Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Nos enamoramos simultáneamente, de una manera frenética, impúdica, agonizante. Fue un arrebato de mutua posesión. Comprendí que estábamos vinculados, que no hubo nada extraño, que eso tenía que ocurrir.
Yo adivinaba en él una intensidad que era del todo extraña a la erótica, y le temía.
Sus ojos sobre todo me obsesionaban; me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Los ojos de oro ardían con su dulce, terrible luz; me miraban desde una profundidad que me daba vértigo.
Yo deseaba pensar lo que él pensaba, hablar lo que el hablaba, sentir lo que el sentía, penetrar, por último, en ese santuario misterioso en donde a veces se refugiaba su alma.
Aprendí lenguajes paralelos, el de la geometría del cuerpo que me llenaba la boca y las manos de teoremas temblorosos, el de un hablar diferente, el de una lengua insular que tantas veces me confundía.
Estuvimos comunicados, se que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él, sólo en cierto modo, y mantener alerta sus deseos.
Ahora busco esa memoria, y la miro y pienso que era falsa y que detrás de la despedida trivial estaba la infinita separación.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías.
Gracias por leer!
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