Bertha miraba la pantalla absorta.
Cuando Iván salía a la pista, no había nada que consiguiera apartar su atención de ese cuerpo hermoso, espigado, estético, casi etéreo que hasta parecía flotar cuando ejecutaba su impecable rutina sobre el hielo de la pista olímpica.
Su enfurecía si se daba cuenta de que había hablado por más de cinco minutos y ella no tenía idea de lo que había dicho. Pero no podía evitarlo. Cuando su ángel en patines salía a escena, no existía nada más para ella.
—Es puto. Todos esos cabrones son jotos —comentó su padre, mirando con complicidad a su hijo Efraín, con el único afán de molestarla—. O dime ¿Qué hombre normal usa esa ropa tan entallada y brillante?
—Aerodinámica se llama, papá .No va a usar ropa común y corriente porque sería un estorbo.
—Pero ¿Y esos colores?—insistió.
—Es azul ¿Qué tiene de malo? Además, combina con sus ojos —suspira—. El vestuario debe ser vistoso.
—No le vas a ganar —aseguró su hermano mayor—. Siempre va a tener algún argumento a su favor. No puedes discutir con una fanática.
—No soy una fanática, soy una admiradora ¡Shhh! ¡Ya van a decir las calificaciones!
Atenta, escuchó y vio el tablero con ilusión, pero no fueron de su total agrado.
—¡¿Están babosos o qué les pasa?! ¡Fue perfecto! ¡Perfecto! ¡Malditos!
—Habló la experta.
—Pues sí, fíjate.
Las calificaciones no fueron lo que esperaba, pero la suya había sido una rutina básica, nada complicada. Sin embargo, aunque la ejecución había sido perfecta, los jueces parecían tener sus favoritos y Ferreira, no era uno de ellos.
Iván era un deportista muy disciplinado y entregado a su arte y aunque sabía que no sería nada fácil, no perdía la ilusión de ser el primer mexicano en ganar el oro en patinaje artístico sobre hielo. Había sido un camino duro, tal vez el doble que para otros.
La suya, cómo la de muchos atletas latinoamericanos, era una historia de sacrificio soledad y penurias. Nadie le había regalado nada en su vida deportiva. Todo lo contrario, parecía que las instituciones deportivas de su país, disfrutaban poniendo trabas y obstáculos para todo. Y cuando llegaba a lograr algo, era un apoyo muy magro, raquítico; precedido, eso si, de infinidad de requisitos burocráticos.
De nada servía mostrarles todas las medallas y títulos ganados en campeonatos internacionales. Nada parecía convencerlos.
Los únicos dispuestos a seguirlo, a apoyar su sueño, eran su madre, doña Margarita y su entrenador desde los diez años, Igor Golev. Tuvo que alejarse del resto de su familia, como su padre y su hermano mayor, Marcos; también de amistades, fiestas y romances, pues prefería dedicar todo su esfuerzo, toda su mente y alma, a su meta. A la, hasta ese momento, única y verdadera razón de su existencia: el patinaje.
Pero lo que Iván desconocía, era que el enemigo estaba muy cerca de él y que la envidia que despertaba su desempeño sobre la pista, provocaría su desgracia.
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