam? ¿Witam? —se escuchó por el altavoz— y el piloto no tardó en coger el comunicador que colgaba del tablero.

—Si no regresan ahora, me largo—y le dio otro sorbo a la botella que colgaba de su mano— Nunca debimos venir a este maldito lugar.

—Escúchame bien. Debes avisar a la central que hemos encontrado los uniformes de los tripulantes de la Terán—dijo Santoro— Puede ser que estén averiados y por eso se los quitaron.

—Eso lo dudo—agregó Mirna, que revisaba uno de los cinco uniformes que habían encontrado dentro de la caverna.

—Veo una luz al final del túnel, y ese olor, ¡Es comida!—se escuchó decir a Gatteco emocionado por la radio.

—Están tratando de sobrevivir aquí dentro como pueden—dijo Mirna, y ambos se miraron y echaron a correr por el túnel.

— ¿Los encontraron? —gritó Witman, curioso.

—Enciende los motores y mantén lista la nave—le dijo Santoro, con un tono paterno— Apenas reunamos a todos, nos largamos de aquí.

—Entendido, capitán—gritó nervioso, el piloto y la llamada se cortó.

Santoro echó a correr por la caverna y cuando alcanzó la curva del túnel, que sus compañeros habían pasado, se encontró con un calor reconfortante. Pero los rostros de sus compañeros, no reflejaban lo mismo; Gatteco y Mirna Spencer, miraban aterrorizados a un sujeto desnudo, con el cuerpo lleno de símbolos extraños hechos con sangre, que mantenía encendida una hoguera donde el resto de los tripulantes de la Terán ardían entre las llamas.

—Ratsomatso, ratsomoatso, eterno serás en las tierras de Asmagul—se le escuchaba decir al hombre.

—Es Kinsky. El filólogo—dijo Mirna.

Santoro vio como sus compañeros quedaron inmóviles por el idioma desconocido que entonaba Kinsky y gritó — ¡Hijo de puta! ¿Qué has hecho?

El filólogo reaccionó, y se acercó a ellos, sin dejar de entonar su cantico que parecía antiguo.

—Ratsomatso, ratsomoatso, eterno serán en las tierras de Asmagul —repitió mirando a fijamente a Gatteco, quien sin explicación, se quitó el casco.

Santoro que sabía que no duraría mucho sin su casco, lo observó acercarse a Kinsky como un perro amaestrado. La Bióloga imitó a su compañero y se llevó las manos al casco, pero Santoro se apresuró y la zamarreó hasta que despertó del trance inducido por las palabras de Kinsky. Ambos se dieron cuenta horrorizados, como Gatteco se había librado de su uniforme y avanzaba desnudo hasta la hoguera.

—No lo mires a la cara—le dijo Santoro a Mirna.

—Ratsomatso, ratsomoatso, eternos serán en las tierras de Asmagul—gritó Kisnky, al ver el cuerpo de Gatteco arder, lo que provocó que cayera un tempano de lo alto por alarido.

La última reacción que alcanzaron a ver de su compañero, antes de darse la vuelta. Fue como sus labios se le desprendieron de la mandíbula, después de murmurar lo mismo que el filólogo no dejaba de repetir una y otra vez, mientras su carne se retorcía en el fuego.

Ambos echaron a correr de regreso.

— ¡Witam acerca la nave a la cueva!—gritó Santoro, por el radio que se acomodó mientras corría entre sus brazos. — ¡Nos largamos de aquí!

— ¡Entendido capitán!— dijo Witam, a quien se le escuchaba la voz dormida por la bebida.

Cuando el piloto encendió los motores, sintió que la nave se hundió sobre la nieve, como un ascensor que se queda parado en mitad de un piso y de pronto cae de golpe a su sitio.

Se acercó hasta la ventana al ver que afuera estaba todo oscuro, pero no encontraba ninguna explicación; era imposible que la noche hubiese caído tan deprisa. Fue entonces, que escuchó fuertes golpes que provenían de la compuerta principal.

—Ratsomatso, ratsomoatso, eternos serán en las tierras de Asmagul—escuchaban gritar a Kinsky a lo lejos, mientras escapaban.

—No lo escuches.

A medida que avanzaban por el túnel, descubrieron que la luz natural continuaba iluminando fuera. Solo algunos metros los separaban de la salida. Fue entonces, que se escuchó el potente grito de Kinsky que soltó dos témpanos desde lo alto que le dieron en la espalda a Santoro. Quien sintió el impacto como si una escopeta de doble cañón, le hubiera disparado a un metro de distancia; los témpanos le habían perforado los pulmones y lo dejaron jadeando en el piso, como un perro que se queda a mitad de carrera sin conseguir llegar a la meta.

Mirna Spencer lo cogió de la mano, pero apenas vio que no tenía posibilidad alguna de moverse, lo soltó.

— Ratsomatso, ratsomoatso, eterno serán en las tierras de Asmagul— dijo Kinsky, mientras le quitaba el traje a Santoro y lo cargaba sobre su cuerpo.

. Mirna Spencer se detuvo bajo la boca del ártico y vio que su compañero, que caía desde los hombros del filólogo como una gallina desnucada, estaba muerto. Fue entonces, que se quitó el casco, como si las palabras malditas la hubieran convencido. Pero cuando su cara estuvo descubierta, la bocanada de aire que casi le congeló los pulmones, la ayudó a abandonar la caverna; la boca del Ártico quedó completamente cubierta por los bloques hielo que se desprendieron con su potente grito.

Sorprendida de salir ilesa, se puso el casco y se movió de prisa, sin mirar atrás. Sus huellas parecían seguirla, pero desaparecían tan rápido como la nieve que caía y borraba su rastro de aquel horrible lugar. Cansada por el frio, se liberó de la carga sobre su espalda y comenzó a subir la pendiente que apareció delante. En lo único que podía pensar, era en beberse un trago de las botellas que vio esconder a Witam en la nave, y era lo que iba a hacer apenas estuviera a varios metros de altura sobre la nieve.

Cuando por fin alcanzó la cumbre, el horrible paisaje con que se encontró, la fulminó; una horrible criatura de enormes tentáculo cubría la Minerva y desde esa distancia, podía ver como el metal cedía por la fuerza con que la bestia la apretujaba. Era repugnante y no dejaba de remover sus viscosos brazos y de hurgar dentro de la nave. Corrió a uno de los pozos azules que vio antes de aterrizar y no lo pensó dos veces; se quitó el casco y seguido el traje. La criatura dejó de estrangular la máquina y algo que se asomó entre sus órganos, que parecía ser un gran ojo, la observó. Fue entonces, que vio dentro de las fauces de la criatura a Witam, a quien dejó de masticar, solo para soltar un horripilante grito que la despabiló de golpe. Los chillidos que daba mientras mostraba sus dientes, desesperada por soltarse para atacarla, cesaron cuando logró desprenderse de la nave.

Mirna al darse cuenta, llenó sus pulmones de aire y saltó desnuda al pozo; su cuerpo descendió esperando congelarse antes que la bestia la alcanzara. Sus ojos poco a poco comenzaron a cerrarse y el agua se volvió más oscura por la falta de luz a esa profundidad. Fue cuando descubrió que a mitad de camino, la nave Terán atrapada entre el hielo. Pero sabía que no podía haber nadie vivo ahí dentro. Antes de perder el conocimiento, supo que la criatura no la había seguido. Pero cuando estaba a punto de cerrar los ojos, una inmensa línea blanca bajo sus pies comenzó a abrirse, como una gigantesca compuerta a la espera de una enorme nave. Pero no era nada parecido, sino más bien un gigantesco ojo que se abría y despertaba de un largo sueño. Cien veces más grande que la nave que le había llevado a aquellas antiguas tierras desconocidas.

31 de Marzo de 2019 a las 14:45 4 Reporte Insertar Seguir historia
2
Fin

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Flavia M. Flavia M.
¡Gran historia! :)
April 13, 2019, 21:47

Raül Gay Pau Raül Gay Pau
Me gusta eso de que la nave pose como un ave sobre un nido. Genial.
March 31, 2019, 16:04

~