En la oscuridad lloraban los desafortunados. El frió se había apoderado del lugar y la luz solo venía de las estrellas.
Ella se preguntó por un segundo si había muerto, si el llanto y gritos de los niños eran simplemente la encarnación del infierno en sonidos, quizás las voces de demonios escondidos.
La luz de un celular iluminó el suelo. En la sala donde se encontraban las incubadoras había silencio, ya nadie sabía si eso era malo o bueno.
La oscuridad era tan gruesa, tan densa, que se habían parado allí durante horas, sin moverse, porque temían que serían tragados por ese negro infinito.
Por unos instantes recordó lo que era, lo que todo había sido, se preguntó a si misma si había pecado, si había hecho algo para merecer ese karma, pero todas las respuestas terminaban en un simple suspiro.
Miraban sus rostros, por primera vez entendió a la perfección por que los niños le tienen miedo a la oscuridad, en aquel lugar, la oscuridad significa que las incubadoras se apagan y que la electricidad se irá.
Quizás la electricidad se va para que no haya luz, un mensaje pedante al mundo, de no solo como se muere en penuria, pero también escondidos en lo oscuro, sin nadie que pueda mirarlos además de cuatro blancos muros.
El frió la hacía tiritar. Pero era el hecho de que los llantos callaban lo que la enfriaba más.
Un alma en pena se agarró a ella y le empezó a suplicar.
“¡Por favor, es mi niña, no respira, tiene dos años y nadie la puede tratar!”
Miró hacía las camillas, pero no veía nada, solo la oscuridad y la atractiva idea de arrodillarse y llorar.
Alguien le tocó el hombro.
Era su jefe, un hombre vestido de blanco y galán.
“¿Puedes quedarte hasta mañana?” Le preguntó sin titubear “hay apagón nacional, quédate y ayuda, mucho no puede tardar.” Le dijo con sarcasmo y tristeza, el quinto día sin electricidad.
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